Vuelta al reino de los hongos

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Sergio Galindo

El hombre de los hongos

Xalapa, Universidad Veracruzana, 2010, 93 pp.

 

Sergio Galindo (Xalapa, 1926-Veracruz, 1993) no fue un favorito de la fama. Escritor de provincia, funcionario cultural y universitario, hombre de perfil discreto y ajeno a las modas literarias, no poseía ciertamente los atributos que esta suele favorecer. Fue autor, sin embargo, de una amplia obra narrativa en la que lo mismo hay textos magistrales que otros poco afortunados; fue, ante todo, fiel a su vocación de escritor (creía firmemente que el escritor nace como tal, pero que debe, frente a los obstáculos y distracciones que plantea la vida, luchar por hacer prevalecer su vocación). Entre sus mejores obras habría que destacar Polvos de arroz, Otilia Rauda, algunos cuentos de ¡Oh, hermoso mundo! y esta, probablemente su obra maestra, que vuelve a publicar la Universidad Veracruzana (su casa durante mucho tiempo, en la que fundó la colección Ficción y la revista La Palabra y el Hombre) como parte de una nueva edición de sus obras.

El hombre de los hongos (publicada originalmente en 1976) no es inferior a, digamos, Aura o Las batallas en el desierto, por mencionar otras dos obras maestras mexicanas de ese difícil arte que es la novela corta y, sin embargo, no creo equivocarme al señalar que es bastante menos conocida. Galindo, por cierto, la leyó en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua y me imagino que más de un venerable académico habrá alucinado un poco con esa extraña y perturbadora historia mientras su autor, de aspecto tan correcto y formal, la iba contando.

La imaginación de Sergio Galindo abarcaba varios mundos: uno rigurosamente realista que encontró su mejor expresión en las novelas largas; otro sutilmente fantástico que aparece en los cuentos más logrados. Ambos están presididos por un sombrío pesimismo, la íntima convicción de que en la realidad última de la condición humana yacen la soledad, la incomunicación, el desamor, la enfermedad y la muerte. Había, incluso, en la imaginación de este escritor de apariencia apacible una cierta tendencia a explorar los abismos del mal, el crimen, el sadismo y las pasiones más violentas, como muestra esta obra. El hombre de los hongos, por lo demás, trasciende los límites de lo realista o lo fantástico y se instala en el dominio de lo mítico, lo simbólico y lo alegórico.

El argumento es sencillo: en una rica hacienda situada en una especie de edén subvertido (no me cuesta ningún trabajo imaginarla en Veracruz, donde Galindo localizó buena parte de su obra) habita una familia presidida por una figura paterna autoritaria y dominante, Everardo, que parece mandar sobre cuerpos y almas. El patriarca ofrece regularmente fiestas y banquetes y es aficionado a los hongos exóticos, que primeramente hace comer a algún peón para comprobar que no son venenosos, prueba macabra que ya ha cobrado varias vidas. La rutina de la hacienda se ve trastornada por la llegada de Gaspar, un niño abandonado que el padre se ha encontrado en una cacería y que decide regalar, como se regala una mascota, a su hija, Emma, la enigmática y no del todo confiable narradora de la historia, uno de esos personajes galindianos de firme vocación desgraciada (“sufrir siempre me ha resultado más cómodo y fácil. La alegría me produce un gran esfuerzo que considero a la larga innecesario”, pp. 23-24). Poco a poco –misteriosa, casi mágicamente– la presencia de Gaspar va desvelando las pasiones de los personajes: la lujuria, el odio, la ira, los celos, la ambición, etcétera. El edén, sobra decirlo, era el infierno, donde solo el amor (provisional, frágil) ofrece un refugio, y aun este ha de conseguirse a un precio alto.

He hablado de mitos, símbolos y alegorías. El hombre de los hongos admite –exige– una lectura que comprenda esos terrenos. Everardo no es solo Everardo, sino un arquetipo de la paternidad y la masculinidad, así como las mujeres de la historia encarnan diversos arquetipos de lo femenino; Toy, el leopardo, representa el eros y la muerte, y es memorable el episodio de la noche de tormenta en que el viento (típico símbolo sexual masculino) arrasa todo a su paso, la noche previa a la pérdida de la virginidad de Emma, simbolizada por la orquídea. El hombre de los hongos no es solo un relato novelesco: es una cosmogonía en la que el demiurgo, como aquel que imaginaron los gnósticos, parece delirar o complacerse en el mal. Las líneas finales las habría suscrito un seguidor de Basílides o Valentín:

Ya no tengo idea del tiempo ni del espacio. Busco, cada vez que despierto –al mediodía o a medianoche–, un símbolo, una luz que me conduzca a él. Pero no hay luz… Cada día el universo se torna más negro. Creo que pronto vendrá la oscuridad absoluta (p. 93). ~

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.


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