La solvencia crediticia no puede ser ya una fuente de honor y prestigio social, como en algún tiempo lo fue según los principios de la ética protestante, porque los tahúres bursátiles que manejan a su antojo el sistema financiero internacional cambiaron hace mucho tiempo la mística del trabajo generador de riqueza por la rapiña impune. La gente sabe que, en muchos casos, la acumulación de capital es el fruto de un gigantesco fraude, como el que provocó la crisis financiera de 2008 y, por lo tanto, los magnates enriquecidos gracias a la ruina de los pequeños inversionistas, o los que estafaron a los compradores de bonos subprime, son hoy en día personajes tan odiados como los políticos corruptos. Por ahora su deshonrada riqueza goza de absoluta impunidad, pero al poner en jaque a las instituciones reguladoras del orden financiero internacional, les ha restado credibilidad para imponer sus políticas y, en el futuro, el desfalco que perpetraron desde la sombra podría generar terremotos sociales de consecuencias impredecibles.
En La gran apuesta, una de las películas nominadas al Óscar de este año, queda muy claro que los banqueros o corredores de bolsa con responsabilidad social son ya una minoría insignificante y arrinconada en el gran pantano de la especulación financiera. La película revela también que incluso los operarios de las principales casas de bolsa ignoraban el tinglado de intereses oculto bajo los sofisticados productos financieros que ofrecían al público: solo una minoría de banqueros se benefició de la confusión sembrada por la jerga inaccesible y abstrusa en que estaban redactados los contratos de inversión. Desde el siglo xix Balzac advirtió que la especulación financiera se había convertido en una nueva cábala, deliberadamente incomprensible para el vulgo, y la tecnocracia moderna ha llevado esa tendencia a extremos de farsa macabra. Como el capital financiero no acepta ceñirse a ninguna regla o viola por sistema las que se impone, el griego o el español de a pie, caídos en desgracia de la noche a la mañana por el derrumbe del orden financiero mundial, no podrán aceptar jamás que el Banco Europeo de Inversiones apele a la ética del buen pagador para imponerles draconianas políticas de austeridad por la catástrofe que orquestó un anónimo cardumen de tiburones. Otros jugaron al póker en tu nombre y ahora te toca pagar a ti, les exigen tronando los dedos, y como es natural, el alegato del poder financiero les suena insultante y cínico.
En agosto pasado, el exministro griego de finanzas Yanis Varoufakis publicó en Le Monde Diplomatique un artículo titulado “Su único objetivo era humillarnos” en el que acusó a su homólogo alemán Wolfgang Schäuble de haber rechazado todas las propuestas de su gobierno para reestructurar la deuda griega, en castigo por el referéndum donde la mayoría de sus compatriotas rechazó las condiciones impuestas a Grecia por el bei. Según Varoufakis, la intransigencia de Schäuble no obedecía a ningún criterio de racionalidad económica: solo buscaba impedir que el ejemplo de Grecia cundiera en otros países de Europa vapuleados por la crisis. Ignoro cuál fórmula de pago sea la más justa y razonable, pero por la arrogancia con que Schäuble se condujo en esas negociaciones, podemos inferir que lo irritaba la desfachatez de un deudor respondón como Varoufakis. Indignado por su tozuda resistencia a obedecer las exigencias del bei, desempolvó una Biblia descontinuada: la de los viejos capitalistas cumplidores y abnegados, con un estricto pundonor que no admitía la menor tacha. Desde su punto de vista, Varoufakis debía sentirse tan avergonzado como César Birotteau, el prototipo balzaciano del capitán de empresa con firmes principios morales, que al quebrar por hacer una mala inversión, se flagela como un carmelita descalzo y busca deliberadamente la manera más dolorosa de expiar sus faltas.
Balzac sentía una gran admiración por su personaje, que solo recupera la autoestima cuando vuelve a ser un buen sujeto de crédito, pues él mismo se vio en apuros parecidos, y de hecho, creía que los empresarios como Birotteau impulsaban el progreso económico de Francia. Tal vez haya sido así, pero ¿se puede invocar esa moral en pleno siglo xxi, después de un fraude bursátil que dejó en la calle a millones de víctimas inocentes? Lo menos que puede hacer el orden financiero internacional, si quiere recuperar una pizca de prestigio, es abstenerse de humillar a sus deudores con la inoportuna invocación de una moral crediticia tan arqueológica y pisoteada. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.