Retrato de una incipiente democracia

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Mauricio Merino

El futuro que no tuvimos. Crónica del desencanto democrático.

México, Planeta 2012, 334pp.

El más reciente libro de Mauricio Merino es una crónica de los casi nueve años que van desde noviembre de 2003 hasta julio de 2012, mismos que el autor llama el “período del desencanto”. El volumen contiene una selección y edición de las colaboraciones semanales del autor para El Universal. Más que un análisis retrospectivo es un relato por entregas al que no le falta tensión.

Uno de los argumentos centrales del volumen es que los acuerdos, instituciones y actores políticos que permitieron la transición democrática han sido insuficientes para consolidar el régimen. Con ello se refiere, por ejemplo, al acuerdo político que produjo la reforma electoral de 1996 –reforma definitiva, según esto–, al Consejo General del ife de 1996 a 2003, a un código electoral vigente por más de diez años. Con tales reglas y actores, observamos el primer gobierno sin mayoría en la Cámara de Diputados en 1997 y la primera alternancia presidencial en el 2000.

De entonces a la fecha las cosas comenzaron a descomponerse. Según el autor, un primer síntoma del rompimiento de tales acuerdos fue haber dejado fuera al PRD de la integración del Consejo General del IFE de 2003. Otro más fue el creciente encono entre Vicente Fox y López Obrador, ilustrado con claridad por el fallido intento de desafuero. El “peor escenario imaginable” fue el resultado de la elección presidencial de 2006: un estrecho margen en contra de quien parecía el seguro ganador al inicio de la campaña, seguido de un conflicto que llevó al límite a las instituciones electorales. El último episodio de este período de desencanto lo marcaría el regreso del PRI a la presidencia en 2012. Todo un desastre.

Lo mejor de El futuro que no tuvimos es la agudeza y claridad con que el autor diagnostica los problemas de nuestro sistema político y su incipiente democracia. De hecho, anticipa cual Casandra muchos de los conflictos y desencuentros del período. Otro aspecto notable es el reiterado énfasis en la importancia de las reglas e instituciones, “la plomería de la democracia”, por encima de las personalidades sin dejar de recordarnos que, por desgracia, las reglas de la política son escritas por los mismos actores que más tarde intentarán romperlas.

Coincido con Mauricio Merino en que, si comparamos el período 1994-2002 con el 2003-2012 es difícil no desencantarse. Sin embargo, no estoy tan seguro de que la consolidación de una democracia dependa de cuán encantados o desencantados nos encontremos. Por un lado, el desencanto es casi inevitable. Las promesas y expectativas de la transición –pensemos en la alternancia del año 2000– fueron tan elevadas que era muy difícil no decepcionarse con el desempeño de Fox primero y Calderón después. Por otro lado, resulta difícil determinar cuál es el nivel de acuerdo o conflicto que se puede esperar o desear en una democracia en proceso de consolidación.

¿Cuál sería el veredicto sobre el período 2003-2012 en México si, en vez de compararlo con los años inmediatos anteriores, lo comparáramos con el desempeño de otros países u otras transiciones? Aquí la clave sería elegir con qué países y qué años vale la pena hacer la comparación. Quizá nos fue mejor que a la Venezuela de Chávez. Quizá nos fue peor que al Brasil con Lula. Quizá nuestra transición a la democracia no estará completa hasta que tengamos reelección, pieza clave de todas las democracias consolidadas.

¿Cuál es, precisamente, el futuro que no tuvimos? No lo sabemos del todo porque no resulta sencillo determinar causas y efectos al analizar un solo caso. ¿Qué se habría dicho si el PRI hubiera mantenido la presidencia en el 2000? ¿Qué se diría del ife en 2006 si López Obrador hubiera ido al primer debate y ganado? Recordemos que amlo se quedó a menos de 240 mil votos de la presidencia. ¿Y qué pasaría si la segunda alternancia en 2012 hubiera sido hacia la izquierda en vez de una vuelta al PRI? Todas estas preguntas son contrafactuales no observados pero ayudan a dilucidar qué peso corresponde a las reglas y qué peso a las decisiones propias de los actores clave de nuestra historia política reciente: los candidatos y los votantes.

La crónica concluye en julio de 2012. Si hubiera concluido ocho meses después tendría que hacerse cargo de acuerdos políticos como el Pacto por México o la reforma educativa que difícilmente podrían haberse anticipado al día siguiente de las elecciones. No digo esto en detrimento del volumen –toda crónica debe terminar en algún punto– sino como evidencia de que la evaluación de la joven democracia mexicana es muy sensible aún al período de análisis. En julio de 2000 pocos habrían anticipado el regreso del PRI en 2012 o el crecimiento de la izquierda con López Obrador. En enero de 2006 pocos habrían anticipado la derrota del puntero inicial. Al mismo tiempo, el inacabado proceso de reformas políticas y electorales recientes sugiere que seguimos en un período de prueba y error propio de una transición.

Comparado con los años de transición, el ritmo de avance fue mucho más lento en la década pasada. Pero también es cierto que una característica de los regímenes democráticos es que el cambio mismo es lento y esporádico. Es cierto, muchos actores políticos no han estado a la altura de las circunstancias y exigencias de la sociedad. Sin embargo, de un tiempo a esta parte los votantes no han dejado de demostrar una refrescante capacidad de castigar a los malos gobiernos tanto locales como federales. Lo hicieron en 2000 con el PRI, y lo repitieron en 2012 con el PAN. Desde el punto de vista de los electores, la pluralidad del Congreso llegó para quedarse. Pero nadie debe confiarse. Como bien concluye Merino: “la agenda democrática de la sociedad debe defenderse por encima de todo y de todos. Ni un paso atrás”. ~

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(Puebla, 1972) es doctor en economía y profesor-investigador de la División de Estudios Políticos del CIDE.


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