Por llamar “monstruo” en una entrevista a la entonces senadora y pre-candidata demócrata Hillary Clinton, Samantha Power, la especialista en derechos humanos de Harvard y ganadora de un merecido premio Pulitzer por su libro A Problem from Hell: America and the Age of Genocide, perdió su chamba como asesora para asuntos internacionales en la campaña de Obama y fue enviada temporalmente a la banca por su jefe. Vino entonces la disculpa pública, la interrupción de su exilio en la congeladora washingtoniana y su reaparición en el equipo de transición del presidente electo. Hoy Samantha Powers despacha en una pequeña oficina de la Casa Blanca, donde también por cierto trabaja su esposo; Hillary despacha arriba del Air Force Two, literalmente alrededor de todo el mundo.
Con niveles de popularidad equiparables a los de su jefe, Hillary está lejos de ser un monstruo: es sobre todo una auténtica aplanadora política. Hay Hillary Clinton para rato. Junto con Obama, es la figura política más aclamada fuera de Estados Unidos, lo cual en ningún momento constituirá un obstáculo para que juegue un papel crucial en las convenciones demócratas y en las elecciones presidenciales de los próximos ocho años. Para bien y para mal, Hillary representa lo mejor y lo peor de la clase política en el vecino país. Es ambiciosa, descaradamente grilla y manipuladora, pero también paciente, precavida y a veces –aunque suene inverosímil– abiertamente charming. Tiene lo que se llaman tablas –ya quisiéramos políticos así en estos pagos. En México se plantó y habló bien, mejor que la experta señora de nuestra diplomacia peregrina que al soltar rollo terminó atorada en un cantinflesco trabalenguas y cometiendo un salvaje atropello a la lengua de Shakespeare. No importó. La idea era que Hillary que nos hiciera sentir bien, menos fallidos como Estado y como ciudadanos, más orgullosos de no ser unos gringos drogadictos y de ser quien existencial y mexicanamente somos. No incomodó a nadie. En verdad lo hizo magníficamente, aunque la recuerdo aún más espléndida en su reciente visita a Japón. Quienes me conocen saben que mi adicción a CNN alcanza niveles francamente ominosos. No me molestó, por ejemplo, que a mis proveedores de droga mediática se les olvidara enchufar el cable del audio que permitía entender la perorata de la contraparte japonesa de Hillary en la consabida conferencia de prensa. Obviamente, sin traducción simultánea el señor ministro bien pudo hablar de marcas de corbatas o de su casa de geishas preferida. En caso de haber ocurrido lo imposible en esa ocasión, es decir que Hillary se hubiera dirigido a los televidentes internacionales en perfecto japonés, no habría pasado nada. Estoy seguro que yo habría entendido todo: Hillary Clinton es una verdadera artista a la hora de interpretarse y reinterpretarse a sí misma, no necesita que la enchufen al cable que conecta directo con los lugares comunes y las tonterías que suelen repetir los diplomáticos. Incluidos, por supuesto, los nuestros.
No faltará quien afirme que se trataron temas sustantivos, sustanciales y hasta sustenidos como la nota aguda de una sonata, de tan delicados y apremiantes. Ahí está el caso del embajador hasta hace unas horas todavía pendiente, un nombramiento político que, caso extraño, no tuvo un origen directo en la oficina del presidente Obama, ni siquiera en la de Clinton. Si bien se trata de un personaje respetado en Washington, vicepresidente de Brookings Institution hasta antes de su designación, experto en Europa del Este y ex-embajador en Ucrania, lo cierto es que para efectos prácticos nos mandaron a un desconocido. Esto, en el mundillo rancio de la diplomacia, equivale a bajar de nivel la relación, algo así como llevarse a un portero de tercera división a parar en las eliminatorias de la Champions, a ver si aguanta la goliza.
Más allá, pues, de los temas de cajón, si algo quedó claro con la visita de Hillary Clinton a México es que estamos ante una política eficacísima y preparada para lo que sea y lo que venga, ya se trate de reinventar las relaciones de su país con Japón y por ende reconfigurar la geopolítica asiática en menos de dos meses, ya se trate de darnos por nuestro lado y ponernos una curita en nuestro aprensivo y muy dolido nacionalismo. Dejó a todos satisfechos, pero sólo eso. Cosa curiosa, tampoco le pidieron más.
– Bruno H. Piché
(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.