El lápiz bicolor

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Nunca logré entender, bien a bien, para qué se usaban los lápices bicolores. Cuando de niña probaba a escribir algo con uno que vivía en el escritorio de mi padre, siempre me desanimaba su trazo tan pálido que desdecía de aquel exterior tajante, rojo y azul. El lápiz bicolor era hermano de las hermosas libretas de contabilidad con pasta dura, las que aún anidan en las papelerías, y seguramente en ellas gritaban los contadores cifras serenas o ceros alarmistas. Esos lápices siempre me recordaron a la bandera de huelga por su radicalismo; me hacían pensar en una papelería comunista de panfletos a dos tintas en papeles amarillentos, de ideales a gritos, de decisiones extremas: estás con nosotros o con el enemigo, eres rojo o azul (a lo mejor Pedro Miret escribió Esta noche vienen rojos y azules con un lápiz bicolor). Como todo lo comunista, este lápiz tenía también su lado eclesiástico, pues el rojo daba a pensar en tentaciones correctoras o bien pecaminosas, y el azul, claro, en el cielo. En suma, un lápiz esencialmente moral. Yo guardo un bicolor muy viejo, que es como el gato de los lápices bicolores a causa de su sofisticación: gordo, a rayas, con ribetes dorados, lo conseguí hace mucho en una papelería del centro. Me gusta mirarlo cuando debo decidir alguna cosa tajante, y no deseo que me avasallen los matices, aquellas tonalidades infinitas y modernas como los plumones fosforescentes, que ya no dejan distinguir el bien del mal. –

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(ciudad de México, 1960) es narradora y ensayista. La novela Fuego 20 (Era, 2017) es su libro más reciente.


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