La tecnología predictiva puede cambiar el futuro

La función de autocompletar y otros avances tecnológicos pueden convertirse en profecías autocumplidas.
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¿Las computadoras pueden predecir el futuro? No cabe duda que eso esperamos de ellas, a juzgar por los innumerables relatos de ciencia ficción que venimos leyendo desde hace décadas, donde infalibles oráculos tecnológicos utilizan su increíble poder de cálculo para predecir hasta el último detalle. Tenemos muchos ejemplos. La supercomputadora Deep Blue, de IBM, que gana una partida de ajedrez; las asombrosas Mentes en las novelas Culture de Iain M. Banks que moldean el comportamiento de civilizaciones completas mientras calculan los saltos en el ciberespacio; y cómo olvidarnos de C-3PO recitando las probabilidades de supervivencia de Han Solo en La guerra de las galaxias.

Sin embargo, estos clarividentes tecnológicos no vaticinan futuros distantes cuales dioses de la inteligencia artificial. Por el contrario, se mueven en el plano del futuro cercano y extienden gradualmente el alcance de lo que los ingenieros en computación asocian con los presagios, las anticipaciones y las predicciones. Los automóviles autónomos frenan antes de que ocurra un accidente. Los algoritmos bursátiles prevén fluctuaciones del mercado con unos vitales milisegundos de anticipación. Hay herramientas registradas que predicen cuáles serán los próximos éxitos del mundo de la música pop y de la pantalla grande. La forma en que la computación avanza gradualmente —sin pausa pero sin prisa— hacia el futuro me recuerda una vieja cita de William S. Burroughs: “Cuando haces un corte en el presente, el futuro se filtra por los orificios”.

Incluso, cada vez vemos más productos de consumo incursionando en el campo de las predicciones a corto plazo. Solíamos burlarnos de las recomendaciones ridículas de Amazon y de las sugerencias inútiles del famoso Clipo, que aparecía de la nada para “ayudarte” a escribir una carta en Word. Pero las cosas han cambiado: las sugerencias y predicciones parecen ser cada vez más precisas y adecuadas.

Tomemos como ejemplo la función de autocompletar de Google; esas curiosas sugerencias que aparecen cuando empezamos a escribir algo en el campo de búsqueda. Como profecía, puede parecernos bastante pobre. Pero ¿qué pasa si lo pensamos en función de cuántas veces en el día un usuario promedio confía en esas sugerencias no solo para ahorrarse el trabajo de escribir un par de letras, sino como una consulta en sí misma, una corrección ortográfica, una verificación de los hechos, una definición misma de nuestro zeitgeist? ¿El nombre de la persona que estás buscando aparece acompañado de “novia” o “casado”? ¿Qué sugiere Google cuando escribes “cómo…”? (A mí, me sugiere “cómo llegar a casa, cómo renovar tu pasaporte, cómo obtener un pasaporte, cómo es que te amo”. Gracias, Google). Estas predicciones se basan en las búsquedas de cientos de otras personas, pero están personalizadas según nuestro propio historial de búsqueda, nuestra ubicación y cualquier otra cosa que Google considere relevante como parte de su extensa investigación sobre cada uno de nosotros.

Puede que esto parezca una conveniencia poco significativa, pero es también un medio para reinventar nuestra relación con el “ahora” y lo “inmediato”. Google descubrió hace años que a las personas les molesta la demora de respuesta, incluso si se trata de menos de un segundo. De hecho, nos molesta toda demora que sea perceptiblemente mayor a la velocidad en que nuestro sistema nervioso responde a un estímulo (cerca de 250 milisegundos). Por lo tanto, si Google quiere darte algo ahora, tiene que hacerlo en el tiempo que le toma a tu pie informarle a tu cerebro que te golpeaste el dedo gordo justo ahora. De esta forma, redefine el concepto de la gratificación instantánea, porque intenta adivinar lo que quieres incluso antes de que puedas formularlo. En estos términos, la función de autocompletar se adelanta al ahora y te ofrece el futuro casi inmediato en bandeja de plata.

La cualidad predictiva del algoritmo se torna aún más interesante cuando aceptas una sugerencia que no era exactamente lo que buscabas pero que se acerca tanto a tu idea inicial que decides no tomarte el trabajo de buscar de nuevo (porque ¡qué flojera!). De esta manera, ya sea que estuvieras buscando fotos de gatitos o más información sobre tu miedo a los payasos, Google no solo logró predecir el futuro, sino que pudo cambiarlo. Ahora multiplica esa posibilidad por las 3500 millones o más búsquedas que la compañía procesa cada día.

Sin embargo, este es solo un ejemplo de cómo las predicciones de los algoritmos moldean nuestro futuro. Piensa en tu relación con Facebook, que —para muchas personas— se ha vuelto la principal fuente de noticias. La red social ha destinado una gran cantidad de recursos predictivos para determinar qué tipo de contenidos y conexiones debe incluir en tu feed de noticias para asegurarse de que sigas entrando al sitio. ¿Eres conservador o liberal? ¿Rico o pobre? ¿A qué grupo étnico perteneces? ¿Dónde vives? ¿Cuál es tu marca de ropa favorita? Y no es solo Facebook: los anunciantes también quieren saberlo y han estado aprovechando las increíbles habilidades de la red para concentrarse en tu grupo demográfico, tus influencias, tus preferencias, etc. A medida que los anuncios están mejor dirigidos a un público específico, es más probable que influyan sobre los productos que compramos, los regalos que hacemos, nuestros destinos turísticos, nuestra elección de vecindario o, incluso, sobre decisiones de gran impacto, como cambiar de empleo o casarse. Pero los algoritmos también deciden a qué usuarios les aparecerán tus publicaciones; y así, se perpetúa este círculo vicioso. Estos datos incluso podrían usarse para discriminarte. Tal vez ya sucedió sin que te enteres. Por ejemplo, solía haber un sistema de segmentación para los anuncios de Facebook que permitía que los clientes excluyan ciertas “afinidades étnicas” para que esos grupos no reciban anuncios relacionados con créditos, viviendas o empleos específicos (La empresa alega que está implementando medidas para evitar este tipo de discriminación).

Incluso si no existe un expediente de “población negra en Facebook” en Palo Alto, los algoritmos están diseñados para diferenciar entre distintos grupos demográficos. De esta forma, el programa llena tu feed con publicaciones y anuncios que supone que tú —o, por lo menos, esa versión inesperada y a menudo imprecisa que tiene de ti— encontrarás interesante; cada publicación tiene el potencial de convertirse en una profecía autocumplida de lo que te gusta. Tu feed se verá similar al de una persona con la que compartes muchas características, pero será muy diferente del de una persona que el algoritmo asocia con otro grupo demográfico o social. Esto es, en sí mismo, otra variante de cómo la tecnología está moldeando nuestro futuro: manipula la información a la que tenemos acceso. No hablamos solo de aquellas cosas a las que le prestamos más atención, hablamos de aquello que está a nuestro alcance, pero que no conocemos. A menudo, eso se convierte en el futuro. Como nuestra capacidad de pensar en decisiones que no se sitúan en el ahora inmediato es limitada, incluso aquello que solo vemos al pasar —por ejemplo, un anuncio de una empresa de zapatillas al que uno de tus amigos le dio “Me gusta”— puede influir en tus decisiones, ya que ese anuncio puede poner ese artículo en la lista relativamente corta de cosas que podrías querer en el futuro. También te acerca a la decisión de comprar zapatillas de esa marca en particular (un dato que los anunciantes, por supuesto, no han pasado por alto). Nuestros algoritmos ocupan ese lugar entre nuestra necesidad de complacencia y nuestra ansiedad por llenar espacios vacíos. El anillo de compromiso o la agencia inmobiliaria que vimos en ese anuncio podrían acercarse tanto a lo que creemos que queremos que, por ende, no dudamos tanto en hacer clic. Y al hacer clic, nos convertimos en la versión predecible de nosotros mismos que auguró el algoritmo y, en última instancia, limitamos las posibilidades de nuestra experiencia. ¡Qué flojera la nuestra!

A medida que los algoritmos vayan mejorando y les proporcionemos más información con nuestras búsquedas, con nuestros dispositivos inteligentes para el hogar, con nuestras publicaciones en las redes sociales y con nuestras colecciones cada vez más grandes de fotos y videos, este tipo de predicciones solo se harán más habituales y, por su relevancia, más seductoras. Por su parte, Facebook está cada día más cerca de leerte la mente (literalmente). Durante su conferencia anual de desarrolladores, presentó una nueva tecnología que puede transcribir texto directamente desde nuestros pensamientos. Sí, fue una demostración de lo más interesante, pero también planteó una larga serie de preguntas. ¿Qué pasaría si, al igual que la función de autocompletar, esta tecnología transcribe casi lo que estábamos pensando? ¿Qué pasaría si nuestra mente, que tiene una gran capacidad de adaptación, modifica el pensamiento para adaptarse mejor al algoritmo? ¿Qué pasaría si, entonces, nos encontramos pensando dentro de Facebook, tal como cuando soñamos en francés en las semanas previas a un gran examen? En ese caso, los futuros que podemos imaginar estarán definidos por el código de alguien más.

Esta es una versión extrema de cómo las computadoras podrían predecir el futuro, al menos, en cuanto a los detalles. Pero en términos generales, esto ya es una realidad. Diseccionamos el presente en millones de modelos diferentes y hacemos todo tipo de suposiciones en cuanto a lo que podemos o no predecir. Cuanto más dependamos de las computadoras para definir nuestro futuro inmediato (¿hacia dónde giro? ¿qué puedo leer? ¿a quién debería conocer?), más limitados estarán nuestros posibles presentes y nuestros posibles futuros. Y así generamos un efecto inverso al descrito por Burroughs: estamos haciendo un corte en el futuro para dividirlo en distintos fragmentos del presente que han perdido su ambición, su misterio, su vacilación y su propósito. Sí, recibimos una respuesta a nuestra pregunta, pero no sabemos qué significa.

Para la mayoría de nosotros, lo que importa no suele ser el futuro a largo plazo, ese futuro borroso apenas delineado; son los próximos cinco minutos, es la próxima cosa que diremos, es el día de mañana. Estas son las predicciones que los algoritmos quieren definir por nosotros, porque son las que moldean las decisiones reales que llevan adelante nuestras vidas. Pero el futuro no se limita a las decisiones próximas que podemos vislumbrar en nuestro futuro. También es el espacio en blanco en la página de nuestra vida, esa zona llena de posibilidades y esperanza. En el mejor de los casos, es el telescopio por el que vemos nuestra mejor versión de nosotros mismos hacerse realidad. Pero estos algoritmos tienen una forma tan convincente de plantear nuestro futuro inmediato que logran esconder los cambios drásticos y progresivos que podríamos tener de aquí a unas décadas. Son tan efectivos a la hora de llenar cada momento libre con notificaciones y actualizaciones que eliminan de raíz esas oportunidades vitales de soñar y reflexionar sobre nuestra vida: ese momento en el que decides de repente que es hora de cambiar de empleo o de escribir un libro o de cambiar tu vida por completo. Todos hemos tenido esa experiencia de descubrir una versión completamente nueva de nosotros mismos, una que no podría haber sido prevista por ningún modelo. Y son justamente esos futuros los que no deberíamos dejar librados a las decisiones de un simple algoritmo.

 

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University.

 

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