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Fuera de competencia: Entrevista con Arturo Ripstein

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“Me gustan los sobrevivientes. Los personajes marginales. Las situaciones y las escenas donde mis criaturas están al final de sus fuerzas. Y siguen y siguen y siguen.” Así arranca el diario de rodaje de Profundo Carmesí, firmado por Arturo Ripstein y publicado en 1996 en la revista española de cine Nosferatu.
El director hace, sin proponérselo, un autorretrato relámpago. Es sobreviviente de un pasado largo —casi cuatro décadas de trayectoria, y cuarenta películas hasta el día de hoy— y marginal, sobre todo, de unos años para acá, en el contexto del llamado renacimiento del cine mexicano. Mientras dos o tres películas acapararon la atención de los medios, pocos mencionaban el ritmo galopante con el que Ripstein ha filmado desde 1966. Del esbozo que el cineasta hace de sus criaturas preferidas, el rasgo que no comparte es el que las define sin fuerzas.

La entrevista que sigue tuvo lugar en San Sebastián, sede del Festival en el que Ripstein suele alternar en papel de invitado, participante y jurado. Esta última es la función que cumplió el pasado septiembre, cuando en su edición 51 el Festival inauguró el concurso Horizontes Latinos, y designó al director mexicano como presidente del jurado que habría de premiar la mejor película de procedencia latinoamericana.

La tiranía del cine best seller, las trampas del éxito instantáneo, y el futuro ejercicio del cine como una actividad clandestina son los temas que a continuación revelan, más que una visión escéptica, el sitio en donde Ripstein ubica el último reducto de su voluntad creativa.

En últimas fechas, revistas, publicaciones y, como este caso, festivales, han puesto la mirada en un ente denominado “cine latinoamericano”. ¿Existen, desde su opinión, denominadores comunes más allá de algo tan obvio como el continente de procedencia? ¿Hay un corpus al que se le pueda llamar “cine latinoamericano”?

Solamente desde un punto de vista reduccionista, como sucede con la literatura latinoamericana. Somos docena y media de países unidos por la misma lengua; pero un individuo en uno de estos países podría pensar que se parece más a un francés que a un peruano. Más allá de la rigurosa geografía, no creo que Latinoamérica exista como concepto cinematográfico. Es muy difícil decir que entre todos los países conformamos un cine con un determinado parámetro o un sentido en común de las cosas. Cada vez más, las películas se parecen al modelo hegemónico; no todas, pero sí aquellas que ahora se seleccionan como las importantes, o aquellas que determinan los rumbos. Ésas sí tienen algo semejante: todas se parecen al cine comercial gringo.

Y sin embargo se les aglutina bajo una etiqueta común. ¿Equivale esto a perpetuar un cliché impuesto por la mirada de fuera?

Por supuesto. Siempre hemos sido ciudadanos de segunda y hemos adquirido sentido gracias a la etiqueta que nos imponen fuera. Cuando yo era un joven cineasta, me di cuenta de que éramos considerados en términos distintos con respecto a los directores de otros países. Recuerdo que pensaba: “Aquí primero te piden el pasaporte y después el talento.” Primero tienes que ser de un cierto país y luego demostrar que puedes hacer algo bien. Existía también otro cliché, y era que los espectadores europeos esperaban que hiciéramos un cine donde detrás de una palmera saliera un barbudo con una ametralladora. Ahora las cosas son distintas: se espera que salgan coches volando de las ventanas, o que se hagan comedias románticas para complacer al público. El lugar común se ha continuado a través de una tendencia a complacer al público.

Además de que el cine latinoamericano se percibe como un todo, hoy en día, encima de eso, se percibe como un todo rebosante de salud. ¿Diría que este fenómeno —y en concreto el llamado boom del cine mexicano— es una creación mediática?

Es muy posible. De unos años para acá se da un fenómeno muy peculiar —quizá yo antes no lo había notado—, que es el fenómeno del éxito instantáneo. Lo que existía anteriormente era el reconocimiento, que bien podía ser inmediato. Por ejemplo, ocurría que en el Festival de Cannes de mil novecientos cincuenta y tantos se proyectaba la película de un extraño señor japonés de apellido Kurosawa, y esta película llamaba mucho la atención. Pero entre algo como aquello y el éxito como se entiende hoy hay una enorme diferencia. ¿Cuánto tiempo le tomó a González Iñárritu ser González Iñárritu? En el arte, tal y como se concebía antes, la consagración llegaba por goteo: lentamente, subiendo un escalón y luego otro y luego otro. Lo que se espera —el éxito instantáneo— es muy difícil de sostener. En primer lugar, es difícil por la perdurabilidad de lo que la noción misma de éxito significa. En segundo, porque puede ser mediático. Lo que ahora una revista como Screen International llama “The A-list” puede convertirse en determinado momento en el sostén de la carrera de un director, pero eso con el tiempo se termina. Lo que ha ocurrido con el cine latinoamericano —y específicamente con el cine mexicano— es que tres o cuatro películas han sido muy destacadas y han tenido lo que no habían tenido las películas anteriores a ellas: distribución mundial por parte de las grandes compañías. No creo que esto sea sostenible: el cine mexicano no está hecho de tres películas exitosas. Si recurrimos a promedios entonces sí resulta asombroso que un país que produce diez películas al año tenga tres destacadísimas. Significa que es exitoso el 30% de la producción, y no hay un solo país en el mundo que pueda decir lo mismo. Es muy peligroso verlo de esta manera.

Por no hablar de que estas películas no representaron los estándares en ningún sentido: no obedecieron a reglas de financiamiento ni de producción.

No. El éxito en estos casos no es la regla: es la excepción. Nosotros estamos buscando la excepción como norma, y hacer eso es muy complejo.

Su caso es ilustrativo: usted es el director que ha filmado en México con más constancia, y a la vez se le deja fuera de recuentos sobre el exitosísimo cine mexicano contemporáneo.

Llega un momento en la vida en donde uno se queda fuera, sobre todo si la competencia es contra el éxito. Yo nunca he tenido éxito: lo que he tenido es constancia. He sido contumaz. He continuado haciendo mi trabajo lentamente. Nunca he tenido éxito instantáneo: nunca se me dio, nunca supe cómo se hacía, nunca lo pude controlar, y nunca tuve la menor idea de cómo hacer algo ligeramente formulaico. He tenido muy buena suerte, pero ha sido gracias a hacer mi trabajo. A estar constantemente en la brega.

Cuando habla de un punto de quiebre en el significado de la palabra éxito, o de sus diferencias con la noción de reconocimiento, se refiere a un “antes” y a un “después”. ¿Dónde ubica cronológicamente esta fragmentación?

Me cuesta trabajo, pero no fue hace mucho tiempo. Todavía hace diez años los festivales representaban, tanto para los directores como para el público, una garantía de que las películas ahí premiadas serían vistas en otros lugares. Ahora no sucede así. Las garantías que ofrecía un festival quedan eliminadas ante esta nueva opción de lo instantáneo: sólo destaca lo publicitado, lo vendible, lo consumible. Aquí entra también la noción de expectativa —o, mejor dicho, de su eliminación. Ante la perspectiva de que llegaría al país una película determinada, uno solía pensar: “Va a exhibirse algo que me va a gustar mucho”. Ahora es a la inversa. La gente piensa: “Ya está [exhibida] la película, y a lo mejor me va a gustar.” Ése también es un rasgo de la instantaneidad: la eliminación de toda expectativa.

La expectativa es un factor que depende del público. ¿Podría decirse que la anulación de la expectativa es ya una condición del espectador contemporáneo, y que influye no sólo en desear o no la llegada de una cinta, sino en su manera de verla?

Sí. Al punto de que si tú, como director, le pides al público que haga un esfuerzo, lo único que logras es intimidarlo y provocar que reaccione con ira. Cuando escuchas la propuesta cultural de que México se convierta en un país de lectores, piensas que primero tendría que definirse qué entendemos por cultura, y qué sentido tendría desarrollarla. Muy bien: vamos a entrenar a los niños para que se acostumbren a leer. ¿Y qué van a leer? Hay niños que actualmente leen cómics o cuentos de hadas para terminar en… ¿Isabel Allende? ¿Tiene esto realmente sentido? Lo mismo sucede en el cine. Estamos regresando a lo subterráneo, a la periferia, a la clandestinidad de la cultura.

En relación con estas dos ideas, la anulación de la expectativa y la cultura como ejercicio en la clandestinidad, ¿cómo explica su relación con el público mexicano? ¿Por qué tiene más reconocimiento en el extranjero que en México?

No sé a qué se deba. Yo nunca he intentado hacer películas en contra del público, ni muchísimo menos. Lo que es cierto es que hay una gran diferencia entre el público que consume lo que se le da, y un público que pueda optar por la diferencia. Yo siempre he estado del lado de la diferencia. Nunca he estado en el mainstream y nunca he intentado hacer películas para complacer, pero nunca he dejado de lado al público. Nunca he hecho películas donde antes piense: “Voy a hacer algo que no se entienda.”

¿Cree que ya existe un prejuicio en su contra?

No creo que haya un prejuicio: lo que hay es una respuesta pequeña a mi cine. Si en México un escritor como Carlos Fuentes sigue teniendo ediciones de cuatro mil ejemplares, ¿por qué voy a tener yo más lectores que Fuentes o que Octavio Paz, que siguen siendo opciones de una elite? Paz no es un best seller, ¿por qué habría de serlo yo?

La periferia, la clandestinidad, o la oposición entre un cine best seller o un cine que “pida un esfuerzo” del espectador se desprenden necesariamente de una norma, que, según mencionaba, es el cine de hegemonía.

Sí. El cine norteamericano es la verdadera weapon of mass destruction. Ha logrado convencer al público no sólo de que es el mejor cine posible, sino de que es el único.

Pero en el cine norteamericano también existe la periferia…

Los auténticos marginales en Estados Unidos son directores de una o dos películas que después desaparecen en el magma. El Festival de Sundance planteaba grandes esperanzas, y Robert Redford [su director] acabó transformando el cine americano independiente en la industria del cine americano independiente. Ahora los jóvenes hacen películas de bajo costo que son una audición frente a los grandes estudios. El cine independiente norteamericano ya no toma ningún riesgo, porque está en juego su pasaporte a Hollywood.

Usted tiene una relación difícil con la crítica mexicana. ¿Cree que éste sea un factor influyente en lo que llama una respuesta “pequeña” a su cine?

Con esto ya entramos en otros territorios. Tengo la impresión —no sé si estoy equivocado— de que el problema con la crítica mexicana es que, en algún momento, se dividió en dos capillas: una comandada por X y otra comandada por Y. Si le gustabas a X, entonces Y te atacaba.

Lo que se convirtió en una batalla entre ellos, y no propiamente sobre su cine…

Claro, si le gustabas a los de la izquierda —no en términos ideológicos, por supuesto, sino por su posición topográfica—, los de la derecha estaban en contra tuya. No había otro sustento que el de atacar las nociones y la teoría de la capilla crítica contraria. No había en el fondo un pensamiento riguroso. En México, la crítica —y hablo en general: no sólo la crítica de cine— siempre ha sido suspicaz. Solamente en ciertas instancias ha sido objetiva. O lo más objetiva posible.

¿Cuál es el papel de los exhibidores en el actual estrangulamiento del cine nacional? Monopolios como Cinemark llevan a cabo actos como el “Día del cine mexicano”, en donde, durante 24 horas, “le crean un espacio especial” al cine hecho en México, y luego donan las ganancias al Imcine. Actitudes como éstas pueden ser terriblemente condescendientes…

Hacer esto es lo que en inglés se llama ser patronizing. Es como si dijeran: “Vamos a condescender con los aborígenes y a darles su sentido de existencia.” El problema de la exhibición y distribución en México siempre ha sido muy grave, porque estamos normados por reglas que nos son ajenas. En Estados Unidos, gracias a las leyes antimonopolio, los exhibidores y los distribuidores se independizaron de la producción. En México adoptamos estas mismas normas. La parte de las entradas de las películas se la quedan los exhibidores y los distribuidores, quienes a final de cuentas son los que corren el riesgo menor. Esto está mal planteado y habría que reestructurarlo: no es posible seguir así. Lo ideal sería que el que arriesga tanto su nombre como su prestigio, su talento y sus dineros —por muchos o pocos que sean— sea el que se lleve la parte mayoritaria. No es justo que se lo lleven esos otros, que son simplemente una circunstancia de apoyo. Y que encima de todo las majors condesciendan lo vuelve todo un poco más patético.

Lo peor es que, al interior de México y del público mexicano mismo, se difunde la idea de que el cine mexicano debe exhibirse y consumirse como algo excepcional…

Como un fenómeno; como un acontecimiento. Existe una dicotomía muy clara: antes había cine popular, y había un publico que lo iba a ver. Ahora ese público ya no existe, porque ya no hay dónde se exhiba ese cine. El público que no puede pagar las entradas que paga la clase media ya no tiene dónde ver cine mexicano. Sólo quedan los canales de televisión, donde se pasan las películas mexicanas que tuvieron un enorme éxito, y el sustituto preciso de ese cine que son las telenovelas. Ya no hay un cine popular para México. El cine que existe es elitista, porque se hace para la clase media, aquella que ocasionalmente va a ver cine mexicano.

¿Es posible que esa clase media o la elite con poder adquisitivo sean las que determinen el contenido de cine que se produce?

Sí, porque se les está complaciendo. Se les está dando las películas que los productores creen que tienen que ver. Para colmo, los productores no tienen la formula del éxito. La prueba de ello está en las películas mismas: muchas son rigurosamente formulaicas —hechas para un público determinado, de una edad determinada—, pero no obtienen la respuesta prevista. Los jóvenes de catorce a veintidós años tampoco van a verlas. Si ahí está Nuestro Señor Bruce Willis, ¿por qué van a ver a Juan Manuel Bernal?

Y entonces el desencanto es total: son películas que no satisfacen a nivel creativo, pero tampoco garantizan una recuperación económica.

Los productores tienen que dejar de pensar con la cartera y empezar a pensar con las tripas o con el corazón. Tienen que preguntarse por lo que podría ser un cine interesante, o importante, o bueno. El riesgo tiene que ser mayor. Hasta ahora no lo han tomado, pero van a tener que hacerlo, porque la demostración del error es palpable. No se necesita ciencia infusa para saber que, si haces una película de fórmula, para jóvenes, y no va nadie a verla, algo está fallando.

Hay tres películas presentes en este Festival relacionadas con México de una u otra manera: dos lo mencionan como su país de procedencia —Sin ton ni Sonia, de Carlos Sama, y Nicotina, de Hugo Rodríguez— y la otra es de un director mexicano: 21 gramos, de Alejandro González Iñárritu.

21 gramos no es una película mexicana. Es como decir que Frida es una película mexicana por el hecho de que se filmó en México, o que Titanic es una película mexicana porque se filmó en México.

Y, sin embargo, en el exterior se vincula con México sólo por el hecho de ser filmada por un mexicano. González Iñárritu no se vende como un director “mexicano”. Aquí, sin embargo, en San Sebastián se percibe vagamente como una película “de México”…

Vi con una cierta sorpresa que en el folleto oficial de la película decía “eua-México”. Esto no es para nada cierto: 21 gramos es una película norteamericana. Pasa lo mismo que con The Others, la película de Alejandro Amenábar: el haber sido filmada en España no la hace una película española. Es española para España, pero hacia fuera es una película norteamericana. Las películas son de la lengua en la que se hacen.
¿Es el idioma lo que determina la nacionalidad de una película?
Exacto: la lengua y la conciencia.

No el dinero, ni la nacionalidad del director, ni los temas.

En lo absoluto. Si el día de mañana el joven cineasta X de México hace una película en inglés, la película será norteamericana. Eso es indiscutible. Uno como director ya está en otro contexto.

Si usted hiciera hoy una película en otro idioma ¿ésta dejaría de ser una película mexicana?

No podría evitarlo. Una vez hice una película en inglés [Foxtrot, 1975], y la película ya es una película norteamericana. Yo lo sabía perfectamente desde entonces.

¿Y el peso de su bagaje no determinaría cierta identidad? ¿No defendería este aspecto?

No, en absoluto. Adivino que González Iñárritu tampoco va a jactarse de que la suya es una película mexicana, pero hecha con capital norteamericano, filmada en Estados Unidos, con actores gringos y en inglés. Sería francamente lamentable que por esas razones se dijera que es una película mexicana. Quizá un cierto grupo encargado de la promoción de la película es el que está tratando de decir que lo es, pero 21 gramos ciertamente no es una película mexicana. Tampoco podríamos decir que Harry Poter III es una película mexicana por el hecho de que la hizo un mexicano [Alfonso Cuarón].

Las películas, como es la norma en los festivales, suelen identificarse con su país de origen y casi automáticamente adquieren una identidad nacional. ¿Sería mejor que desde su origen se despojaran del gentilicio?

Ése es el ideal. Cuando yo era un joven aspirante a cineasta y veía una película de Fellini, no veía una película italiana. Veía una película de Fellini. Lo que importaba entonces era quién la hacía, no de dónde venía. Ahora, claro, con la división socioeconómica y política del mundo, unas películas son mexicanas, rusas o francesas. Pero esto tampoco es problema: lo que importa es lo que resulta. Más allá de ser húngara o polaca, una película es buena o es mala.

Y, sin embargo, se agrupan en secciones como Horizontes Latinos, cuyo jurado preside usted en este momento. Desde esta posición, ¿qué virtudes considera que deben premiarse en una película latinoamericana?

El único propósito de un jurado es tratar de premiar la mejor película posible. No va a ser la más representativa, la más emblemática ni la más determinante en un sentido extracinematográfico. Vamos a premiar aquella película que en el acuerdo final sea la que más nos haya gustado. [Resultó ser la película Cautiva, del director argentino Gastón Birabén, sobre una adolescente “recuperada” por la familia de su madre, desaparecida en los años de la dictadura.]

¿Encuentra en el público cierta inclinación a buscar “lo latino” en las películas producidas en Latinoamérica?

Ya no. Ya hay una diferencia entre lo que mencionaba antes sobre el guerrillero detrás de la palmera y el cine que se hace ahora. En el conjunto de las películas latinoamericanas que hemos visto en esta competencia, ya hay muchas que podrían ser de cualquier otra parte. El asunto de las identidades culturales puede ser una enorme ventaja y un obstáculo terrible. La ventaja es que inevitablemente provenimos de un lugar y de un momento determinados: no podemos contarnos a nosotros mismos de otro modo. Pero esto es inherente al acontecimiento; no es una circunstancia añadida. Por supuesto que las películas latinoamericanas parecen filmadas en nuestros países —sobre todo las que tocan temas más específicos y locales—, pero esto de ninguna manera las limita. Al contrario: puede universalizarlas instantáneamente.

Otro problema inherente a aglutinar las película dentro de una etiqueta como “lo latinoamericano” es que, a lo largo de Latinoamérica, las industrias son muy distintas. Argentina, por ejemplo, en medio de su crisis brutal, produce una película tras otra. En México la situación económica es menos severa y, sin embargo, la producción —por lo menos la apoyada por el gobierno— es alarmantemente baja…

En cuanto a producción estatal, este año estamos prácticamente en cero. Todas las películas que se están produciendo en México son hechas al margen del apoyo oficial.

¿Cuál sería una solución posible?

No tengo la menor idea. Una solución inmediata sería buscar una reglamentación para el apoyo del cine mexicano. [Esta entrevista fue realizada antes de darse a conocer la propuesta de la SHCP de desincorporar los organismos estatales de apoyo a la industria del cine.]

Pareciera que no hay confianza por parte del gobierno mexicano en capitalizar una industria del cine.

No creo que sea una cuestión de confianza: creo que se trata de un desinterés absoluto. El gobierno y la cultura —cuando el cine puede considerarse cultura— no están en la misma tesitura. Lo ha demostrado el gobierno con su negligencia: nos han dejado siempre de lado.

Los medios que actualmente promueven la idea de un boom del cine en español mencionan que, cuando hay un exceso de producción —como es el caso de Argentina o de España—, suele haber un descenso en la calidad de las películas. Al contrario, se dice que cuando hay pocos recursos, el talento y la creatividad se potencian. ¿Le parece cierta esta ecuación?

No necesariamente. En México hay pocos recursos y hay pocas películas buenas. En cambio, mientras más películas se hagan, también hay más posibilidades de que surja una buena entre ellas. Al cine se le ponen requerimientos muy complejos: nadie exige que cada año haya una sinfonía importante ni un libro de poesía importante, pero todo el mundo exige que el cine tenga una o dos películas importantes al año. Esto se cumple ocasionalmente, pero no porque haya o no dinero. Se cumple porque hay autores que tienen la enjundia para lograrlo.

Pareciera que lo que hace falta es que las personas a cargo de distribuir presupuestos, o en posiciones estratégicas, tengan un mejor entendimiento de la cultura y, en concreto, del cine.

Sin duda. Tendría que haber alguien que realmente lo defendiera, como sucede en algunos otros países —Brasil, Argentina, por no hablar de Europa. En estos países el cine es una industria estratégica. En México ya ni a industria llegamos.

Las coproducciones podrían ser una salida…

Las coproducciones han sido la única salida en los últimos años. La baja en la producción se ha dado por la pérdida de las coproducciones.

En relación con su papel como jurado, ¿qué sería lo inadmisible de premiar en un festival, y específicamente en una sección sobre cine latinoamericano?

Sería inadmisible premiar al cine entendido como un concepto rigurosamente comercial. Si la película más comercial de todas resulta ser la más buena, ésa es la que va a ganar; pero no vamos a premiar una película que sea importante porque va a tener éxito. La película tendría que buscar su propio nicho. No sé si esto se logra con educar al público.

Algo que puede tomar generaciones…

Y no estoy seguro de hasta qué punto nosotros tenemos la responsabilidad de hacerlo.

En ocasiones las crisis culturales preceden a despuntes interesantes. ¿No cree que pueda darse un renacimiento en calidad del cine mayoritario?

No soy optimista en ese sentido. La tendencia es a que el cine de calidad se parezca a los libros de poesía: secretos, pequeños, subterráneos. Hay un tipo de cine que soporta costos ínfimos y que se sacará adelante. Puede pensarse en hacer una serie de películas pequeñitas y venderlas como litografías. Se trata de un cine solipsista o, en el mejor de los casos, onanista. Son películas que se harían para verlas uno solo. Lo cual tampoco tiene sentido. En pintura o literatura la economía alcanza para hacer eso, pero el cine, aun el que se pretende austero, cuesta dinero y acarrea responsabilidades. Además, en el fondo, lo que uno quiere es que una película se vea.

Lo que en su caso —si el panorama es tan oscuro como lo describe— es el incentivo último.

Todo se vuelve deprimente, triste y terrible. No obstante hay un demonio atroz que te impele a seguir adelante. Y te hace decir: “Me da lo mismo. Voy a seguir haciendo películas para mis amigos —aunque me dejen de hablar para siempre.” En fin, voy a hacer películas aunque sea para tener la satisfacción de haberlas hecho, por el gusto de trabajar el oficio. Más allá no llegaré. No me interesa ir a Hollywood, en donde sí podría tener una carrera de cineasta, propiamente hablando. Eso terminó para mí hace muchísimos años; yo soy cineasta amateur, en el sentido más riguroso del término. Si me voy a Hollywood no voy a poder hacer las cosas que me interesan. Entonces, ¿para que me voy? ¿Para decir que hice Titanic o que hice “mexican movies“? No tengo absolutamente ningún interés en andar por ahí. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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