El amor de mi vida, de Jane Campion

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Poeta antes que director, Bernardo Bertolucci dijo alguna vez que, de todas las artes, la poesía era la expresión más cercana al cine. Así como nada mediaba entre la idea y el poema, explicaba, tampoco había mediación entre idea y película.

Fea ironía, entonces, que el cine sobre poesía y poetas sea, en su mayoría, un desastre. Y es que a los problemas del género biográfico se suma la complicación de que un artista de la palabra crea su legado al mundo enconchado sobre una mesa y contemplando un papel. La imagen de alguien garabateando hojas no aguanta demasiadas vistas. Si se suma la pretensión de explicar la dichosa obra, la película se hace verbosa. Si la obra es, encima, poética, se hace verbosa e incomprensible. Suelen quedar melodramas poblados de personajes “de época”, donde la histeria del protagonista es sinónimo de genio, y que dejan al espectador preguntándose qué parte de esa vida extraña tiene que ver con él.

La película El amor de mi vida, de la neozelandesa Jane Campion, es la excepción a la regla. Su mirada a los últimos años de la vida de John Keats evita el regodeo en la tragedia que, dados los hechos reales, parecería una opción natural. Sumido desde niño en la pobreza, creyéndose toda su vida un poeta fracasado, y muerto a los veinticinco años de una tuberculosis que arrasó con su familia, Keats llena los zapatos de un estereotipo hecho para el cine. Pero al ser Campion la narradora detrás de la historia, difícilmente los reflectores estarían puestos solamente en este personaje. El amor de mi vida rescata a la musa de sus últimos años, Fanny Brawne, a quien Keats dedicó el soneto “Bright Star” (el título original de la cinta, masacrado en la “traducción”). Para fines de la historia de Campion, Brawne es un personaje a la altura de Keats. Tejió con el poeta un vínculo a la vez apasionado y etéreo, que no consumaron por razones concretas –la falta de medios de él, el deterioro de su salud–, porque el amor a punto de hervir era el estado habitual victoriano y porque todo, al final, convenía al temperamento contemplativo de Keats.

La historia empieza en 1818, año en el que Keats se muda a la casa de su amigo Charles Armitage Brown. Campion se ahorra la manida recreación del flechazo, y desde la primera secuencia muestra a los personajes relacionándose con familiaridad. El amigo de Keats, Brown (Paul Schneider), trata a Fanny (Abbie Cornish) con sarcasmo y desprecio. La cree frívola y ligera, y una distracción peligrosa para Keats. Fanny responde a los embustes de Paul presumiendo su buen gusto y sus habilidades como costurera. Keats (Ben Whishaw) parece divertirse con los duelos en su honor. Más que eso, ve en la “frivolidad” de Fanny una expresión de ese mundo placentero y tangible que una y otra vez recrea en sus poemas. Cuando, escenas más adelante, ella le pide que le enseñe a entender la poesía, él le responde que es, por definición, imposible. Lo poético, le dice, es ante todo “experiencia sin pensamiento”.

Campion dirige El amor de mi vida siguiendo el precepto de Keats. En vez de exposiciones orales, recurre a viñetas que estimulan los sentidos del espectador. Nada que ver con preciosismos gratuitos. La belleza en el estilo de El amor de mi vida es mesurada y precisa; un vehículo expresivo y correlato de la emoción.

La directora suele decir que su obra no es feminista, pero afirma ver el mundo “con los ojos de una mujer”. Las heroínas de sus películas se rebelan ante un destino impuesto, y, en épocas distintas, retan el ideal femenino celebrado por la sociedad. El romance es visto por Campion como juego de espejos en el que las mujeres se pierden, y que casi conduce al abandono o la decepción.

En buena medida su Fanny Brawne es una “mujer Campion”: no se deja intimidar por los insultos de Brown, y es (casi) indiferente a los rumores que provoca su relación indefinida con Keats. Pero a diferencia de sus predecesoras en la obra de Campion, su condición de mujer diferente no es lo que la hace sufrir. En El amor de mi vida, la lucha histórica entre mujer y sociedad patriarcal se concentra en el antagonismo entre Fanny y Charles Brown. Fuera de esa relación, Campion le permite a Fanny vivir un romance tan idílico como el que más: no a pesar de la muerte de Keats, sino posible gracias a ella. Suspendida en el tiempo y preservada en su memoria, la historia de amor entre ambos estuvo a salvo de la erosión a la que está condenada toda relación terrenal.

Si este modelo amoroso, alimentado por el anhelo y anclado en la imposibilidad es, al final, encomiable, es una opción que por fortuna Campion no quiso explorar. Esta vez pone a su pareja bajo una luz que los favorece a ambos (no solo a ella), volviéndolos encantadores (no solo mártires o héroes) y permitiendo al espectador entender su fascinación mutua. Más que entender, sentir. Experiencia sin pensamiento –o vivencia poética, según John Keats. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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