Un fracaso que vale la pena

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Martín Caparrós

El hambre

México, Planeta, 2014, 610 pp.

En un mundo donde cada cuatro segundos muere un ser humano a causa de la falta de alimentos, no existe quizás un tema periodístico más trillado y, al mismo tiempo, más urgente que el del hambre. En un mundo en el que anualmente mueren nueve millones de personas porque no tienen suficiente de comer –un Holocausto y medio cada año, la población del Distrito Federal y la de Ciudad Neza, muerta de hambre, cada año–, escribir sobre la precariedad es escribir sobre el fracaso: no solo de un sistema económico o de una civilización, sino también el fracaso del lenguaje: ¿cómo narrar la miseria sin caer en el miserabilismo? ¿Cómo narrar la pobreza sin instrumentalizarla en beneficio del mismo sistema que la produce? ¿Cómo luchar contra la degradación de las palabras, contra la hipnosis de las cifras, contra la pérdida del sentido de la frase “cada-cuatro-segundos-muere-una-persona-de-hambre”, una idea que debería hacernos reaccionar, que debería causar algo más en nosotros que una leve incomodidad, una vaga culpa de clase?

Con la urgencia de ponerle rostro y nombre a la miseria, de devolverle el sentido a las palabras, y con la conciencia plena de estar fracasando mientras lo intenta, es que Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) dedicó cinco años de su vida a escribir El hambre, una obra híbrida, a medio camino entre el informe, la crónica periodística y el ensayo. Contratado por la ONU para realizar reportes de población y salud reproductiva en África y Asia, Caparrós comenzó a publicar en su blog, a partir del 2012, perfiles y entrevistas realizadas a hombres y mujeres de diversas regiones de Níger, la India, Bangladesh, Sudán del Sur, Madagascar y Argentina. Las experiencias de estos viajes y estas entrevistas convencieron a Caparrós de escribir sobre la miseria bajo un enfoque más humanista: aquel que explica que no existe el hambre, sino personas que sufren a causa de ella.

El hambre es una crítica a la desigualdad, a la idea contemporánea de propiedad privada, al orden global en el que la comida ya no se produce sino que se compra. Si bien la guerra por los alimentos existe desde siempre y el hambre constante es la condición humana por excelencia, Caparrós argumenta que el hambre en el mundo es producto del fracaso brutal de un sistema que ha generado riquezas para unos pocos y ha cuelto desechables a cientos de millones de personas. Para el escritor, el problema del hambre es un asunto político más que técnico o social: ni el clima, la sobreexplotación del medio ambiente, el cambio climático, la falta de infraestructura agraria, los conflictos humanos, la sobrepoblación ni la corrupción de los gobiernos nacionales son las causas finales de que millones mueran en lo que Caparrós llama “OtroMundo”, esa franja de miseria que se extiende sobre los ciento veintiocho países cuyo pib, en conjunto, es menor a la fortuna del segundo hombre más rico del mundo según Forbes, Carlos Slim, así como en el campo y la periferia de las sociedades de gran crecimiento como Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica, o de países que se pretenden la clase media del mundo, como México y Argentina.

La causa final del hambre mundial es, para el escritor argentino, la desigualdad generada por instituciones neocolonialistas como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, los cuales, a partir del Consenso de Washington, presionarían a los Estados del OtroMundo a reducir su injerencia sobre sus mercados y a implantar programas neoliberales que devaluarían sus monedas, encarecerían el precio de los alimentos, reducirían los aparatos estatales, aumentarían los precios de los servicios privatizados y destruirían los sistemas de salud pública. Tampoco escapan de la crítica de Caparrós las instituciones humanitarias como la FAO y Médicos Sin Fronteras, porque, si bien sus acciones ayudan a salvar algunas de las mil cuatrocientos millones de vidas que se alimentan con menos de 1.25 dólares al día en el mundo –una “curita sobre una hemorragia femoral”–, sus actos de caridad no hacen más que apuntalar el sistema, en vez de cuestionarlo.

Uno de los principales aciertos de El hambre es la capacidad de Caparrós para contar las historias de los desposeídos sin recurrir al melodrama ni a la lágrima fácil. Caparrós posee una sensibilidad que le permite formular las interrogantes más atroces (“Cuando empezó a tener hijos, ¿ya sabía que algunos se le iban a morir?”, le pregunta, avergonzado pero incólume, a la madre de una criatura esquelética) al servicio de la comprensión y de la humanización de las víctimas y en contra de la banalidad de los números y “su capacidad de enfriar realidades”. La poética de Caparrós es capaz de rescatar atisbos de una humanidad preciosa entre un mar de historias atrozmente repetitivas: la madre que llora “como quien canta una canción muy triste”, o el cholito que, formado afuera de un dispensario de comida en Chicago, se defiende de las burlas de sus amigos con un “We all need, güey” al mismo tiempo orgulloso y derrotado.

Uno de los rasgos más reconocibles de la prosa de Caparrós es su estilo: un conjunto de gestos que el escritor emplea constantemente en el conjunto de su obra, entre los que destacan el encabalgamiento de la prosa (“El hambre es un proceso, una lucha del cuerpo / contra el cuerpo”, o “Hay actos que son lo más real de lo real: / salvar / vidas”) y la pulverización de la frase (“Morir aquí es un privilegio; morir, aquí, es un privilegio”). Con estos recursos, Caparrós pretende renovar el sentido gastado de ciertas expresiones al hablar de un tema por demás trillado, cosa que a veces logra y a veces no: hay momentos en los que la lectura se vuelve reiterativa y farragosa por culpa de estos tics que no agregan nada a la contundencia y crudeza de las escenas.

Es posible que, tras finalizar la lectura de El hambre, el lector no termine por aceptar la tesis de Caparrós sobre la responsabilidad última de las oscuras fuerzas globales en el sufrimiento de millones de personas. O puede que sí: que comprenda que la miseria no es solo el resultado de las políticas de los líderes nacionales, de las decisiones individuales o del simple azar. De cualquier manera, Caparrós ha logrado construir una interesante reflexión sobre el fracaso de la literatura para ofrecer soluciones y sobre su poder para desnudar una verdad que usualmente preferimos no ver: que el hambre no es una metáfora ni una entelequia sino una realidad brutal, un horror que constituye, parafraseando al autor, la prueba de que no nos importa que los demás la pasen mal; que no nos importan los demás. ~

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(Veracruz, 1982) es periodista, editora y escritora. Este año publicó dos libros: Aquí no es Miami (Almadía/Producciones El Salario del Miedo/UANL) y Falsa liebre (Almadía)


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