Dolan: todo sobre las madres

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En las películas del canadiense Xavier Dolan siempre hay una madre al que su hijo odia, insulta, adora a distancia, llegando, entre expresiones de amor extremo y dependencia, a golpearla y a maldecirla. Las madres son o viudas, o divorciadas, o con un marido inconexo. Mommy, que le ha sacado del gueto del cine gay y de un cierto malditismo dorado (ganó en el último Festival de Cannes el Premio del Jurado, ex aequo con Godard ni más ni menos, y ha tenido más de un millón de espectadores en Francia), es, de las cuatro que conozco de una filmografía de cinco, la menos ambiciosa y la más convencional, pese al uso del formato fílmico 1:1, que empequeñece y encapsula los fotogramas. Detrás de ese dispositivo técnico hay un fatigoso melodrama de discapacidad adolescente tampoco redimido por el leve apunte de ciencia ficción: la trama se desarrolla en 2015, cuando el gobierno de Canadá ha dictado una ley que permite a los padres de hijos con un déficit de atención por hiperactividad entregarlos, sin más instancia, al Estado. La escena en que Die, la madre de Steve, el chico de quince años que sufre el trastorno, le conduce engañosamente al hospital y lo pone en manos de los loqueros, tiene una gran fuerza dramática, basada en lo que nunca le falta a Dolan, invención visual y libre uso del relato.

Canadiense de Quebec, Xavier Dolan, actor infantil desde los cuatro años, debutó a los diecinueve como guionista y director de Yo maté a mi madre (2008), a la que siguió en 2009 Los amores imaginarios, dos fantasías ancladas en la homosexualidad juvenil y la filiación respecto a una madre exuberante y desordenada que en ambas interpretaba su actriz fetiche, la magnífica Anne Dorval. Dorval es capaz de insuflar humor, locura y patetismo a sus personajes maternales, y así lo vuelve a demostrar en la extraordinaria escena final de Mommy, cuando su vecina y salvadora Kyla (Suzanne Clément, otra presencia regular en la obra del cineasta) le anuncia que se va a vivir a Toronto, dejándola sola en el trato y la compañía de su insufrible hijo Steve. Al lado de estas dos excelentes actrices, Dolan es un intérprete sin registros ni encanto, limitado a poner siempre caras de enfado y dar voces estridentes, eso sí, en el vivaz slang quebecois de los nacidos en Montreal, muy contaminado de anglicismos y casi imposible de comprender para quienes sepan el francés europeo. De hecho, ya en su tercer largometraje, Laurence Anyways, lo mejor de su filmografía, Dolan no actúa, como tampoco en Mommy, aunque podría decirse que todos los papeles masculinos protagonistas, estén o no encarnados por él, son él: seres desubicados, hermosos, impulsivos, que producen una mezcla de fascinación y fastidio emanada seguramente de su radical carácter insolente o su desajuste personal.

Dolan fue niño prodigio pero no es un enfant terrible al modo en que lo fue en el cine galo Jean Vigo o lo es Leos Carax. Su filosofía, cuando la imparte en algún monólogo, es elemental y hasta ñoña, su cultura icónica muy superficial, formada en las portadas de las revistas de moda y en los videoclips, que a menudo se cuelan en sus propios relatos como entremeses vistosos con nada dentro. También me atrevo a decir que sin Almodóvar, Dolan no existiría, o no sería lo que es, por mucho que el joven canadiense, comprensiblemente, trate de negar parentescos con el manchego, prefiriendo dar como modelos estéticos los nombres de fotógrafos reputados y –como inspiradoras de Mommy– las películas Titanic, Batman y Magnolia. De esta obra maestra de Paul Thomas Anderson hay enseñanzas y citas literales en Laurence Anyways, la historia de un profesor de literatura y poeta felizmente casado con la publicista Fred, que un día, a los 35 años, decide hacerse mujer. Cuando, después de una escena muy intensa con su esposa, quien tras un inicial rechazo trata no sin dificultad de entenderle y ayudarle, Laurence, ya feminizado, va a la casa familiar bajo la lluvia, a pedirle consuelo a su rígida madre, esta se pone al fin de su parte, rompe el aparato televisor al que el padre está permanentemente enchufado y sale con su hijo a la intemperie: les envuelve una nieve de cuento de hadas. Otros magnolianismos aparatosos son la ducha torrencial que le cae de golpe a Fred en su sala de estar, o el revuelo de pañuelos y diversas prendas de ropa de casa en el momento en que Laurence, a punto de ser mujer plena, vuelve a ver a Fred y reanudan su relación. Los fuegos de artificio de Dolan carecen del misterio de los de David Lynch, otra referencia, y del tejido metafórico del cine de Anderson.

Aun así, sus películas da gusto verlas, cuando se supera el tedio de la acumulación de efectos y excursos innecesarios y en la pantalla brilla el ojo infalible y el instinto de narrador inventivo propios de Xavier Dolan. Creador también, además de los guiones y el montaje de sus películas, de los conceptos de vestuario, se tiene la impresión a veces de que los trajes, como los decorados, casi nunca naturales, forman parte de su universo, que, cuando se han visto varias películas suyas, adquiere consistencia, originalidad, poder de hechizo. Usa con frecuencia (y aquí de nuevo surgen los antecedentes ilustres, Cocteau, Almodóvar) las tomas en cámara lenta, logrando que no resulten empalagosas. Y es también un refinado hacedor de encuadres inesperados, hasta el punto de que ciertos fragmentos de sus historias pueden ser leídos como cuadrerías pictóricas en movimiento. Y un memorable brote de genio: tras una hora larga de relato minimizado por el formato 1:1, Steve sale a la calle acompañado de sus dos madres, la biológica y la que le educa, y el propio actor abre con sus brazos los límites de la imagen, que durante diez minutos ocupa la pantalla entera, dejándoles vivir con amplitud y aire libre una pausa de felicidad. Pero cuando esta acaba, vuelve el recuadro cercenado, que de nuevo se abre o libera en la bella secuencia de la excursión del trío al mar, hasta que lentamente se cierra. No hay mundo suficiente en este relato claustrofóbico para el rubio Steve, aunque el final le muestre huyendo de sus celadores. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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