Michael W. Young, el Nobel que soƱaba con las moscas

Un retrato de uno de los ganadores del premio Nobel de Medicina de este aƱo.
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ConocĆ­ a Michael W. Young durante el curso de genĆ©tica que impartĆ­a a los estudiantes de primer aƱo del doctorado en la Universidad Rockefeller. En lugar de relatar los Ćŗltimos descubrimientos de la genĆ©tica, los avances de la secuenciaciĆ³n del ADN, la clonaciĆ³n o las cĆ©lulas madre, Ć©l preferĆ­a estudiar los artĆ­culos clĆ”sicos de la genĆ©tica, empezando por el del monje checo Gregorio Mendel y siguiendo el camino ascendente, desde los basureros de la Universidad de Columbia, de la mosca de la fruta como modelo genĆ©tico. Como hijo de historiadores me daba particular gusto adentrarme en viejos papers con terminologĆ­as incomprensibles, diagramas obscuros y conceptos rebasados, pero a pesar de esfuerzos y elucubraciones mis dudas solo llegaron a esclarecerse durante las reuniones semanales del curso, y bajo la centella del profesor Young.

En ese momento los ritmos circadianos, por los que acaban de darle el Nobel, se me hacĆ­an un tema tan obscuro como los que se trataban en su clase. La parsimonia y elegancia de los conceptos de la genĆ©tica, que es en mi opiniĆ³n lo mĆ”s cercano que hay a la lĆ³gica matemĆ”tica dentro de la biologĆ­a, no me emocionaban lo suficiente como para lanzarme en esta larga travesĆ­a del desierto que son los seis aƱos de un doctorado. No ayudaban las miles y miles de moscas que tendrĆ­a que empujar a pincelazos, jerga de laboratorio que usamos para describir cĆ³mo despuĆ©s de dormirlas con diĆ³xido de carbono las separamos bajo el microscopio segĆŗn sus rasgos fĆ­sicos ā€“ala torcida, ojo rojo, pelos abundantesā€“, reveladores de los modos genĆ©ticos de sus cuatro cromosomas.

Tuvo que venir un fĆ­sico, el profesor Albert Libchaber ā€“a quien, lamentablemente, parece que no le darĆ”n el Nobelā€“ a convencerme de que no habĆ­a nada mĆ”s cercano a la fĆ­sica que los osciladores proteicos de los relojes circadianos. En aquel entonces, un estudiante del laboratorio describiĆ³ a Michael como el prototipo del profesor tranquilo, paciente, inexpresivo. Desde lo alto de sus ojos azules y su blanca piel, Michael siempre escruta un horizonte inexistente, intentando darle sentido a tus Ćŗltimos resultados. Su aparente frialdad es en realidad una desconexiĆ³n introspectiva necesaria para que la lĆ³gica tajante de la genĆ©tica haga su magia. El descubrimiento por el que se le reconociĆ³ ayer, junto con sus dos mayores competidores, con el mĆ”ximo premio de la ciencia, tiene un poco de eso. Nadie en los aƱos ochenta pensaba lo que hoy parece, por lo menos en neurociencia, algo trivial: que los comportamientos de los seres vivos pueden estar completamente dictados por los genes.

En particular, su descubrimiento en la mosca de la fruta consistiĆ³ en mostrar que el gen period es uno de los que controla la existencia de ritmos locomotores cuyo periodo ā€“de ahĆ­ el nombre, ademĆ”s de que en los estudios de la mosca de la fruta nos gusta ponerles nombres simpĆ”ticos a los genesā€“ es de cerca de 24 horas, o circadiano. Es decir, que ante condiciones externas constantes, por ejemplo absoluta obscuridad, la mosquita seguirĆ­a un patrĆ³n en donde durante 12 horas se moverĆ­a y las 12 siguiente estarĆ­a quieta, pero una mutaciĆ³n en el gen period podĆ­a alargar, acortar o abrogar estos ritmos. El hecho de que un gen codificara y determinara este comportamiento era un hallazgo genial e inesperado, pues desde el siglo XVIII se buscaban los orĆ­genes de estos ritmos, que ya se habĆ­an observado en el abrir y cerrar de las hojas de las plantas.

Este descubrimiento abriĆ³ las puertas a una sorpresa aĆŗn mayor: los mismos genes controlan ese comportamiento en el ser humano; los ritmos del sueƱo son tan hereditarios como el color de los ojos y su mecanismo se ha conservado a travĆ©s de la evoluciĆ³n. A posteriori esto hace sentido, porque si hay algo que existe desde el alba de la vida en nuestro planeta, a cuya influencia hay que adaptarse para sobrevivir, es el constante ir y venir astronĆ³mico del dĆ­a y la noche. Lo paradĆ³jico es que este ritmo no es esencial, sino tan solo un comportamiento, y las mutaciones que inducen arritmias no tienen consecuencias fisiolĆ³gicas mortales, tal vez solo un constante jet-lag.

Mutantes de moscas, o en su defecto DrosĆ³fila melanogaster, han sido usadas para recrear varias dolencias neurolĆ³gicas humanas, como la dependencia a la cocaĆ­na, el alcoholismo, el insomnio o el Alzheimer, pero tambiĆ©n enfermedades como el cĆ”ncer, y respuestas del sistema inmunitario a microbios. En todos los casos el paradigma es reproducir en la mosca las caracterĆ­sticas de la enfermedad y luego encontrar los genes que las subyacen. Determinar las bases genĆ©ticas de una enfermedad es un gran primer paso par poder encontrar remedios, porque ayuda a definir un blanco claro. AsĆ­ es que la incomprendida mosquita (recuerdan este video de Sarah Palin) mucho ha hecho para entender y resolver padecimientos muy humanos.

Desde su seminal descubrimiento en los ochenta hasta nuestros dĆ­as, el laboratorio se lanzĆ³  en una carrera muy competida, buscando una serie de genes que elegantemente completaron el oscilador biolĆ³gico, en donde el cambio a lo largo del dĆ­a de los niveles de la proteĆ­na codificada por el gen period, y sus compaƱeros timeless, clock y doubletime determina los ritmos circadianos. Mi contribuciĆ³n, volviendo a mis bases de fĆ­sico, consistiĆ³ en intentar entender y modelar el mecanismo con el que el conjunto de estos genes genera la oscilaciĆ³n. Para ello tuve que reconstruir parcialmente en cĆ©lulas y observar bajo el microscopio los diferentes engranes de genes del oscilador circadiano.

Aunque yo no habĆ­a estudiado genĆ©tica, Michael me aceptĆ³ generosamente en su laboratorio y con paciencia ayudĆ³ a timonear y navegar el mar de mi ignorancia. Su visiĆ³n siempre clara, junto con mis elucubraciones y nuevas ideas, nos llevaron a formular un nuevo modelo que ponĆ­a, a pesar de la la oposiciĆ³n de mucha gente del laboratorio, al antiguo de cabeza. Como siempre, Michael, con base en evidencias fuertes y lĆ³gica inapelable, sin prisa y con pausa, avanzĆ³ sin miedo de romper esquemas. En el mundo de machete pelado que es la ciencia moderna, su suavidad y elegancia lo han llevado a ser una de las personas mĆ”s queridas del campus de la Universidad Rockefeller y ahora un premio Nobel. Ā”Buena noticia que se reconozca a la ciencia bĆ”sica!

 

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Vive en Nueva York con el corazĆ³n en MĆ©xico, estudiĆ³ fĆ­sica en la UNAM y es Doctor en BiologĆ­a por la Universidad Rockefeller.


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