Freaks y el horror en los treinta

Un análisis de Freaks, de Tod Browning, una de las cintas de horror más extrañas e incómodas de la historia.
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Al inicio de Freaks (1932), una de las últimas películas de Tod Browning, escuchamos a un personaje que sostiene que nacer en un cuerpo con alguna deformidad es tan accidental como nacer en uno “normal”. No obstante, las reacciones de un grupo de personas que se asoma a ver una mujer que antes era hermosa –y que por lo pronto no vemos– es elocuente: la deformación física genera morbo, y sin querer ver pero ofreciendo poca resistencia a la vista, las reacciones son adversas, y van del rechazo al miedo. Y este miedo puede ser tan fuerte como el que provoca lo desconocido. Pero con todo y que Freaks es uno de los hitos del terror temprano, Browning no explota tanto el asunto del miedo ni el del morbo: es en la convivencia de los deformes y los “normales” donde surge el terror, y en la diferencia el origen de la reflexión moral.

La acción de Freaks se ubica en el traspatio de un circo instalado cerca de París. Por ahí transita una amplia variedad de cuerpos y figuras (la mayoría de los cuales sólo aparece en esta película) que constituyen casi un catálogo documental de la deformidad: enanos, como Hans y Frieda, un hombre que es puro tronco, una mujer con una cabeza diminuta, un hombre sin piernas. Pero también hay espacio para la belleza y la gracia, que encarna la trapecista Cleopatra, deformidades bien vistas, como la talla desmesurada de Hércules, y hasta payasos que, sin pintura, son todo romanticismo. La cinta avanza a partir de una serie de viñetas, y entre los encuentros de unos y los desencuentros de otros el asunto que tiene mayor desarrollo es la maldad de Cleopatra, quien se aprovecha vilmente del amor que le profesa Hans mientras sostiene una relación con Hércules (y que de alguna manera hace recordar Der blaue Engel de Josef von Sternberg). La perfidia de ella alcanza proporciones criminales, y entonces se hace presente lo que ya se anunciaba desde el inicio: el código ético de los deformes, que es, poco más o menos, el mismo de los mosqueteros de Dumas: si se hace daño a uno se le hace a todos, y si uno tiene un problema, todos lo apoyan.

Desde su estreno, Freaks fue cuestionada y provocó reacciones adversas, al grado de ser prohibida en algunos estados norteamericanos y en más de un país. Los cuestionamientos son justificados, y no tanto por el desagrado que puede provocar la visión frecuente de la deformidad, sino por las consecuencias del código aludido. Cierto es que durante la mayor parte de la película –cuya duración apenas rebasa los 60 minutos– somos testigos de las burlas que algunos de los miembros del circo hacen principalmente a los enanos, que hay incluso una escena en la que algunos de los “fenómenos” juegan en el bosque y son rechazados (aunque después son tolerados), y que Cleopatra es consciente de la debilidad de Hans, pero la reacción que esto provoca alcanzaría para que más de alguno endilgue a los deformes el mote de monstruos. El final original es, sí, un verdadero asunto del terror: luego de ser castrado, Hércules canta como soprano en el show de los deformes. La oposición que generó en las funciones previas a su estreno explica que se haya desechado. El que ahora presenta no es menos virulento, y deja ver el nuevo cuerpo de Cleopatra.

Como decía al inicio, Freaks no es una película de terror, al menos no como lo entenderíamos hoy día –y ni siquiera como la entendería Murnau y su Nosferatu, o el mismo Browning en su Drácula. Si bien el desagrado puede ser un asunto propio del terror, Browning no hace de la deformidad un asunto de morbo, sino que la instala en una cotidianidad a plena luz, y justamente muestra cómo, más allá del cuerpo que se posea, las pasiones constituyen un humano piso común. Tampoco hay un afán paternalista ni se buscan simpatías por medio de la lástima. (Más atención merece el maltrato que sufren las mujeres en prácticamente todas las relaciones, de pareja o no, que aquí se esbozan). Y tampoco las sorpresas y las músicas que irrumpen y aumentan su nivel para sobresaltar al que mira y escucha, práctica recurrente del terror adocenado de hoy día. La atmósfera del terror sólo se instala hacia el final, con una sugerente secuencia en la que los deformes acechan en la oscuridad pero al alcance de la vista del que se busca asustar, expuestos tan solo por un rayo de luz, como los ojos de Bela Lugosi en Drácula. Lo que sigue está más cerca de lo que conocemos, con la infaltable noche lluviosa (la única de toda la película) con rayos y truenos. Y al final la lección es clara: la maldad provoca maldad, y la falta de respeto a la deformidad se paga en carne propia. Así, buscando ensalzar la virtud (el apoyo que los desvalidos se ofrecen entre sí, lo que los hace fuertes) se exalta la maldad, y la ley del Talión es tibia en comparación con la reacción de los ofendidos. Al final queda claro que la monstruosidad no es un asunto estrictamente corporal, y que el mal también es un asunto normal. Asimismo se hace ver cómo la venganza también ofrece un piso común a lo humano, y que ésta es un tema presente –en mayor o menor medida– en el cine norteamericano desde sus orígenes, lo cual es fácil constatar en tantas películas, recientes o no, de terror o no –como Rise of the Planet of the Apes, I Spit on Your Grave o Faster. Asunto éste que, en el cine norteamericano, en la nota roja y en la Historia, sí está de miedo.

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