El argumento central del feminismo en su lucha por los espacios políticos ha sido su carácter de avanzada en cuanto a la justicia social. Las sufragistas inglesas y estadounidenses, de estirpe liberal, insistían en que la educación de la mujer, el cuidado de su salud y la participación en los asuntos públicos a través del sufragio se traduciría en una mejor crianza de la infancia, es decir, de los futuros ciudadanos y ciudadanas de la nación. El cambio social radical planteado por las socialistas partía de las efectivamente lamentables condiciones de vida de la mujer proletaria, sometida a extenuantes jornadas de trabajo, a partos en condiciones desfavorables y a una vejez miserable. El tema de la libertad en cuanto realización plena del individuo, asunto central del pensamiento ilustrado, no fue entonces la punta de lanza del feminismo ni lo es actualmente, más allá de los temas sexuales y reproductivos. Así lo señala la filósofa estadounidense Linda Zerilli en El feminismo y el abismo de la libertad (2005), texto que propone que el feminismo debe rescatar esta noción desde una dimensión contemporánea; se trata de la libertad como práctica teórica no gobernada por reglas, práctica inaugural de acción, práctica constructora de mundo en tanto promesa y práctica crítica de opinión.
Zerilli parte del señalamiento de la filósofa Hannah Arendt en cuanto a la reducción de la democracia a bienestar social, dimensión que puede inducir al conformismo respecto al ejercicio permanente de la reinvención y constitución de la esfera pública. La crisis actual de la democracia en el mundo le debe, no poco, al acotamiento de lo público a la satisfacción de necesidades materiales. Cuando los derechistas populistas arremeten contra “la izquierda” (en la que incluyen a todos los tipos de feminismo, sin excepción) lo hacen en el nombre del pueblo desplazado y empobrecido por culpa de la globalización “progre”. No otra cosa han hecho Donald Trump o el Frente Nacional francés, cuya figura cimera es, por cierto, una mujer, Marine Le Pen. Desde el otro extremo, la izquierda jurásica de Venezuela, Nicaragua y Cuba arremete contra el pluralismo y las libertades de todo tipo en nombre de “los pobres”. La libertad, por lo visto, es un punto hoy día espinoso.
Vale la pena abordar a algunas feministas actuales desde la importancia relativa de la libertad en su pensamiento frente al énfasis en la justicia. La filósofa liberal estadounidense Martha Nussbaum, en Las mujeres y el desarrollo humano. El enfoque de las capacidades (2012), explica que sin políticas públicas adecuadas no es posible que las mujeres –vistas en sus respectivos contextos culturales, sociales y religiosos– desarrollen sus capacidades relativas a la creatividad, la participación en las decisiones políticas, la pertenencia religiosa, el dominio de su propio cuerpo y las actividades laborales. Aunque su postura remite de manera limitada al feminismo situado (clase, raza, orientación sexual), propone la construcción de una universalidad cualitativamente distinta a la formulada por instrumentos como la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No se basa nada más en principios jurídicos sino en el reconocimiento de capacidades humanas universales pero cuya realización puede ser diferente. Por ejemplo, no es lo mismo escoger el celibato como estilo de vida que ser sometida a la ablación del clítoris, la cual impide el ejercicio de una capacidad humana, la de sentir placer con el sexo. Desde una perspectiva auténticamente liberal, Nussbaum proclama que ninguna instancia colectiva puede sacrificar al individuo en aras de sus propios fines, por más legítimos que sean desde una perspectiva religiosa y política.
En cambio, para la antropóloga argentina Rita Laura Segato (La crítica de la colonialidad en ocho ensayos y una antropología por demanda, 2013) el sujeto –la sujeta en este caso–, se vuelve agente capaz de incidir en su vida colectiva cuando asume su definición histórica como parte de un grupo colonizado. El sujeto no vale en tanto individuo, como en el caso de Nussbaum, sino en tanto deviene agente del bien común. A Segato le preocupa lo que ha calificado de violencia genocida contra la mujer, relacionada desde su punto de vista con la razón colonial: racismo, patriarcado, supremacismo científico. La difícil relación del feminismo con la tradición vista como lucha anticolonial no se le escapa a Segato, pero se inclina por la negociación a través de esquemas de democracia directa y una participación limitada de la entidad colonial por excelencia, el Estado. La libertad como ruptura, pensamiento sin ataduras, libre expresión y reafirmación de lo nuevo resulta entonces problemática, porque requiere del sujeto considerado en tanto individuo dotado de consciencia y razón. No en balde, la filósofa turco-estadounidense Seyla Benhabib (Reivindicaciones de la cultura. Igualdad y diversidad en la era global, 2006) refiere que la mujer como sujeto político puede reafirmarse en su calidad de paria, de figura solitaria que se autoexcluye de la colectividad, cuando los valores comunitarios se anquilosan.
La libertad dentro del feminismo trasciende, pero incluye el adueñarse plenamente del propio cuerpo –lucha central del activismo feminista de base orientado a temas como el feminicidio–, los derechos sexuales y reproductivos, la violación y el acoso. Se trata de asuntos absolutamente ligados a la libertad en cuanto a decisiones cotidianas de vida, lo cual justifica la atención y la pasión militantes de la que son objeto. No obstante, la libertad debe por fuerza plantearse como espacio de habla y escritura liberadas de corsés, como invención de la realidad desde la práctica política y como espacio de solidaridad en medio de las inevitables diferencias. El espacio político del feminismo es más amplio que el de las leyes o el de las luchas de las bases por causas específicas, pues atiende al universo total de la vida. La reafirmación de la libertad desde el feminismo es prioritaria en esta época de extremismos políticos y socavamiento del pluralismo en nombres de causas como “la patria”, “los pobres” o “el verdadero pueblo”. El feminismo sin libertad estética, política, filosófica y cotidiana se degrada a militancia fanática o ejercicio burocrático y es cooptado por opciones autoritarias. No debemos permitirlo.
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.