Una novelista contra la covid-19 en un pueblo del Himalaya

La escritora Anuradha Roy escribe sobre su encuentro con la enfermedad en Ranikhet, Uttarakhand, donde vive.
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El sonido viaja lejos en el aire claro del Himalaya. Las últimas semanas, mientras pasaba despierta buena parte de la noche, ansiosa por amigos y parientes que viven en las grandes ciudades, oía toses roncas –se detenían, tosían otra vez– en la casa junto a la colina.

El hijo mayor había insistido en ir a una boda en Haldwani, a ochenta kilómetros. Volvió y en diez días su familia extendida de diez miembros tenía fiebre. Mantuvo las toses tan silenciosas como pudo. Nadie salía salvo dos hijos, a los que se veía cada día volviendo del mercado con la compra.

Dos semanas después, tras escapar del virus durante un año entero, empecé a tener síntomas. Empezó con un inexplicable malestar estomacal, se transformó en fiebre, dolor de garganta, dolor en todo el cuerpo. Nunca había pensado en serio que alguien de mi familia fuera a infectarse.

La puerta del cielo

Llevamos una vida aislada en Ranikhet, vemos a poca gente. Nuestra casa está rodeada de bosque, y la sensación de soledad es intensa. En el horizonte, podemos ver el Trishul y el Panchachuli. La primera noche de fiebre, incapaz de dormir por el dolor de mi cuerpo, recordé la historia que cuenta el Mahabharata sobre el Panchachuli: los cinco picos representan las “chulhas” o fuegos donde los hermanos Pandava prepararon sus últimas comidas antes de ir al otro mundo. Esta proximidad con la puerta del cielo empezó a parecerme más ominosa que bella.

Ante la falta de instalaciones sanitarias, si estás muy enfermo en Ranikhet tienes un pie firmemente puesto en la puerta del cielo. Hay un hospital público muy básico y un hospital militar demasiado superior para aceptar a gente normal. El ejército ha tenido la amabilidad de poner un anuncio en su hospital donde permite a los civiles enfermos “registrarse” allí. ¿Qué haríamos si estuviéramos infectados y en estado crítico? A lo largo del último año hemos alejado repetidamente esta preocupación.

Como a la mayor parte de la clase media, la idea de que pudiéramos estar alguna vez tan desesperados como para necesitar un hospital del gobierno no se nos había ocurrido nunca. Como el investigador en salud pública de Columbia Kavita Sivaramakrishnan señalaba en una entrevista reciente, desde las liberalizaciones de los años 90, India ha rechazado la tarea poco glamourosa de la salud pública. Ser de clase media en India ha sido sinónimo de tener acceso a asistencia sanitaria de élite, y los hospitales públicos eran infiernos destinados a los pobres.

Se necesitó una pandemia para convertir a las clases medias en clases marginadas, en busca de medicamentos, camas, oxígeno. ¿Habría sido tan vehemente la indignación contra Modi si sus acciones no hubieran acabado con los adinerados sintiéndose tan desamparados como aquellos que siempre han podido mantener una distancia?

En la casa de al lado está Nina, una ASHA, una trabajadora sanitaria en primera línea. Por 5.000 rupias al mes [56 euros], que a menudo no se pagan durante mucho tiempo, su trabajo es hacer seguimiento de las embarazadas y los recién nacidos. Apenas hay médicos, y Nina y sus compañeros atienden llamadas en crisis y guían a la gente en el proceso de vacunación en el hospital. Su teléfono suena todo el tiempo.

Una noche llamó una mujer para decir que su marido no podía respirar. ¿Qué podía hacer? Sin equipo para atender esos casos, Nina le dijo a la mujer que llamara al 180 (un servicio de ambulancias) y que fuera al hospital de covid más cercano, en Almora, a unos 45 kilómetros. Eso significaba dos horas de carreteras tortuosas para el hombre gravemente enfermo. El hospital informó de su muerte al día siguiente. A la familia no se le permitió ver el cuerpo.

Estoicismo y superstición

Las muertes se han multiplicado en Ranikhet, una localidad tan diminuta que es casi una aldea, donde todo el mundo se conoce. Hay un aumento misterioso en el número de gente a la que han dicho que tienen “tifus” [tifoides], una enfermedad prácticamente desconocida aquí hasta hace poco. Causa fiebre alta, vómitos, una debilidad duradera. Pocos se hacen la prueba de la covid, pero si das positivo te dan un kit.

Parece una cruel reformulación de las viejas bolsas de los picnics, con samosas suaves y pasteles pegajosos. Te dan una bolsa con cremallera llena de pastillas: Azithromycin, Ivermectin, Crocin, cinc, Vitamina C y D, mascarillas quirúrgicas. Resulta emocionante ver lo heroico que es el diminuto equipo sanitario local, como el holandés que intentó detener una inundación taponando una fuga en la presa con uno de los dedos.

Cuando el kit no funciona, el hospital local envía a los pacientes a Almora. La razón por la que mis vecinos carrasposos mantienen su enfermedad en secreto es que temen que se los lleven. Pocos vuelven de allí. Uno podría imaginar que la gente de Ranicket estaría furiosa con el Estado. Que preguntarían por qué regiones como la nuestra apenas tienen hospitales no desastrosos. Culparían al gobierno por celebrar fiestas religiosas y elecciones en una pandemia. Pero no lo hacen, en parte porque los jóvenes ven el Estado como la manera de obtener una sinecura para el resto de su vida, y en parte porque no ven una alternativa a Modi. Su respuesta es estoicismo, fatalismo y superstición.

Abandonados por los gobiernos desde tiempos inmemoriales, la mayoría carece de expectativas hacia ellos. La catástrofe de alguna variedad es la norma cotidiana, y esta solo es sorprendentemente severa. Entienden que el virus subyacente es el criminal Estado indio: no da educación ni salud pública. Todos sabemos que debemos encontrar nuestros propios recursos. En las ciudades puede haber redes de Twitter y WhatsApp para obtener oxígeno y plasma; en pueblos aún hundidos en una pobreza y analfabetismo enormes, la gente confía en el té y las oraciones.

Sobre todo en las oraciones. En la cúspide del Olimpo del Himalaya está Modi. Como muchos dioses, tiene dos cabezas, es a la vez divino y humano. Su poder inmenso e implacable, combinado con sus mandatos acusatorios sobre el yoga y los exámenes de los niños, hace de él el patriarca familiar que también es el salvador de la nación, un dios demasiado grande como para caer. Con su hirsutismo nuevo y abundante, su piel brillante, su ropa ondulante y su cuerpo moldeado por el yoga, cultiva el caminar de los sabios del Mahabharata. Es Dara Singh como hombre-dios hindú.

Y sin embargo, como Modi habla el crudo hindi de las calles y sus orígenes, tan publicitados, son humildes, la población pobre puede identificarse con él. Les da esperanza: en la sociedad india, dominada por las castas y desigual, uno de los suyos pudo escaparse y hacerse dios a pesar de su falta de educación formal y en inglés. Que se esté construyendo un palacio en medio de la muerte y la devastación no es sorprendente. Es lo que los hombres dioses y los emperadores hacen.

Respirar los muertos

Un día después de mi infección una amiga me había mandado un pulsómetro y comida. “No estás sola”, me escribió, “estamos todos… saldremos de esta”. Otra vino una tarde en silencio y dejó una tarta casera en nuestra casa. Recetas, ejercicios respiratorios, llamadas: todo llegaba de amigos y parientes.

Durante la pandemia es la gente quien se ha ayudado entre sí –desconocidos, amigos–, se han formado redes de la noche a la mañana para tratar con crisis complejas. Los ciudadanos han dado un paso al frente donde el Estado estaba ausente. Nos hemos mantenido a flote unos a otros. En las horas en que podía estar despierta leía Unless, la novela sabia y reflexiva de Carol Shields. “Resulta que estoy pasando un periodo de gran infelicidad y pérdida”, empieza la novela. Y mientras la narradora intenta comprender su dolor, se pregunta si no es posible “pensar que la bondad, o la virtud si quieres, podría ser una ola o partícula de energía”. Si no fuera una partícula tangible de energía que anima grandes cantidades de gente, ¿cómo habríamos sobrevivido a lo que estamos pasando? Ninguno de nosotros se ha librado de sus efectos. Desde Delhi llegan informes sobre vientos que traen ceniza de madera: está en el aire, a causa de los miles de cremaciones. Están respirando los muertos.

Los hornos arden sin cesar, los ríos arrastran cadáveres. Se cortan árboles en ciudades con escasez de zonas verdes para construir piras funerarias. Miro mi lista de contactos y llamo a la gente para ver si sigue viva. Me da miedo leer las noticias.

En Ranikhet, para llegar a la zona del crematorio hay que bajar una cuesta pronunciada. Llegas a un montículo con un templo y un par de bancos. El hombre que dirige el lugar es, extrañamente, un bengalí como yo, que vino a estas montañas desde Kolkata hace mucho. Tiene el aire de un recluso salvaje y hace las cremaciones en la orilla del diminuto arroyo que pasa ante el templo.

La estrecha ribera junto al arroyo solo tiene espacio para una pira cada vez. Siempre ha sido suficiente. Es un lugar tranquilo, idílico a pesar de su lúgubre propósito. Hay un cielo azul por encima, aire limpio, bosques de pinos por todas partes. No hay escasez: kilómetros de madera resinosa para quemar.

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en Scroll In.

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Anuradha Roy es escritora. Su última novela publicada en español es Los pliegues de la tierra (Salamandra, 2013). En septiembre publicará su quinta novela, Earthspinner.


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