Ilustración: Manuel Monroy

El futuro del libro

Desde hace algunas décadas se viene vaticinando, sin éxito, la muerte del libro, al tiempo que su producción aumenta a ritmo acelerado. Es poco probable que los libros dejen de escribirse o publicarse; otra cosa es que algunas formas de publicar pierdan importancia o lleguen a desaparecer.
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Cuando Mark Twain supo de un obituario que le dedicaron, mandó al periódico un cable que decía: “Las noticias de mi muerte son un tanto exageradas.”

Cabe decir lo mismo de la muerte del libro. Algunos piensan que no tiene futuro, pero la producción sigue creciendo, y cada vez más.

No es de creerse que, algún día, los libros dejen de ser escritos y publicados. Otra cosa es que algunas formas de publicar pierdan importancia o lleguen a desaparecer.

Un texto puede volverse público de muchas maneras: De memoria, como la Ilíada. En piedra, como el Código de Hammurabi. En tablillas de arcilla escritas con punzón (cuneiformes), como el Poema de Gilgamesh. En rollos de papiro, como en la Biblioteca de Alejandría. En rollos de pergamino, como en la Biblioteca de Pérgamo. En tablillas de madera encerada, como las romanas. En códices de amate, como los prehispánicos. En papel de arroz, impreso con bloques de madera en chino. En pliegos encuadernables de papel impreso con tipos móviles, como la Biblia de Gutenberg (1455).

La industria editorial nació y creció durante cinco siglos con este paradigma. Pero Marshall McLuhan lo cuestionó en The Gutenberg Galaxy: The making of typographic man (1962). En su opinión, la televisión destronaría el libro y recuperaría la cultura oral. Sin embargo, del año 1950 (cuando empezaba a prosperar la televisión) al 2000, el número anual de libros publicados en el mundo se cuadruplicó: llegó a un millón de títulos.

Y ha seguido aumentando. Según la Wikipedia (“Books published per country per year”) anda por los 2.2 millones de títulos al año. Que implica un crecimiento acelerado: de cien títulos por millón de habitantes en 1950 a 167 en 2000 a unos trescientos en 2020.

La televisión y la radio difunden, no fijan.

El cine sí. Pero, fuera de los textos que imponen respeto, como los de Shakespeare, lo que predomina en las películas no son los textos, sino las imágenes, las actuaciones, la acción. Netflix compite con las salas de cine, no con las novelas.

El texto es lo fundamental en los audiolibros: grabaciones de libros leídos en voz alta por un locutor, ya sea en cintas magnéticas (que tienden a enredarse) o en discos de grabación óptica.

Pero no se escribe y publica para circular así. Los audiolibros son útiles para ampliar el acceso a libros que ya existen impresos. Para los ciegos, compiten ventajosamente con las ediciones en braille. Para un viaje en avión, pesan menos que un libro.

Lo mismo sucede con los libros microfilmados: son un formato auxiliar de los impresos. Hacia 1930, la Biblioteca del Congreso aumentó en millones de páginas sus acervos microfilmando libros de la Biblioteca Británica. Las bibliotecas que resguardan incunables (libros publicados antes de 1501) no permiten consultarlos físicamente, sino microfilmados o digitalizados.

La microfilmación fue un avance, pero ha venido a menos porque requiere equipo especial para leer.

Cuando aparecieron los disquetes magnéticos y luego el CD-ROM óptico (compact disc read only memory, castellanizado como cederrón), se dijo nuevamente que el libro no tenía futuro. En un solo disco caben cientos de libros, no solo legibles en una computadora, sino explorables con buscadores para encontrar palabras de interés. Pero no sucedió. Desaparecieron los disquetes, y el cederrón va de salida, no el libro.

Luego llegaron el DVD (digital versatile disc, devedé), la USB (universal serial bus, con memoria flash) y la web.

El desarrollo de la web y del libro electrónico (ebook) enriqueció la difusión del libro, gracias a Michael S. Hart, que en 1971 emprendió el generoso Proyecto Gutenberg: una biblioteca pública universal de libros electrónicos que da acceso gratuito a libros en el dominio público. Parecía utópico, sobre todo porque se emprendió y prosigue con trabajo de voluntarios, pero ya tiene más de 60,000 títulos (www.gutenberg.org). Además, inspiró y apoya un proyecto paralelo de Hugh McGuire, creador de LibriVox: una biblioteca pública gratuita de audiolibros leídos por voluntarios, que ya tiene casi 40,000 títulos (www.librivox.org). También ha inspirado proyectos comerciales: Google Books, Netflix, Spotify.

Un problema de los libros electrónicos es que se vuelven obsoletos. Los equipos y programas necesarios para leerlos desaparecen, sustituidos por otros mejores. La Biblia de Gutenberg todavía es legible, ya no se diga los libros vendidos con cederrón adicional: diez años después, la versión digital ya no sirve.

Todas las nuevas formas de publicar adolecen de limitaciones. Hojear un libro impreso es importante y fácil, pero hojear un audiolibro o un libro electrónico es complicadísimo. Tampoco es fácil volver atrás, releer, saltarse cosas que no interesan.

Un libro impreso se lee al paso lento o rápido del lector. En los nuevos medios, el paso lo marca el aparato. Un disco o cinta cuya velocidad se altera no se entiende: deja de ser legible.

Las innovaciones no siempre eliminan las soluciones previas. Las repliegan a nichos de aplicación donde no han sido superadas. El cobre no dejó de usarse cuando se inventó el acero, ni el acero cuando se desarrollaron los plásticos.

Las noticias de la muerte del libro son un tanto exageradas. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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