No hay muchos compositores de música clásica contemporánea de los cuales pudieran hacerse chistes como los que se hacen con Philip Glass.
Toc toc.
¿Quién es?
Philip Glass
Toc toc.
¿Quién es?
Philip Glass
Toc toc.
¿Quién es?
Philip Glass
Toc toc.
¿Quién es?
Philip Glass
Toc toc.
¿Quién es?
Philip Glass
Toc toc.
¿Quién es?
Philip Glass
Toc toc.
¿Quién es?
Philip Glass
La broma se la han gastado al propio músico. Cuando estrenó su Música en doce partes, una pieza que llega a durar cuatro horas, un amigo suyo le dijo: “Es preciosa. Me encantaría saber cómo van a sonar las siguientes once.” Poco después del estreno de Einstein on the beach se publicó una caricatura en The New Yorker. Unos exploradores en África asustados por los tambores de los aborígenes: “tambores golpeando incesantemente –dicen–, ¿será una nueva composición de Philip Glass?”. El compositor insistirá, por supuesto, que su música no es repetición sino variación, la sutil mudanza de los sonidos que emergen de la reiteración. Enjambre de variaciones. Otro era el juicio de John Cage: cada vez que escuchaba una pieza de Philip Glass, le decía: “Demasiadas notas, Philip. Demasiadas notas.” Una nota, se sabe, ya le parecía un exceso.
No hay monotonía en las memorias que ha publicado Glass recientemente. Palabras sin música es el título, un recorrido caprichoso de recuerdos que es, ante todo, un desfile de la gratitud. El músico se rinde ante el misterio de la composición pero reconoce puntualmente el camino de su aprendizaje. Desde la clases de flauta que sus padres financian con esfuerzo hasta las enseñanzas de su guía en París, la sabiduría de sus gurús, la tradición que absorbe de Ravi Shankar. Poetas y escultores, yoguis, amantes, pintores, dramaturgos, escenógrafos. Viajes, colores, atmósferas, ciudades. En su autorretrato, Glass no esculpe un homenaje a su genio. No es el prodigio que brilla desde niño sino un artista de poros abiertos favorecido por su entorno. Su música es el mejor testimonio de la fertilidad de los contagios: colaboración con intérpretes, aprendizaje de otras civilizaciones, aparición de la ciencia en el arte. Poesía, dramaturgia, danza, escultura, crítica política entrelazadas en las notas de sus partituras.
El hijo del dueño de una tienda de discos encontró en los pedidos regulares una escuela maravillosa. El hijo de una bibliotecaria consiguió el apoyo para estudiar y salir muy joven de Baltimore. Vivió en Chicago donde escuchó a John Coltrane, a Thelonious Monk, a Bud Powell. Ese jazz era para el joven estudiante una variante de la música barroca: ejercicios de la oscilación. Los jazzistas de Chicago le intrigaron también técnicamente: tocaban o más bien golpeaban el piano como lo haría un boxeador. No es que el pianista fuera el enemigo del piano: es que el pianista le arrancaba físicamente sonido al instrumento. Un viaje en tren le regalaría el embrujo de un ritmo tenaz. De Chicago volaría a París y de Europa saldría para encontrar India. Gracias a Ravi Shankar entró en contacto con esa tradición que rompió literalmente el radio de su concepción musical. Ciclos recurrentes que experimentan sumas y restas. Tarde puede dedicarse de lleno a la música. Durante años se ganaba la vida manejando un taxi o trabajando de plomero.
Más allá de las peripecias personales, de los encuentros, los viajes, y de las composiciones que recrea Glass, sus memorias capturan su fascinación por el enigma de lo musical: el misterioso momento de la creación, su territorio indefinible. ¿Quién compone la sinfonía? ¿Quién elige esa nota y no la vecina cuando el compositor toma el lápiz? El escritor se queda sin palabras para explicar las inscripciones que tiempo después lee en la partitura. Décadas después de componer una pieza escucha una presencia que jamás se le había revelado antes. Laberintos de la memoria musical. Ni al escribir ni al escuchar por primera vez Einstein on the beach pudo advertir que el jazz de Lennie Tristano fluía bajo tierra. Sin invocarlo, sin siquiera oírlo el compositor, Bruckner aparecía en la música de Satyagraha. Lo más distante de la imitación: invasión imperceptible. Efluvios de la memoria que cristalizan en sonoridades. Un río subterráneo que brota sin aviso. La música, dice Glass, no es tradición de rupturas, sino linaje: “el linaje lo es todo”.
La música, más que lenguaje, es un lugar para Philip Glass. No es una narración, un cuento; es un sitio. Un paisaje vivo, un espacio que aloja otras cosas: palabra, cuerpo, imagen. Por eso ha dicho que su música es la intensidad, la energía de Nueva York. La música, una zona específica de la realidad. Más que historias sonoras, experiencias auditivas. El músico que reconstruye su vida no teoriza: no hay que pensar en la música: hay que pensar música, escucharla. Uno de sus maestros tibetanos le dijo alguna vez que había tres mil universos. De inmediato, Glass le preguntó: ¿Será la música uno de ellos? Sí, respondió. ¿Y podré ir ahí algún día? Posiblemente, le contestó el gurú. Cuando escuchó eso, Glass pensó que se refería a un futuro lejano, a una encarnación futura. Revivir en una dimensión musical. Tiempo después pensó que podía habitarse ese mundo en esta misma vida y que, quizá, se estaba acercando a él. ~
(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).