Ilustración: Eva Vásquez

Chop Suey

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn


A mi jefe le gustan los ahogados porque son, en su mayoría, suicidas. Una semana con muchos ahogados es una buena semana. Un mes con muchos ahogados, un buen mes. Trabajo y vivo junto al paseo de Santa Úrsula, un despeñadero que corre paralelo a la costa a lo largo de quince kilómetros. Al borde del abismo hay restaurantes, árboles, bancos, pero no barandillas. Esto supone un reclamo, porque en la ciudad han protegido los puentes y los rascacielos con pastores eléctricos invisibles. El voltaje es tan alto que quien los tantea cae inconsciente de este lado de la ecuación, del lado de las ambulancias, la vigilancia psiquiátrica y la vida. A escasos kilómetros de Bilbao y con las mejores vistas de la provincia, nuestro pueblo se ha convertido en destino turístico final. Cuarenta metros de caída libre hasta hundirse en las olas como lo hacen las agujas de caliza. Dos segundos con 85 centésimas de ingravidez y luego, si la marea está baja, una muerte rápida por traumatismo contra las rocas. Aunque el sujeto x24589b no ha tenido esa fortuna, me temo. Una colonia de diatomeas en su hígado confirma la muerte por ahogamiento. Llamo a Iván, de la sección de interpretaciones, para que les eche un vistazo. Se acerca al microscopio y silba como si se tratara de una chica en minifalda. “Qué belleza.” Las asterionellas son organismos unicelulares, pero se agrupan de ocho en ocho, formando dibujos de asterisco. Cualquier cadáver que haya permanecido tiempo en el mar tendrá el sistema respiratorio impregnado de ellas, pero solo los ahogados las acumulan en órganos internos. Es por los esfuerzos respiratorios, que desgarran los capilares y permiten que accedan al torrente sanguíneo.

“Este me lo remiten, ya verás”, celebra mi compañero. El sujeto, un hombre blanco de unos 47 años, tiene el vientre abultado como si esperara trillizos y los peces le han comido los ojos. En otras circunstancias, nadie se alegraría de pasar el resto de la semana a su lado, pero la Segunda Recesión ha hecho que se desplomen las peticiones de lecturas. Solo los familiares de los suicidas están dispuestos a correr con los costes. Llegan hiperventilados, con pequeños derrames en las mejillas, púrpuras de llanto, y se desploman ante mi jefe rogando explicaciones. Politraumatismo, sobredosis de analgésicos, ahogamiento húmedo. Ese es mi porqué, y es gratuito, pero no les vale. Quieren literatura. Y aunque no les entiendo, nada en contra. Al menos la base científica es sólida. Yo misma participé en los estudios experimentales del Neuroreader, que ha demostrado una fiabilidad del 96% para determinar un pasado de adicciones, depresión y parafilias. La herramienta de corpus lingüístico ordena por frecuencia de aparición el léxico total de un sujeto. El Carcitester nos permite conocer a qué edad fue el primer cigarrillo, el primer aerosol, el primer pedazo de pan quemado. Y se puede saber si una persona visitó la Ciudad de México por la concentración específica de plomo que revelan los rayos w. Todo esto es objetivo, pero los intérpretes le dan una vuelta de tuerca. Recogen las migas de pan y crean lazos que no existen. Esta es mi opinión: son historiadores del cuerpo, y quién se fía de la Historia.

Mi jefe irrumpe en la sala con sus andares de estrella del western. “¿Qué tiempo se espera mañana?” Hace unos meses me corté con el portaobjetos y un fragmento del cristal se me quedó incrustado en la yema de un dedo. Mi cuerpo no ha sido capaz de expulsarlo, pero lo ha acomodado envolviéndolo en una crisálida de tejido calloso que, cuando hay humedad, aflora como un bulto puntiagudo. Ahora se me conoce como “la chica del tiempo” y tolero el chiste. Qué remedio. “No se esperan precipitaciones”, contesto.

Íñigo Balmaseda es el fundador de Lecturas ProTec, empresa líder del sector en la cornisa cantábrica. Estudiamos juntos la carrera de medicina y formamos parte de la primera promoción del Máster en Técnicas Forenses Especiales de la Universidad del País Vasco. Yo me doctoré con honores y él no. Él heredó una fortuna y yo soy su empleada. Me sorprende que visite la morgue. Su hábitat es otro: el de la atención al cliente, el de los pisos superiores con vistas al mar. “¿Tienes un segundo?” Estoy tintando un cultivo de tejido linfático, pero asiento. Me quito los guantes y lo acompaño a mi despacho, un cubículo diminuto adyacente a la sala de autopsias que debería ser un retrete y no un lugar de trabajo. De camino, sorteamos el cadáver del ahogado e Íñigo rebufa. “Suicida, ¿no? Es el tercero esta semana. No está mal para ser otoño.” Al contrario de lo que piensa la gente, nuestra temporada alta no coincide con las navidades sino con la llegada de la primavera. Acabaremos descubriendo que el suicidio también es una alergia.

“Oye, ¿te acuerdas de la paracaidista del jueves? Acabo de recibir su lectura.” Llamamos paracaidistas a los que se arrojan por la ventana, Cobains a los de arma de fuego, Bloody Maries a los que se cortan las venas… Los ahogados son los únicos sin mote. Creo que nos dan menos lástima por el estado en que los encontramos. Creo que solo trivializamos con aquello que nos conmueve y aquella mujer del pasado jueves nos conmovió. Se precipitó de un sexto piso con su despedida inscrita en el cuerpo. gracias a todos. fue genial hasta que dejó de serlo. no lectura, por favor. Pero sus familiares la encargaron de todos modos. Aquí aprendes cosas sobre el género humano y una de las más importantes es que la muerte es similar a la apertura de un sumario. Un muerto es de todos, como la memoria histórica.

“Se llamaba Marta Artetxe. ¿Te suena de algo?” No, no me suena. Ni mucho ni poco. Es decir, podría tratarse de mi ginecóloga o de la marca de magdalenas que desayuné esta mañana. “¿Estás segura?” Asiento: estoy segura. “Porque tu nombre aparece en el informe. Estabas registrada en sus campos lingüísticos. Podría ser una coincidencia, claro, pero…” Pero me llamo Noor García-Cuevas; mis tocayas no son legión por estos lares. Comienzo a masajear mis sienes, intentando hacer memoria, pero todo cuanto rescato de la autopsia del jueves es un cráneo roto, una melena acartonada por la sangre, astillas de fémur que atraviesan medias. Maldita sea. Es la primera vez que me ocurre, la primera vez que me mencionan. Mis padres murieron hace tres años en un accidente de tráfico, pero solo quise saber lo siguiente: que los órganos internos de ella se descolocaron por el impacto y que él murió de asfixia, estrangulado por el cinturón de seguridad. Fue un pequeño escándalo que me negara a que los leyeran. Una traición corporativa. Pero, a raíz de aquello, la mayoría de mis compañeros siguió mi ejemplo y los que no lo hicieron se toparon con sorpresas desagradables que acabamos descubriendo todos: las infidelidades del marido de Concha la de rayos, un episodio de incesto en la infancia del padre de Jorge… En el 80% de los casos, no saber es mucho mejor que hacerlo.

“Aquí tienes el informe. El traductor no te menciona porque no alcanzas el umbral de relevancia, pero en el anexo tienes el corpus completo y, por la cronología, parece que fuisteis amigas en el colegio. He pensado que te gustaría leerlo; que igual te ayuda a hacer memoria.” Estoy bastante sorprendida por el grado de consideración que está demostrando Íñigo, pero le doy las gracias con frialdad. No quiero malentendidos y es un hombre que tiende a ellos. El mes pasado invitó a Melissa, la becaria gay, a un fin de semana en el Caribe. Observo que se aleja cabizbajo. Miro el reloj y es la hora de comer. Hace un día espléndido, por lo que recojo mi laboratorio y me dirijo a los acantilados con mis gafas de sol, un tupper de ensalada de pasta y el material de lectura que me ha proporcionado Íñigo. Tomo asiento en el banco de siempre. Una instalación artística que denunciaba la explotación económica del suicidio los tiñó de rojo y este es el único que se salvó. Hundo los pies en la hierba húmeda, siento las astillas de la madera y contemplo el mar hasta que la superficie se me antoja inmóvil, como si las olas no fueran sino el reflejo de los rayos del sol sobre una placa de Petri. Me da pereza estropear este instante con la lectura de una chica que aquí, donde yo veo paz, vio muerte, pero el informe me señala y tengo que enfrentarme a él; no hay escapatoria.

No ojeaba uno desde mis tiempos de estudiante, pero reconozco sin problemas el léxico, el estilo, los tópicos. Cómo no iba a hacerlo si, después de todo, este género literario lo inventamos nosotros. El formato sigue siendo el mismo; ni siquiera ha cambiado el formulario, con sus membretes de arabescos y tinta verde. En la esquina superior izquierda aparece el nombre del sujeto y su número de identificación. El grueso del texto está delimitado por un marco rectangular que le da una apariencia infantil, de cuaderno de colegio. Aunque los anexos pueden llegar a contener centenares de páginas, la redacción principal no sobrepasa las cincuenta, y aquí entra la parte más sesgada del proceso: la selección. Por lo general, el filtro lo realiza un algoritmo. Se consideran relevantes las personas o lugares que se mencionan un número determinado de ocasiones, aquellas que aparecen a lo largo de periodos prolongados de tiempo, las que se corresponden con incidencias médicas o improntas emocionales importantes… Yo no he pasado el corte, pero encuentro la combinación de mi nombre y mi apellido en el Anexo i, en el corpus lingüístico. Ocupo la entrada 18,765, entre “buganvilla” y “coseno”. Trigonometría de tercero de secundaria. Renglones más arriba, me topo con personas que sí resultan familiares: Amaya Gorostiza, la chica del corrector dental rosa; Borja Nieto, el escritor que nos daba Lengua; Ander Elorza, mi primer novio. Tengo entre mis manos la lectura de alguien que jamás llamó la atención. Alguien con quien tal vez compartí pupitre en una asignatura optativa, alguien que me dio fuego o pidió mis apuntes y preguntó mi nombre sin que yo preguntara el suyo.

Siento algo extraño el pecho, como si de pronto fuera más frágil, cartilaginoso.

Lo malo de estos relatos es que sabes desde el principio cómo terminan.

Marta Artetxe nace el 24 de marzo del año 2002. Aprende a andar a los nueve meses, cinco antes que el 90% de la población; el primer lexema inscrito en su corpus es “casa”, los últimos, “solo será un segundo”… sus padres se llamaron Ana y José Luis… José Luis muere de un infarto cuando ella está en preescolar y, durante años, le escribe cartas manuscritas en un juego de papeles perfumados que le regala por esas fechas un niño llamado Ángel Martín. Las arroja a la hoguera de San Juan el 23 de junio de 2020… Estudia la primaria en el Gabriel Aresti de Bilbao y su mejor amiga de la infancia se llama Sandra Bueno. Sandra y ella se pintan las uñas mutuamente y luego se las cortan. Guardan los desechos en una caja de cartón que llega a contener, aproximadamente, 2,500 lascas de queratina coloreada… Estudia la secundaria en el instituto Miguel de Unamuno… En el año 2015, su canción preferida es “The winner takes it all” de Abba… Acné grado tres en rostro, nuca, pecho y hombros que hoy trataríamos con Rexinolt+ 300 mg… Autopercepción en 2016 clasificada como “mala” según la escala de Arthur-Pinkin… Impronta emocional profunda tras la lectura de Emma, donde se identifica con el personaje de Harriet… Colocaciones lingüísticas frecuentes: “doy asco”, “la gente me odia”, “la gente no me habla”, “huelo mal”… En 2017, comienza a experimentar cogniciones profundamente adversas en relación al instituto. El episodio desencadenante es una clase de natación donde sus compañeras de clase esconden su muda de recambio y en el autobús de vuelta anuncian a gritos que no lleva bragas. Ander Elorza le levanta la falda para comprobarlo… tras encontrar mierda de perro en su taquilla, comienza a faltar a clase sistemáticamente, lo que repercute en sus calificaciones… En 2018, su canción preferida es “Otherside” de Red Hot Chili Peppers… El histórico de aminoácidos revela deficiencias de serotonina y dopamina desde el año 2019… Se enamora por primera vez de Ana Elorriaga, a quien escribe cartas de amor que firma con pseudónimo masculino… abandona los estudios y entra a trabajar en la cadena de supermercados Eroski… En 2020, su canción preferida es “Chop suey” de System of a Down…

Abandono mi lectura en la página diecisiete del informe. He estado un cuarto de hora absorta y me reencuentro con el banco, el mar y la hierba como si acabara de despertar de un sueño, es decir, con desconfianza. Hay marejada y las olas impactan con fuerza contra las rocas. Observo el modo en que se ensortijan las ráfagas de espuma y pienso que hay cierta belleza en la imagen de un cadáver a la deriva. Luego reviso el Anexo iii, donde aparece el historial bioquímico del cuerpo, y compruebo que, en efecto, la descompensación de neurotransmisores de Marta Artetxe fue siempre pronunciada. Antes de doctorarme, escribí un artículo titulado “Prevenir a tiempo” en el que instaba a las autoridades sanitarias a luchar contra el suicidio mediante campañas de información sobre el análisis de aminoácidos que, hoy por hoy, sigue siendo el predictor más fiable de la depresión clínica. Pero no hay dinero para nada, ni siquiera para carteles.

Vuelvo al trabajo con desgana. El cadáver del último ahogado ya no está en la sala de autopsias, lo que significa que ha sido transferido al área de traducción. Era previsible. Cuando llegue el momento, a mí también me leerán, aunque no quiera. Y entonces sucederá algo que me aterra más que la disección, más que el juicio o la falta de intimidad: los vivos sabrán de mí lo que yo no consigo recordar. Sabrán, por ejemplo, qué palabra dije antes, si “mamá” o “papá” o “casa”. Sabrán quién fui a los quince años; cuál era mi canción preferida y por qué me desagradaba Marta Artetxe, si es que había algún motivo. Tomarán los hechos puros y enhebrarán un tapiz de causas y efectos. Propondrán explicaciones: que arrojé sus bragas a un sumidero abierto del polideportivo porque había batido mi marca en los cien metros libres; que lo hice para congeniarme con las chicas crueles de la clase, para desviar su atención; o que fue fruto del sadismo; que, como demuestra una asimetría en la densidad neuronal interhemisférica, mis niveles de empatía siempre fueron bajos. Sea cual sea la sentencia, esta pasará a la Historia con la arrogancia de lo científico.

A media tarde llega el cadáver de una celebridad local; el ganador de un concurso televisivo que ha sufrido un paro cardiaco en directo, mientras lo entrevistaban. Mi jefe baja al depósito y nos convoca a una reunión en el comedor. Hoy saldremos por el acceso del parking, para esquivar a la prensa. “Mucha atención al historial de drogas.” Está eufórico porque los famosos dan dinero. Los derechos de sus lecturas los compran las editoriales y las pujas pueden ser millonarias. Nos espera una noche larga. Reparte suplementos de cafeína entre todos y, cuando llega mi turno, baja la voz y pregunta: “¿Has leído el informe?” Asiento y acepto la pastilla que me ofrece. “Era una compañera de clase. En realidad, no nos conocíamos.” La engullo sin necesidad de agua, porque tengo la boca llena de saliva. ~

+ posts

(Bilbao, 1988) es autora de las novelas Cuando fuimos los mejores (Almuzara, 2007) y De música ligera (451 Editores, 2009).


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: