Siri Hustvedt
El mundo deslumbrante
Traducción de Cecilia Ceriani
Barcelona, Anagrama, 2014, 402 pp.
Ya en su anterior novela, Un verano sin hombres, Siri Hustvedt (Northfield, Minnesota, 1955) se sirvió de una protagonista femenina, y ahora reincide con Nuestra Señora de los Abrigos, el sobrenombre con que se conoce a Harry, siendo Harry en realidad Harriet Burden, artista que se ocultó bajo la identidad de otros tres artistas, todos ellos hombres: el atractivo Anton Tish, Phineas Q. Eldridge (un mulato amanerado) y Rune (una celebridad del panorama artístico). Y de enmascaramientos va precisamente esta última novela de la valiosa escritora, así como de un mundo artístico azotado por todos los males de nuestro tiempo, empezando por el del dinero.
Hustvedt, quien no duda en documentarse hasta la extenuación si es preciso, ha crecido literariamente libro a libro (de Los ojos vendados, pasando por Elegía para un americano, al altamente recomendable ensayo publicado aquí en 2013 que es Vivir, mirar, pensar) hasta convertirse en una creadora muy sólida y en un regalo para los lectores exigentes. En este caso, como el mundo del arte es uno de sus objetos de interés (es autora del ensayo Los misterios del rectángulo y el protagonista de su novela Todo cuanto amé, Leo Hertzberg, ya era un especialista en arte), articula con pericia esta ácida crítica al “agujero apestoso plagado de propietarios vanidosos que compraban nombres para blanquear su dinero”.
Este mundo de luces y sombras que ha escogido para volcar en él su particular comedia humana, donde Schnabel se pasea por la vida en pijama y un garabato de Picasso en una mugrienta servilleta de papel vale una fortuna, cuenta con antecedentes literarios de valía. De Tala, de Thomas Bernhard al exitoso Arte de Yasmina Reza, sin olvidar El gabinete de un aficionado de Perec o El rosa Tiepolo de Calasso. Y entre nosotros La cabeza de plástico, de ese francotirador genial que es Ignacio Vidal-Folch.
En esta ocasión, Hustvedt ha inventado a una artista de corpachón generoso y metro ochenta y siete. Burden llevó en vida varios diarios, trazas de algunos de los cuales se incluyen aquí, así como el testimonio de familiares y amigos cuya suma de puntos de vista ofrece un poliédrico retrato. Junto a Felix Lord, su marido, mecenas y coleccionista, ejerció durante tres décadas de perfecta, aunque excéntrica, anfitriona. Harta de todo y de todos, víctima de lo que llama su “soledad intelectual”, decide vengarse de esos ególatras que sabe que jamás le harán un hueco. Huye entonces del Manhattan de los saraos endogámicos, cruza el puente de Brooklyn y compra una casa, donde se dedica a recoger vagabundos que troca en improvisados ayudantes. ¿Una colonia de artistas? Algo similar.
Esta es una enmienda a la totalidad del mundo del arte con un sesgo muy particular: Harry Burden siempre se mostró quejosa respecto del sexismo imperante en el sector artístico, aunque no en un plano superficial (las consabidas pocas mujeres en museos y galerías) sino profundo (una visión androcéntrica del orden simbólico), de ahí que su verdadero propósito “no consistía solo en denunciar el prejuicio antifemenino del mundo del arte sino que, además, pretendía desvelar la complejidad de la percepción humana y cómo las ideas inconscientes respecto a la raza, el género y la celebridad influyen en la recepción de una determinada obra de arte por parte del público”.
Ya fallecida Burden (“la guerrera feminista”), será un espíritu curioso, dispuesto a desvelar qué se esconde tras sus máscaras masculinas, quien nos guiará por el mundillo artístico neoyorquino y sus infatuaciones. Plenamente consciente de que a las mujeres les cuesta infinitamente más que a los hombres hacerse un hueco en el mundo del arte, Harry pone el ejemplo de la mismísima Louise Bourgeois, que no alcanzó la fama hasta que el moma le dedicó una exposición en 1982.
Ya en uno de los textos ensayísticos reunidos en Vivir, pensar, mirar Hustvedt recordaba la figura de George Eliot: “Traductora, erudita, intelectual, novelista brillante, Mary Ann se ocultaba tras la máscara de George. ¡Cómo entiendo que usara ese seudónimo, que quisiera evitar el encasillamiento que conlleva la etiqueta ‘literatura femenina’!” En El mundo deslumbrante hace reflexiones tan atinadas al respecto como decir que en la mayoría de los casos las mujeres artistas reciben reconocimiento cuando ya han dejado de ser objetos sexuales. O bien deja constancia de grandes verdades como que el arte hecho por hombres se paga mucho más caro, para insistir en que “a pesar de las Guerrilla Girls, seguía siendo mejor tener un pene”.
Una crítica feminista muy dura, implacable, y que a la vez nos lleva a otro asunto: ¿se identifica Siri Hustvedt con esa artista de metro ochenta y siete, que acaso sea su propia altura? ¿Le cuesta a ella abrirse camino en este universo donde las portadas de los suplementos literarios se las llevan escritores hombres? No es la primera vez que la autora juega con su propia identidad, disfrazándola (en su primera novela, Los ojos vendados, se servía de su nombre escrito al revés para bautizar a la narradora, Iris…). Intuyo que aquí ha ido mucho más lejos. ~