El pasado fin de semana concluyó el festival de cine documental más importante de Norteamérica, el Hot Docs 2025 de Toronto, que contó con la programación de poco más de un centenar de filmes documentales de 47 países. Aunque no faltaron las exploraciones cinematográficas de los conflictos más acuciantes que enfrentamos en estos momentos –Ucrania y Gaza–, es evidente que los programadores de Hot Docs buscaron este año seleccionar algunas películas que pudieran balancear, aunque sea marginalmente, el estado de ánimo de los asistentes a las salas de cine de Toronto. Es decir, algunas de las mejores películas programadas en el festival apelaron, si no al optimismo más chabacano o irracional, por lo menos sí a la más modesta esperanza.
Paul(Canadá, 2025), el más reciente largometraje del prolífico cineasta canadiense Denis Côté –bien conocido en México debido a que su obra ha sido programada continuamente en el FICUNAM–, nos presenta la insólita “sanación” existencial del Paul del título, un canadiense obeso, solitario, depresivo y treintón que un buen día encontró la felicidad y el sentido de su vida dedicándose a algo que, sospecho, ninguno de los lectores haría por gusto –o por lo menos, con tanto gusto como lo hace Paul.
Con el mote de “Cleaning Simp Paul”, el tipo se dedica a limpiar las casas de cuanta mujer “mandona” solicite sus servicios. Así pues, Paul acude al departamento en cuestión y se dedica con todo cuidado a barrer y trapear pisos, lavar platos, tallar el baño y quitar el cochambre de la cocina hasta que deja todo rechinando de limpio, aunque las exigentes clientas –que aparecen en los créditos con los sicalípticos nombres de “Roxy Torpedo”, “Dhalia Savage” o “Donut Slut”– lo regañen un día sí y otro también, le reclamen lo mal que hace todo, le piden que se hinque, le den de latigazos y hasta lo monten como caballito de feria –o, más bien, como unicornio.
Côté, como era de esperarse, nos presenta la historia de Paul con respeto, sin explotación morbosa de ningún tipo ni, mucho menos, un solo atisbo de ridiculización. Lo cierto es que gracias a las actividades ya descritas, el tipo dejó atrás su depresión –un agujero en el que estuvo metido una década entera–, ya no es el inarticulado pobre diablo que antes fue (tiene su propio canal en Instagram, por si alguna damita “mandona” que esté leyendo estas líneas necesita sus servicios) y, por lo visto en el filme, ya no tiene tiempo de albergar pensamientos depresivos ni suicidas, pues está todo el tiempo ocupado, con esa docena de exigentes clientes a las que atiende (y se deja atender) cada semana.
Paul ganó el premio especial del jurado de la competencia canadiense y creo que debería haber obtenido el premio principal, pero a Côté y a su feliz gordito limpiador y sadomasoca se le atravesó una nonagenaria que es la protagonista de uno de lo mejores filmes documentales del año, Agatha’s almanac (Canadá, 2025), dirigido por su sobrina, la artista plástica canadiense Amalie Atkins, que con esta encantadora película ha debutado como cineasta.
Filmada a lo largo de varios años –entre las 86 y 91 primaveras de la susodicha doñita–, he aquí la extenuante crónica de vida de una pequeñita mujer correosa que vive sola en las afueras de Winnipeg, en la granja familiar heredada en la que sigue sembrando lo que se va comer según la temporada –por ejemplo, un sándwich de rábanos–, mientras recoge agua de lluvia que usará para regar la huerta y arregla cualquier cosa que se haya descompuesto o quebrado con masking tape –la de color cremita– o, si son cosas mayores, con duct tape, la cinta de color plomo.
Mientras la cámara de Atkins sigue los interminables afanes cotidianos de la solterona Agatha –la verdad, agota nomás de verla cómo se agacha, quita una hierbas, siembra tal semilla, echa más tierra, recoge agua en un valde, arregla una ventana–, escuchamos las confidencias de la señora, quien ahí donde la ven tuvo tres pretendientes, a quienes terminó rechazando por distintas razones –uno de ellos porque notó que la invitaba al almuerzo y no a cenar, para que le saliera más barata la cita–, así como nos comparte su filosofía de vida, que consiste en estar siempre ocupada, hacer algo por la naturaleza que nos da de comer y no tirar nada que no pueda seguir usándose con un poco de salivita y cinta adhesiva. Terminé viendo el documental con admiración, alegría y, lo acepto, algo de envidia: ojalá yo pudiera hacer todo lo que hace Agatha a los 58 mal cumplidos que tengo.
A propósito de buenos deseos, en The last ambassador (Austria, 2025), el más reciente largometraje de la veterana documentalista austriaca Natalie Halla, seguimos otro tipo de afanes de otra mujer igual de insumergible que Agatha, aunque en un contexto muy diferente y, además, bastante más peligroso que esa idílica granja en las afuera de Winnipeg.
Un poco de memoria y de contexto: en agosto de 2021 los ejércitos de Estados Unidos y de sus aliados se retiraron de Afganistán, dejando –como es usual en estos casos de invasión y ocupación– un auténtico desmadre, como dice la protagonista de este documental, aunque con palabras más elegantes. Lo cierto es que la retirada gringa de Afganistán, negociada torpemente por la administración de Joe Biden, traicionó al gobierno y al pueblo de ese país, dejando a todos a merced del talibán que, al tomar Kabul, impuso sus medievales reglas fundamentalistas a las mujeres, prohibiéndoles desde ir a la escuela hasta salir a la calle sin compañía masculina.
Desde Viena, la embajadora afgana en Austria, Manizha Bakhtari, deja el edificio de la representación oficial y, con ayuda de sus compatriotas en el exilio, mantiene la lucha a la distancia, en otro lugar de la misma ciudad, mucho más modesto, pero sin renunciar jamás a su bandera ni, mucho menos, a la esperanza de que todo pueda cambiar algún día. Mucho de esta lucha es simbólica, es cierto, pero otra no lo es tanto, pues desde Europa la señora Bakhtari –hija de un célebre poeta afgano exiliado en Estados Unidos, por cierto– sostiene y mantiene un audaz programa que permite educar, de manera clandestina, a las jóvenes afganas. Es decir, no es suficiente indignarse ni denunciar: hay que hacer algo en concreto.
Esto es lo que hacen los dos protagonistas de ¿A dónde vamos, Coyote? (Canadá, 2025), tercer largometraje del cineasta canadiense-libanés Jonah Malak. Ely Ortiz y su esposa, Marisela, han ayudado a identificar los cuerpos y han salvado la vida de inmigrantes indocumentados a los que han encontrado perdidos en el desierte que separa a México de los Estados Unidos.
Las “Águilas del desierto” que dirigen Ely y Marisela recogen dinero de las comunidades latinas en Estados Unidos, tienen un número telefónico de emergencia y organizan un alegre grupo de voluntarios quienes transitan por la frontera, brindando ayuda humanitaria a los indocumentados –dar botellas de agua, por ejemplo– sin ayudarles en realidad a cruzar el desierto, pues todos ellos serían acusados de traficantes de personas.
Malak sigue como testigo el trajinar de Ely, Marisela y su grupo de voluntarios no solo bajo el calcinante desierto de Arizona sino, también, a 1,320 km de la frontera, en el sur de México, donde el matrimonio Ortiz se encuentra con indocumentados provenientes de Centroamérica y otras partes del mundo, a quienes les advierten de los peligros a los que se van a enfrentar, porque por más que su respectivo “Coyote” les prometa que cruzar la frontera es seguro, no lo es tanto sobrevivir al desierto, como los 25 cuerpos que han encontrado ellos en 2024 lo demuestra.
Es claro que Ely y Marisela no se han rendido ante la desesperanza. No se trata solo de recoger e identificar huesos, sino de salvar vidas. No se trata de lamentarse de la suerte ni del destino, sino ser capaz de imaginar una salida alterna. No se trata solo de salir del agujero, sino de tapar los hoyos que uno encuentra en el camino. Como lo hacen Paul, Agatha y la embajadora Bakhtari. Como lo hacen, también, Ely y Marisela. ~