Laura Jesson (Celia Johnson) se sube abruptamente al tren que la llevará al ficticio suburbio ¿londinense? de Ketchworth. Ocupa su asiento y mira nerviosa a los demás pasajeros a su alrededor. Un grito anuncia que la máquina está a punto de partir. En el último instante, de forma tan violenta como entró, Laura abre la puertecilla del vagón. “Olvidé algo”, se miente y les miente a los perfectos desconocidos que, con curiosidad, la ven salir hacia el andén.
Laura corre. Llega a un departamento. Toca el timbre. El doctor Alec Harvey (Trevor Howard) abre la puerta. A la sorpresa inicial le sigue una alegría que ninguno de los dos puede expresar con palabras. Jesson, mujer casada con dos hijos, y Harvey, médico general con esposa y también padre, se han encontrado en ese departamento para consumar algo que los emociona y avergüenza.
Todo comenzó unas semanas antes: un Breve encuentro (Brief encounter, Reino Unido, 1945) en el bar de la (también ficticia) estación de Milford, cuando el amable doctor Harvey le sacó una basura del ojo a la señora Jesson. Era un jueves como cualquiera, el día en el que Laura viaja de Ketchworth a Milford a hacer algunas compras, intercambiar libros en la biblioteca del lugar y ver el estreno fílmico de la semana. Harvey, por su parte, tiene su consultorio privado en otro suburbio, en dirección contraria a la de Ketchworth, pero se traslada a Milford todos los jueves para sustituir a un colega en el hospital de la ciudad.
A ese inocente encuentro le siguió otro, el jueves siguiente, cuando el azar hizo que compartieran la misma mesa en un atestado restaurante. Y luego una alegre plática durante el almuerzo. Y el mismo juicio humorístico sobre una chelista que tocaba en el restaurante. Y al terminar de comer, una película. Y al jueves siguiente un paseo por bote en el río. Y otra película. Y miradas. Y un paseo en auto por el campo. Y la contemplación muda de un arroyo desde un puente. Y promesas de amor que los dos no alcanzan a articular porque, en el fondo, saben que no pueden cumplir.
El cuarto largometraje de David Lean (1908-1991) no tuvo gran éxito en el momento de su estreno, en noviembre de 1945. Acaso porque para una nación que acababa de emerger –lastimada pero orgullosamente victoriosa– de la Segunda Guerra Mundial, esa romántica historia de amor adúltero entre una perfecta ama de casa y un amable médico pueblerino no representaba lo mejor de sí misma ni de sus valores, por más que el adulterio nunca fuera consumado físicamente.
Por supuesto, esto no podía ser de otra manera, pues la pieza teatral Still life, en la que está basada Breve encuentro, fue escrita por Noël Coward, cuyos personajes siempre estaban dispuestos al mayor de los sacrificios en pos de un bien superior, sin mostrar sus emociones (el muy británico stiff upper lip). Y si a esto le agregamos que el propio Lean, de estricta familia cuáquera, fue educado en los más conservadores valores familiares, el que Laura termine regresando a su cálido hogar, al lado de su perfectamente aburrido pero comprensivo esposo Fred (Cyril Raymond), no solo es el único desenlace posible sino, incluso, es el final necesario. Después de todo, como dice Laura al inicio, en la reflexiva voz en off que narra toda la película, “esta tristeza no durará”.
A pesar de su fracaso taquillero inicial, con el paso de los años Breve encuentro se convertiría en un clásico del cine romántico, citado, copiado y homenajeado una y otra vez. Más allá de los varios remakes –hay un fallido telefilme de 1973 protagonizado por Sofía Loren y Richard Burton–, el espíritu del frustrado/sublimado amour fou de Laura Jesson y Alec Harvey se puede entrever en otras obras maestras románticas como Deseando amar (Wong, 2000) o Secreto en la montaña (Lee, 2005).
Pero hay otra influencia inesperada y no muy conocida: en el momento del estreno del filme de Lean, uno de sus contemporáneos, el guionista y cineasta Billy Wilder (1906-2002), salió del cine con una pregunta y una idea.
El departamento al que acude Laura con la intención de consumar el adulterio es el de un amigo de Alec, un tal Stephen Lynn (Valentine Dyall), quien llega minutos después a su piso; para evitar ser vista, la avergonzada ama de casa tiene que salir huyendo por la escalera de servicio. Tras ver la cinta, Wilder se preguntó, según le confesó años después a su entrevistador –el también cineasta Cameron Crowe– en el libro Conversations with Billy Wilder (1999): “¿pero, y qué pasó con ese pobre schnook que prestó su departamento para que dos amantes le calentaran su cama?”. Esa fue la pregunta y la idea surgió, dice Wilder, de inmediato: ¿por qué no hacer una película sobre un tipo que presta su piso para que otros hagan el amor en él?
Piso de soltero (The apartment, E.U., 1960) fue dirigida por Billy Wilder quince años después, cuando sintió que tenía el poder para hacerla y que la censura dejaría pasar sin mayor problema a su trío de inmorales personajes protagónicos: el patético oficinista C. C. Baxter (Jack Lemmon), la autoengañada elevadorista Fran Kubelik (Shirley McLaine) y el cínico jefe de personal de una compañía de seguros, Jeff Sheldrake (Fred McMurray).
Escrita en colaboración con I. A. L. Diamond –que sería el coguionista habitual de Wilder luego de su rompimiento con su escritor de cabecera, Charles Bracket, tras la oscareada El ocaso de una vida (1950)–, Piso de soltero es una emocionante épica personal: la lenta, dolorosa y, a la postre, heroica transformación de un pobrediablesco schnook en un auténtico mensch.
Las dos palabras, de origen judío –como el propio Billy Wilder, quien salió huyendo de Alemania en cuanto Hitler subió al poder–, son usadas en dos momentos clave de la película.
En el prólogo, la voz del protagonista, C. C. Baxter, nos informa que él trabaja para la quinta compañía de seguros del país, Consolidated Life, en Nueva York, en un edificio en el que laboran 31,259 empleados. Cuando lo conocemos, Baxter está frente al escritorio 861, en la sección W del piso 19 de ese impersonal rascacielos neoyorkino. No puede regresar temprano a su casa porque, nos confiesa, tiene “un pequeño problema”: desde hace tiempo presta su “piso de soltero” a un cuarteto de ejecutivos, quienes llevan a sus respectivos jales de la temporada –entiéndase recepcionistas, secretarias, telefonistas, similares y conexas– a hacer el amor. Así pues, Baxter tiene que llegar casi todos los días tarde a su propio departamento, limpiar las colillas de cigarro y tirar las botellas vacías. Una de esas noches, cuando la amante de uno de los ejecutivos le pregunta quién es el dueño de ese apartamento que acaban de usar, el tipo responde, sin darse cuenta que Baxter lo está escuchando: “de un pobre schnook de la oficina”.
El slang americano schnook proviene, al parecer, del yiddish shnuk, que describe a alguien tonto, torpe, incauto. El problema de Baxter es que, como todo buen schnook, no se da cuenta que lo es: si al inicio prestó su departamento de buena voluntad, después lo siguió haciendo porque le fue imposible decir que no. Hasta que entra en su vida Fran Kubelki, una alegre pero reservada joven elevadorista por la cual tendrá que crecer y convertirse en un verdadero mensch, como le exige a Baxter su vecino, el buen doctor Dreyfuss (Jack Kruschen), en la otra escena clave del filme. No se trata de comportarse como “un ser humano” –el significado primigenio de mensch– sino de algo más difícil: ser alguien con dignidad, carácter y valor. En suma, una persona honorable que no teme perder en treinta segundos todo lo que ganó por comportarse como un schnook durante meses.
Cameron Crowe afirma que Piso de soltero es la película que más discutió con Wilder durante los varios años que lo entrevistó para el libro ya citado. Por supuesto, acepta, se trata de su cinta favorita –no la de Wilder, por cierto, quien prefería Cadenas de roca (1951).
Es fácil entender la elección de Crowe: el guion de Wilder y Diamond alterna a la perfección la comedia con el drama de una escena a otra y, a veces, dentro de la misma escena, a través de un simple corte, un mero movimiento de la cámara, un cambio en la mirada de la Miss Kubelik de Shirley McLaine o en el tono de voz del Baxter de Jack Lemmon. Además, la puesta en imágenes dirigida por Wilder –cinefotografía de Joseph LaShelle, dirección artística de Alexandre Trauner–lo mismo logra tomas memorables –Baxter sentado en una de las decenas de bancas vacías de Central Park en cierta noche lluviosa– que crea espacios dramáticos con vida propia –esa oficina repleta de escritorios, escenario simbólico por antonomasia, luego visto en Brasil (Gilliam, 1985) y, más recientemente, en El lobo de Wall Street (Scorsese, 2013).
Pero también hay otra razón para compartir el entusiasmo de Crowe: a esa ideal conjunción de drama y comedia que es la atípica historia de amor entre Baxter y Kubelki, y además de los hallazgos visuales ya citados, hay que agregar la terca negativa de Wilder a juzgar moralmente a sus personajes. En el cine del austriaco hollywoodizado Wilder es común terminar aceptando –es más, aplaudiendo– la inmoralidad de sus criaturas, su abierto desafío a los convencionalismos sociales.
Así pues, si en Una Eva y dos Adanes (Wilder, 1959) el músico travestido Jack Lemmon se despojaba de su peluca femenina para gritarle al enamorado anciano millonario Joe E. Brown que no era una mujer, solo para que este respondiera, antológicamente, que “nadie es perfecto”, en Piso de soltero Wilder coloca en labios de la Fran Kubelki de McLaine la más lúcida reflexión autoirrisoria de una mujer que se engaña a sí misma y lo sabe (“Si te enamoras de un casado, no debes usar rímel”), para luego finalizar con la inspiradora recuperación de la dignidad por partida doble, de ella y del recién transformado mensch Baxter, con una de las más conmovedoras y, a la vez, antisentimentales declaraciones de amor de la historia del cine: “Cállate y reparte”.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.