“Desde que tengo memoria, siempre quise ser director de cine”. Este podría haber sido el emocionante incipit fílmico de la biografía de Martin Charles Scorsese (Nueva York, 1942) si él mismo la hubiera narrado en forma de serie documental televisiva. Rebecca Miller, la directora de Mr. Scorsese (E.U., 2025), miniserie de cinco episodios disponible en Apple TV en los que se nos presenta la vida y la obra del gran cineasta italoamericano, tiene una idea diferente sobre cómo contar esta historia, dentro y fuera de los sets cinematográficos.
Mr. Scorsese fue planteada, desde el inicio, no como una bio-filmografía tradicional sino como un retrato personal poliédrico, construido, se diría, a partir de los principios del cubismo sintético. Así, la cineasta, guionista y actriz Rebecca Miller volvió aquí a sus orígenes como estudiante de artes plásticas, pintora, escultora y dibujante, para entregarnos un absorbente collage cinematográfico scorsesiano confeccionado a través de testimonios muy diversos –de amigos, familiares, colegas, colaboradores y críticos del cineasta–, de fragmentos clave de muchas de sus películas –desde sus storyboards infantiles hasta su reciente obra mayor Los asesinos de la Luna (2023)– , de la música que ha acompañado de principio a fin no solamente toda su filmografía sino su vida misma (aquí está la playlist de la serie, por si ocupan) y, por supuesto, de los recuerdos, reflexiones y hasta personalísimas confesiones del director de Taxi driver (1976), quien en más de una ocasión se sincera frente a Miller, frente a la cámara y frente a nosotros, para hacer memoria no de sus triunfos –que a la postre siempre resultaron efímeros–, sino de sus muchas debilidades, sus grandes tropiezos y hasta sus enormes fracasos, los artísticos y los personales, que lo han convertido en lo que ahora es.
Mr. Scorsese –así es como lo llama Sharon Stone, con una mezcla de juguetona confianza y respeto reverencial en el primer episodio– no nos revela grandes sorpresas sobre su obra ni, tampoco, sobre su bien conocida vida privada: su nacimiento en una familia nuclear italoamericana de origen siciliano, el asma infantil que lo obligó a quedarse en el interior del departamento viendo viejas películas en el televisor, lo que alimentó su fervorosa cinefilia (“¡Gracias, asma!”, dice carcajeándose Spike Lee), su desarrollo juvenil en las Calles peligrosas (1973) de su adolescencia, en cuales conoció y convivió con las versiones reales de algunos de sus futuros personajes cinematográficos, su temprana vocación sacerdotal –que abandonó muy pronto porque, parafraseando a uno de sus amigos, “no podía dejar de voltear a ver a las mujeres”– y su radical elección de vida que fue convertirse en director de cine, una vocación insólita no solo dentro de su familia sino dentro de su entorno social.
Mucho de lo que narra Miller en el primer episodio, “Stranger in a strange land” lo ha contado el propio Scorsese en otras entrevistas y hasta en sus propias películas autobiográficas, sean estas directas (como Italoamericano, 1974) o indirectas, como los invaluables documentales cinefílicos Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano (1995), sobre el cine hollywoodense de los años 40 y 50, y Mi viaje a Italia (1999), sobre el cine italiano que conoció en su infancia. Tampoco es novedad la crónica de sus turbulentos “años de la cocaína”, que atestiguamos en el segundo capítulo titulado “All this filming isn’t healthy”, cuando el cineasta estuvo a punto de morir por su adicción desmedida y fue salvado por Robert De Niro, quien le propuso dirigir Toro salvaje (1980), una cinta en la que Scorsese no tenía el mínimo interés.
Sin embargo, entre un testimonio y otro, entre una reflexión y otra, sí van apareciendo, en los intersticios de cada capítulo, entre los recuerdos, las confesiones y los fragmentos fílmicos y musicales que han enlazado Miller y su editor David Bartner, algunos trazos que nos ayudan a profundizar en la vida, la obra y la misma personalidad del cineasta. Por ejemplo, el haber presenciado, en su más tierna infancia, cierto humillante episodio paterno que, muchos años después, sigue conectando, visiblemente emocionado, con el devastador desenlace de Ladrones de bicicletas (De Sica, 1948). O el papel fundamental que tuvo en sus años formativos el recio sacerdote católico Francis Principe, su mentor espiritual, que llegó a ser tan importante para él como su otro mentor, pero cinematográfico, el patriarca del cine independiente John Cassavetes, quien terminó convertido en su conciencia creativa, como lo señala con toda razón una de las cabezas parlantes.
Asimismo, aunque es bien conocida la relación amor-odio de Hollywood con Scorsese –por lo menos, antes de que lo coronara cruelmente dándole el Oscar a mejor director por una de sus películas menos logradas, Los infiltrados (2006)– y aunque son legión las anécdotas de cómo ha tenido que lidiar, para bien y para mal, con los estudios fílmicos hollywoodenses, desde cuando querían cortar el sanguinario final de Taxi driver hasta las más recientes dificultades para levantar un proyecto tan personal como fue Silencio (2016), Miller subraya, en el último episodio, “Method director”, algo que, a estas alturas del juego, es imposible disputar: la importancia que ha tenido la presencia de Leonardo DiCaprio en la segunda parte de su filmografía. A final de cuentas, fue gracias al poder taquillero de la entonces juvenil estrella de Titanic (1997) que pudo hacer posible Pandillas de Nueva York (2002), un ambicioso proyecto que Scorsese acariciaba desde veinte años atrás y que, por las dificultades logísticas y su exorbitante costo, ningún estudio se había animado a producir. La entusiasta participación de DiCaprio en los siguientes filmes scorsesianos no solo le permitió al cineasta seguir levantando proyecto tras proyecto en lo que va del siglo, sino que provocó que se convirtiera, sin buscarlo ni quererlo, en una ubicua celebridad cinematográfica, especialmente a partir del éxito de El lobo de Wall Street (2013), que es la única película de él que, dice su hija Francesca, todos los jóvenes han visto.
Hay un último elemento de este retrato de vida que sí era desconocido: Scorsese como fracasado pero redimido hombre de familia. Luego de cinco matrimonios, cuatro divorcios y tres hijas con tres diferentes esposas, queda claro que para el biografiado Mr. Scorsese no hay nada más importante que el cine. Este hombre vive y respira cine porque solo el cine lo ha mantenido con vida. Después de todo, ¿qué habría sido de él si De Niro no lo convence de hacer Toro salvaje? Esta voluntad infatigable tan cercana al martirio religioso (“Trabaja como un minero pero con la vocación de un sacerdote”, dice de él Daniel Day-Lewis), lo ha llevado a entregarnos algunas de las más grandes obras cinematográficas de la historia, sin duda alguna, pero al costo de arriesgar en cada nuevo proyecto su salud, física y mental, además de sus relaciones familiares más cercanas.
En el momento más íntimo y menos complaciente de la serie, Miller nos presenta los testimonios de sus tres hijas –Cathy, Domenica y Francesca– quienes hablan de los diferentes “papás” que ha sido Scorsese, dependiendo no solo de la fecha de cuando nacieron ellas, ni de la relación que tenía él con sus respectivas mamás, sino de la etapa profesional por la que atravesaba el cineasta. Vamos, queda claro que no fue lo mismo ser Cathy –que creció sin la presencia de Scorses– que Domenica –que decidió trabajar como figurante en La edad de la inocencia (1993) para que su papá la viera con el mismo interés que ve a sus actores (¡ouch!)– o que la alegre veinteañera Francesca, que ha transformado a su anciano papá en una regocijante celebridad tiktokera.
Es hacia el final, gracias al análisis crítico y psicológico del también cineasta Ari Aster, que Miller termina dándole el último toque al complejo retrato cinematográfico existencial de Mr. Scorsese. El hijo del serio Charles y la extrovertida Catherine ha hecho todo el cine que hecho no solo porque no sabe hacer otra cosa, sino porque es lo que siente que debe de hacer para perdonarse a sí mismo, para poder convertirse en un mejor ser humano, para conectar espiritualmente con el otro, con la otra, con todos nosotros. A lo largo de Mr. Scorsese, Miller nos señala que el cineasta ha sido, entre una película y otra, lo mismo el atormentado Charlie (Harvey Keitel) de Calles peligrosas que el autodestructivo Jake LaMotta de Toro salvaje o el obsesivo Howard Hughes de El aviador (2004). Aster completa este retrato con lucidez: Scorsese puede que sea todos esos personajes pero, especialmente es el Kikujiro (Yôsuke Kubozuka) de Silencio, el traidor perpetuamente atormentado, el patético pecador que buscar ser perdonado una y otra vez. Kikujiro aspira siempre a ser mejor ante los ojos de Dios, pero está incapacitado para serlo por su propia naturaleza: no es suficientemente fuerte para luchar contra sí mismo, aunque siga intentándolo y, previsiblemente, fallando.
Esta es la posición moral y espiritual de Scorsese frente a la vida que, para él, es el cine. Hay que seguir adelante, sabiendo que habrá tropiezos, dificultades y fracasos por venir, pero sin cejar en ningún momento. Mientras haya salud, habrá vida y, por ende, habrá cine. Es cierto que un tal Dr. Klein le adviritió que si seguía trabajando de esta manera no sobreviviría mucho tiempo más. Pero ese diagnóstico fue hace 20 años. Qué van a saber los médicos, Mr. Scorsese. Usted sígale. Hasta el final. ~