La cena final de Jesús con sus doce discípulos fue muy distinta a la que representó Da Vinci, sobre todo en distribución y vestimenta de comensales, así como de ambiente y mobiliario. Cualquier anfitrión sabe que es difícil acomodar y servir a trece hombres hambrientos. Hace falta mucho pan, vino y de seguro no alcanza con un corderito. Menos si Pedro quiere toda la riñonada.
Arqueólogos dicen que esa noche los apóstoles pudieron comer frijoles, aceitunas y una mezcla de frutas frescas y frutos secos. Digo frijoles por no decir judías. Entonces no había cubiertos y la vajilla sería mayormente de barro.
Tocante a la logística, más fiel a la realidad parece una Última cena de Tintoretto, pues abre el campo de visión y deja que observemos cocineros, meseras y un hombre con dignidad de maestresala atendiendo a los santos glotones; aunque la obra se vuelve fantástica porque el pintor pone a flotar un montón de angelitos como humo de cocina. Tiene Tintoretto otras obras con el mismo tema, también bellas, coloridas y sugerentes, en las que algunos de los discípulos parecen ebrios, y Juan ya está durmiendo la mona, quizás por eso no habla en su evangelio del momento más importante de la cena: la institución de la eucaristía.
Y sin embargo, Juan tenía que estar despierto, pues participa en el incidente más dramático de la cena.
“De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar.” Entonces los discípulos se miraban unos a otros, dudando de quién hablaba. Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba recostado a su lado. A éste, pues, hizo señas Simón Pedro, para que preguntase quién era aquel de quien hablaba. Él entonces, recostado cerca del pecho de Jesús, le dijo: “Señor, ¿quién es?” Respondió Jesús: A quien yo diere el pan mojado, aquél es. Y mojando el pan, lo dio a Judas Iscariote hijo de Simón.
Me gusta este Jesús, pues no responde “Judas”, tampoco lo señala con el dedo. Con fórmula presiciliana dice: “A quien yo diere el pan mojado”.
Suelo recordar esta escena cuando remojo un pan en aceite de oliva. Si bien la mayoría de los conocedores ven en esta escena pan remojado en vino.
La Biblia en Lenguaje Actual, que está llena de humor involuntario, pone en boca de Jesús: “Es el que va a recibir el pedazo de pan que voy a mojar en la salsa”. Andaban antojadizos los traductores, y es de extrañar que no hayan usado el verbo “sopear” o “chopear”.
El misterio viene en ese momento. Judas se zampa el pan. “Y después del bocado”, nos dice el evangelio, “Satanás entró en él.” Razón de más para pensar que lo mojó en aceite de oliva, pues esa noche el vino sería sangre de Cristo, no licor satánico. Este suceso da para que durante dos mil años la pregunta siga vigente: ¿Quién traicionó a quién? Pues aquí ya Jesús no está en plan siciliano y más parece adoptar la usanza de una banda de goteras.
Judas es buen discípulo, aprende la lección y, cuando vuelve al monte de los Olivos, no dice “ése” ni señala con el dedo. Le da un beso al tiempo que pronuncia: “¡Salve, maestro!”. Este momento lo pintó Giotto con un beso de trompita alarmantemente bucal, mientras de modo trapero Pedro le mocha la oreja a Malco. Mateo nos cuenta que en breve a Judas se le pasa el efecto de la droga que le pusieron en el pan mojado con vino o aceite o salsa endiablada y se arrepiente y se cuelga.
A las pocas horas muere Jesús en la cruz, baja a los infiernos y sin duda le sorprendió ver allá abajo a su discípulo.
“¡Salve, maestro!”, Judas le habrá dado un beso más sincero.
“¿Qué haces aquí, Iscariote?”
“Me ahorqué.”
La visita de Jesús era breve. Tenía que subir al tercer día. Ahora más que nunca sentía ganas de estar allá arriba en la tierra porque las tres Marías estaban sazonándole el cuerpo desnudo.
“¿Me perdonas, maestro?”
Habían sido amigos. Compañeros de aventuras, comilonas y borracheras. Correligionarios. Jesús le había dicho a los doce: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado… Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos”.
Judas repitió su pregunta: “¿Me perdonas?”
El mundo tardó mil trescientos años en conocer la respuesta. Hubo de bajar Dante al averno para traer noticias. “Quell’anima là su c’ a maggior pena é Giuda Scariotto”. Judas Iscariote es el alma que más sufre. Patalea desesperado mientras un monstruo entre ave y murciélago lo machaca, lo mastica y le araña la espalda descarnada.
Judas está por cumplir dos mil años en ese tormento. Y cuando la interminable devoración del monstruo le da un segundo de paz, entre mordisco y mordisco, piensa en aquel mandamiento del maestro: “Que os améis unos a otros, como yo os he amado”.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.