Alberto Manguel
El viajero, la torre y la larva. El lector como metáfora
México, fce, 2014,130 pp.
Muchos escritores se definen como lectores que escriben (y en el fondo, claro, todo escritor es un lector que escribe), pero Alberto Manguel lo es de una manera más profunda y genuina: un escritor que escribe fundamentalmente sobre la lectura. Centrada en su monumental Una historia de la lectura y a lo largo de una ya larga lista de títulos (Diario de lecturas, Lecturas sobre la lectura, Leer imágenes, La biblioteca de noche…), ha construido una obra alrededor del acto de leer. Lo ha hecho con la subjetividad, la libertad, la soltura y el hedonismo propios del ensayista, no como un académico que dicta cátedra o un crítico que pontifica. Este es uno de los rasgos más amables de su escritura: en ella uno percibe de inmediato al lector personal, comprometido, aquel que –para repetir una fórmula flaubertiana que le es cara– lee para vivir (y no es para nada casual que la expresión haya sido escrita a propósito de los Ensayos de Montaigne, libro que enseña a vivir). Manguel es un lector voraz, alguien definido por el hábito de leer, pero que no subordina la vida a la lectura, que tiene claro que la lectura adquiere pleno sentido en la medida en que ilumina y aclara la vida, y nos devuelve a ella con una comprensión más amplia y más lúcida. Se antoja fácil y, a veces, tentador, invertir la fórmula de Flaubert y afirmar que se vive para leer, pero, en última instancia, el buen lector –aquel que precisamente no está encerrado en una torre ni es una larva– sabe que no es posible.
El viajero, la torre y la larva. El lector como metáfora viene a ser los paralipomena de Una historia de la lectura, su apéndice o suplemento. Manguel examina aquí temas que no alcanzó a desarrollar allá, pero su lectura es independiente de ella y puede de hecho servirle como introducción. Lectores que no hayan leído la obra mayor de Manguel, acaso se animarán después de este libro. A partir de tres metáforas clave de la lectura: el lector como viajero o peregrino, encerrado en una torre (de marfil, por supuesto) y como larva o gusano (en español, por cierto, hablaríamos más bien de un ratón), Manguel explora nuestras relaciones con los libros. ¿Cómo leemos? Más importante aún: ¿por qué leemos? Fiel a su costumbre, echa mano de numerosas imágenes para iniciar un tema o ilustrar un punto. Leer a Manguel no es solo un tour de force literario, sino pictórico.
Como lector formado entre libros y como pensador de la lectura, Manguel está sobre todo interesado en los efectos que las nuevas tecnologías tienen sobre lo que podríamos llamar, siguiendo a George Steiner, el acto clásico de la lectura. No cae en un apocalipticismo fácil, tan frecuente al hablar de estos asuntos, pero sí es muy consciente de ciertos riesgos innegables: la dispersión de la atención, el horror a la soledad y el silencio necesarios para la lectura, la falta de lentitud y paciencia. “Todo, se nos dice, está siempre aquí, al alcance de un dedo. No necesitamos viajar hacia ello porque aparece de repente, no necesitamos confiarlo a nuestra memoria porque nuestras memorias electrónicas llevan a cabo esa tarea por nosotros, no necesitamos escudriñar volúmenes interminables porque nuestros motores de búsqueda encontrarán todas las vetas por nosotros… Ahora debemos volver a aprender a leer lentamente, de manera profunda y abarcadora, ya sea sobre el papel o en la pantalla: para viajar con el fin de regresar con lo que hemos leído. Solo entonces, en el sentido más profundo, seremos capaces de llamarnos lectores.”
La imagen de la torre de marfil ha tenido a lo largo de la historia connotaciones positivas y negativas. Manguel las repasa, pero centra su ensayo en uno de los personajes más representativos del aislamiento y la alienación del mundo asociados con ella, el melancólico y dubitativo príncipe Hamlet. Con tino hace ver que Shakespeare (en absoluto un poeta de torre de marfil y que creía firmemente en la realidad del mundo y en nuestro profundo e inevitable involucramiento en él) despreciaba el intelectualismo excesivo de su creatura. Elias Canetti, en su indispensable Auto de fe, caricaturizó con crudeza no exenta de compasión al lector –en concreto, al erudito– refugiado en su torre, escindido de la vida y del mundo, en la figura de Peter Kien, el hombre-libro, cuya tragicomedia consiste por cierto en ser “una cabeza sin mundo”, un idiota cercado de libros. Una lectura que, en lugar de fundirse con la vida (cuestionándola, iluminándola, enriqueciéndola), aparta de ella, corre el riesgo de ser una lectura al mismo tiempo muerta y homicida.
Peligros semejantes al de la torre implica convertirse en un wormbook, que encuentra una de sus formas extremas en el bibliómano, al que le importa más coleccionar libros que leerlos: “es el acumulador de símbolos muertos, reticente o incapaz de dar vida a un libro, pues es el aliento del lector (su lectura encarnada, como argüía san Agustín) el que da vida al libro”. No es la única: el lector superficial que picotea muchos volúmenes, pero no acaba ninguno; el académico, profesor o estudiante, que lee solo con fines escolares; el erudito que, consumido por su especialidad, dejó hace tiempo de ser un verdadero lector. Parafraseando a Alejandro Rossi, podríamos decir que las formas de ser un mal lector son numerosas: el único requisito es no ser analfabeta.
El viajero, la torre y la larva es un libro en apariencia paradójico: es la obra de un lector consumado, de un maestro lector, que advierte acerca de algunos de los principales vicios de la lectura; de cómo esta, la actividad que más puede enriquecer la vida, puede volverse también contra ella. Manguel ha consagrado su vida a la lectura, pero, antes que nada, su lectura a la vida. Ha sabido cumplir a cabalidad la voluntad de Flaubert. ~
(Xalapa, 1976) es crítico literario.