“Mentiras”: el gozo de sufrir cantando

La historia de cuatro mujeres enfrentadas y despechadas por el mismo macho infiel avanza de manera eficaz, con su asumido tono camp montado en el espíritu nostálgico de algunas baladas de los años 80.
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Hay una veta en la música popular mexicana, acaso la más rica de todas, concentrada en cantarle al desamor, es decir, al sufrimiento, al sacrificio, al revanchismo, al resentimiento, al odio, al rencor o, incluso, al franco aborrecimiento a esa que nos abandonó para irse con un “inocente pobre amigo” que, dijera el clásico bailando desafiante en el escenario, “no sabe que va a sufrir”.

Sea con los elegantes chantajes lacrimosos de un mustio Agustín Lara suplicante (“Piensa en mí cuando beses / cuando llores, también piensa mí / cuando quieras quitarme la vida / no la quiero para nada / para nada me sirve sin ti”), sea a través de la voz aguardientosa de un José Alfredo Jiménez furioso y estancado en el recuerdo (“Vas a extrañar mis besos / en los propios brazos / del que esté contigo”), sea con la conmovedora  esperanza insumergible de un juvenil Juan Gabriel (“Probablemente ya de mí te has olvidado / y mientras tanto yo te seguiré esperando / no me he querido ir para ver si algún día / que tú quieras volver me encuentres todavía”), pocas cosas nos gustan más a los mexicanos que sufrir mal de amores. Por lo menos en lo que a canciones se refiere.

Por lo mismo, más allá de sus virtudes dramatúrgicas que no pongo en duda, no es de extrañar que la obra teatral musical Mentiras (2009), escrita y dirigida por José Manuel López Velarde, haya gozado de tanto y tan continuado éxito desde su estreno, el 11 de febrero de 2009, con más de diez años en cartelera y más de 4 mil representaciones. Su premisa cómico-dramática, centrada en un cuarteto de mujeres enfrentadas, despechadas y engañadas por el mismo macho tóxico e infiel, resultó ser el vehículo ideal para construir una historia que avanza a través de los más desaforados desahogos sentimentales, ya no de los boleros de los años 30 o las canciones rancheras de los 50, sino de las baladas románticas ochenteras más exitosas. En vista de ello, lo extraño no es que la obra de López Velarde –qué apellidos, por cierto– haya sido adaptada como serie de televisión: lo raro es que no lo hayan hecho antes.

Estrenada hace un par de semanas en Prime Video, Mentiras, la serie (México, 2025), miniserie musical de ocho episodios, ha permanecido fiel, en líneas generales, a la historia original, aunque sus adaptadores –Natalia García Agraz, Ilse Apellaniz y el propio director Gabriel Ripstein– le han hecho algunos cambios significativos, tanto en la forma como en el fondo, cambiando la identidad de ciertos personajes, agregando alguna vuelta de tuerca argumental e imponiendo un chocarrero juego metanarrativo que empata perfectamente con una dinámica puesta en imágenes con su bien asumido tono camp.

Es cierto que la probada versatilidad de Gabriel Ripstein no le alcanzó esta vez para poder montar una sola coreografía decente –me parece claro que ni siquiera lo intentó–, pero, de todas formas, la serie avanza de manera eficaz, episodio tras episodio, apoyada en el vestuario ad hoc con inevitables hombreras de Claudia Sofía Sandoval, en el ostentoso diseño de producción de Antonio Muño-Hierro, en los peinados y maquillajes calculadoramente excesivos de Alejandra Velarde y, por supuesto, en esa veintena de baladas románticas culposamente inolvidables que entonan, bien que mal, mal que bien, las cuatro protagonistas y su mancornador macho infiel.

En el México de 1989, el empresario Emmanuel Mijares (Luis Gerardo Méndez) ha muerto de improviso y su esposa, la pirrurris con acento de la Ibero Daniela Levy (Belinda) ha sido llamada al antiguo hogar familiar del marido para leer su testamento y su última voluntad. Ahí llegan también la extrovertida secretaria del muertito Lupita Romo (Mariana Treviño, quien encarnó al mismo personaje en el estreno de la obra de teatro), la abogada y mejor amiga de Daniela, Yuri Bosé (Regina Blandón), y una apocada anteojuda mujer embarazada, Dulce D’Alessio (Diana Bovio), quien alega que es la única y verdadera esposa de Mijares. Pronto nos daremos cuenta de que no solo las dos esposas han tenido que ver con él, sino que tanto la abogada como la secretaria también tuvieron sus respectivos quereres. El asunto es que, les informa el notario César Costa, vía un emblemático VHS ochentero, el señor Mijares no solo ha muerto, sino que una de ellas lo mató y nadie puede salir de esa casa sin haber confesado tan artero crimen.

El pretexto argumental suena a novela clásica de Agatha Christie, pero, por supuesto, nada de esto resulta ser muy serio o, mejor dicho, nada es demasiado solemne. Lo que sí resulta ser muy serio son los desatados desafueros sentimentales de las cuatro mujeres que chocan y entrechocan, se pelean y se reconcilian, se mienten y se sinceran, a través de una veintena de baladas que, en su momento, hace 40 años, entonaron las voces de Yuri, Amanda Miguel, María Conchita Alonso, Lupita D’Alessio, Daniela Romo, similares y conexos.

Siguiendo el insuperable ejemplo de los musicales-rocolas del tipo Todos dicen que te amo (Allen, 1996) o Siempre la misma canción (Resnais, 1997), Ripstein deja que las canciones mismas –y los culposos sentimientos que provocan en el espectador– se impongan sobre la historia misma e, incluso, sobre sus esforzadas intérpretes. Por lo mismo, no importa tanto que, digamos, Bovio no tenga la voz suficiente para alargar las vocales al estilo de Daniela Romo al cantar el clásico De mí enamórate, que Belinda convenza más como caricatura –en los flashbacks subjetivos en los que aparece como la villana Catalina Creel… que en los segmentos supuestamente más dramáticos o que, inevitablemente, Mariana Treviño supere, con su irrebatible experiencia cómico-musical, al resto del reparto.

A final de cuentas, lo que termina ganando la partida son las canciones o, si usted quiere, el espíritu nostálgico al que apelan esas canciones. Parafraseando el conocido dicho, juventud es destino y, de pasada, educación sentimental. Si nuestros abuelos sorbieron sus triunfos, fracasos, rencores y frustraciones amorosas con Agustín Lara y nuestros padres con José Alfredo, ¿es tan malo que nosotros lo hagamos con Juanga, Lupita D’Alessio o la Yuri de “Cuando baja la marea”? Puede que sí, que esté mal y que debería darnos un poco de vergüenza. Pero, la verdad, no me da nada de nada. ~


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