Urbanidad marrullera

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Es difícil conocer en una sola vida el infinito repertorio de marrullerías que los mexicanos empleamos a diario en el trato social, pero con la experiencia y la observación de nuestro carácter uno aprende a detectar las más recurrentes. Cuando el solicitante de un favor quiere obligarnos a cederle tiempo, dinero o trabajo, se dirige a nosotros en los términos más comedidos y zalameros, pero ese trato reverencial no presupone el respeto a nuestro albedrío: más bien busca nulificarlo. Si una obsequiosa maestra de literatura me invita a dar una charla gratuita en un CCH, y a pesar de sus alabanzas yo me niego a regalar mi trabajo, sé que me guardará un rencor eterno, porque la quema de incienso previa era solo una artimaña para nulificar mi voluntad. Su venganza, entonces, consistirá en tildarme de mamón y engreído, porque en México el no es una palabra mucho más hiriente que las mentadas de madre y quien la pronuncia a menudo se hace fama de ogro. Lo anterior me sucedió en fecha reciente y la maestra en cuestión quedó tan resentida conmigo que azuzó a sus alumnos en mi contra y ahora me tildan en Facebook de “pinche intelectual huevón”. Más vale, entonces, ignorar ese tipo de invitaciones, pues si me tomo la molestia de justificar la negativa con una excusa real o inventada (viaje, enfermedad, exceso de chamba), de cualquier modo mi respuesta le parecerá mezquina o grosera al solicitante del abusivo favor, pues todo el mundo cree que los escritores, como los abogados y los médicos, tenemos el deber social de prestar servicios gratuitos.

Quien pide un favor encajoso no debería tomarse a pecho una negativa previsible. Pero como la edulcorada cortesía mexicana en el fondo pretende excluir esa posibilidad, nuestra sociedad aloja en su seno a un vasto ejército de gandallas que tachan de soberbio y gruñón a quien no se deja embaucar por sus modales de terciopelo. Excluyo de esta tipología a los mexicanos del norte, porque ellos no son “jarrito de Tlaquepaque”, y su franqueza los exime de la susceptibilidad enfermiza que predomina en Mesoamérica. Del Trópico de Cáncer para arriba, México es un país con reglas sociales más claras, en donde la gente no tiene que medir tanto sus palabras ni derramar litros de almíbar para dirigirse a los extraños. Pero yo he vivido la mayor parte de mi vida en el altiplano y aquí predomina la finura churrigueresca. Después de tantos años de esgrima social, todavía no sé defenderme bien de algunas marrullerías que me toman por sorpresa, por ejemplo, la del aparente amigo que llama a tu casa, te propone un encuentro y, en vez de fijar enseguida la fecha y el lugar de la cita, te pide que lo llames dos o tres días después para confirmarla, como si fuera miembro del gabinete presidencial.

Detrás de este comportamiento hay un retorcido mecanismo de valores entendidos. Quien exige confirmaciones oficiosas al cuarto para las doce en realidad no quiere tener el encuentro pactado por compromiso, pero espera que uno le agradezca su buena intención, sin creer, por supuesto, en la veracidad de la propuesta. Según el libreto social, en esos casos la persona “bien educada” no debe hacer la llamada confirmatoria solicitada por su interlocutor, pues se topará con un aplazamiento indefinido. Pero descifrar esas señales de humo requiere varios años de aprendizaje. ¿No es mejor cortar por lo sano y simplemente mantenerse a distancia de las personas que no queremos ver? Desde luego, pero entonces el trato con ellas se volvería tirante y áspero, algo que un tejedor de relaciones debe impedir a toda costa, pues la clave de su éxito social es mantener con todo el mundo un falso tono de calidez.

Remar contra la corriente de la urbanidad marrullera no es fácil, porque la infracción de sus reglas no escritas se castiga con el ostracismo. Quien vaya por la vida negándose a respetar estas normas de fingimiento se arriesga a despertar odios y recelos por doquier. Pero el predominio de la política sucia en el trato social es uno de los factores que nos condenan al inmovilismo político. La prostitución de la amistad, su adulteración sistemática con fines egoístas, probablemente sea el origen de muchos de los males que padecemos en México. Cualquier forma de organización social exige confianza en el prójimo y ese tipo de comportamientos tienden a minarla. Según me cuenta un amigo alemán, en su país la exigencia de confirmar y reconfirmar citas se considera una grave falta de educación. Allá la palabra tiene un poder vinculante y es inconcebible que alguien proponga un encuentro con la secreta intención de no llevarlo a cabo. Son menos gregarios que nosotros, pero cuando dicen que quieren ver a un amigo, lo dicen en serio. Debe ser muy relajante vivir en un país donde la urbanidad no tiene los dados cargados ni es preciso vivir en guardia contra el virus omnipresente del doble lenguaje. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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