No estaba muerto

El mundo ha conocido muchos métodos de ejecución. Es fortuna para el cristianismo que el preferido de los romanos para esclavos e insurrectos fuese la crucifixión, no la hoguera ni el descuartizamiento ni el empalamiento ni la viviinhumación ni el envenenamiento con cicuta ni el desollamiento.
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El mundo ha conocido muchos métodos de ejecución. Es fortuna para el cristianismo que el preferido de los romanos para esclavos e insurrectos fuese la crucifixión, no la hoguera ni el descuartizamiento ni el empalamiento ni la viviinhumación ni el envenenamiento con cicuta ni el desollamiento. La cruz ha dado escenas tan primorosas y dignas que a veces uno se olvida del espanto de la cruz y admira las formas, la musculatura de los condenados, el paisaje, la composición o los ropajes de María. Mayor viveza le da Matthias Grünewald al suplicio cuando pinta la piel del cristo como nopal. Y pocos, muy pocos artistas, han dejado al salvador en la desnudez que implicaba el tormento.

El nazareno se sumó a un largo inventario de miles y miles de crucificados. Carpaccio es quien mejor se regodeó en estas ejecuciones masivas con su cuadro sobre los diez mil mártires. Cada ajusticiado debió de tener una madre que lo quería. Sobre cualquiera de ellas podría cantarse Stabat mater dolorosa iuxta crucem lacrimosa, dum pendebat filius.

El suplicio estaba diseñado para durar varios días. No solo ha de pensarse en el dolor, la asfixia, la madera que astilla la espalda; también en las moscas que se paran en la cara sin poderlas espantar, en una caramuela que sube por las piernas, en la comezón que no se rasca, en la sed, en el aparato digestivo que sigue funcionando, en el sol que pega y quema, en las noches más largas del mundo; y encima había gente que se paraba a ver el espectáculo de las magulladas desnudeces, hacía comentarios burlones, escupía y arrojaba alguna piedra.

Jesús, por suerte, duró apenas seis horas, de las nueve de la mañana a las tres de la tarde, pues al no ser cristiano sino judío, pendía sobre él la deuteronómica maldición: “No dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero; sin falta lo enterrarás el mismo día, porque maldito por Dios es el colgado”. El paso del tormento a la muerte fue tan rápido en Jesús, que Pilato pensó que se trataba de un truco.

Pilato es uno de los grandes personajes de la literatura. Con apenas unas líneas en un capítulo de cada evangelio sinóptico y dos de Juan ha dejado profunda huella en la imaginación y la cultura. Cualquier novelista envidia esto. El intercambio que tiene con Jesús es breve y profundo. Prosa de oro. Luego viene su sabio proceder. “Viendo Pilato que nada adelantaba”, nos dice Mateo, “tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo.” Grandioso. También luce gran señor en el juicio express que nos cuenta Lucas:

Entonces Pilato le preguntó, diciendo: ¿Eres tú el Rey de los judíos? Y respondiéndole él, dijo: Tú lo dices. Y Pilato dijo a los principales sacerdotes, y a la gente: Ningún delito hallo en este hombre.

Pilato es creador del I.N.R.I. en tres idiomas, que más allá de su significado e infaltable presencia en la cruz, ha pasado a nuestro lenguaje como inri: burla o escarnio. Cuando los sacerdotes judíos le reclamaron el texto del cartel, Pilato inmortalizó otras palabras: “Lo que he escrito, he escrito”, incluso más contundente en el original: “ο γεγραφα γεγραφα”. Además, es suya la celebérrima “Ecce homo”. Si bien éstas son palabras de San Jerónimo, pues Pilato habrá dicho: “ιδε ο άνθρωπος”. A su época se le llama “tiempos de Poncio Pilato” y aún hoy su nombre lo repiten millones y millones de católicos cada vez que hacen su profesión de fe.

Ya muerto el cristo, viene una escena muy hermosa: el descenso de la cruz. En la realidad debe ser un lance grotesco, torpe, de un cadáver contorsionado, malpendiente del madero, que en un descuido se desploma grotescamente al suelo; sin embargo en el arte es una coreografía delicada y armónica, como si el cuerpo muerto fuese dócil, bien articulado y con un peso que no crea esfuerzo en los descrucificadores. Incluso en Rubens, con sus robustas humanidades, la escena es casi ingrávida, como en las pietà.

De inmediato llega la escena con mayor carga emocional y que los artistas del Renacimiento nombraron Compianto sul Cristo morto. Es el apogeo del drama. Hay que ver cómo lloran los angelitos de Giotto, cómo estallan en horror y dolor las Marías de terracotta de Niccolò dell’Arca, y cómo a veces aparece también el erotismo ante ese cuerpo desnudo, acariciado, besado y mojado por lágrimas.

Luego del sepulcro vendrá el evento más importante para el cristianismo: la Resurrección. Importante para la fe, pero no para el arte, porque ¿qué puede haber de dramático, plástico, bello, sugerente o profundo en un tipo saliendo de una covacha? Por el ademán del salvador  venido de ultratumba, algunas obras podrían subtitularse con el popular “no estaba muerto, andaba de parranda”.

Lo mismo pasa en los textos. Luego del esplendoroso drama de la muerte, viene la flojedad de la resurrección y la ascensión. Si aquello no hubiese sido la vida real sino una novela, el novelista habría cometido pecados de Walt Disney devolviéndole el aliento a quien ya lo había perdido. Pero dejarlo muerto habría entrañado un hueco teológico y espiritual, pues a decir de San Pablo: “Porque si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe”. Así será, puesto que ya nadie cree en la resurrección de la carne, ni aún quienes murmuran una y otra vez que esperan la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.

Amén.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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