La infancia de Kubrick

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Con diez años, Stanley Kubrick empezó a tomar fotografías con una sencilla cámara Graflex; la afición le venía de su padre, médico de profesión, y las primeras imágenes del niño fueron de los rincones y tipos del Bronx, donde había nacido en 1928. El resto es historia. Siendo aún escolar (y mal estudiante), la revista Look le publicó una instantánea, su éxito profesional en ese medio fue precoz, también su matrimonio a los dieciocho años (precoz aunque infeliz), y poco después la iniciativa de un amigo le llevó al cine: produjo, escribió, fotografió, dirigió y montó dos cortometrajes, aceptó el encargo de otro, y con el dinero amasado en esas labores se lanzó a su primer largo, Fear and Desire (1953).

Kubrick nunca quiso que viéramos Fear and Desire, pero siempre hay un Max Brod oportuno para rescatar los descartes del genio esquivo. En el cine no hace falta buscar resmas de papel en un baúl; los negativos quedan por algún almacén, y en este caso, después de una accidentada peripecia, la Biblioteca del Congreso, en colaboración con el MOMA de Nueva York, restauró el original que ahora, al cumplirse setenta años de su estreno y fracaso comercial, ha tenido una distribución restringida en cines y una edición de excelente calidad en DVD (con los extras de esos tres cortos citados, uno de ellos, Día de combate, Day of the Fight, de genuino interés). A la película se le ven de vez en cuando las costuras, y rezuma literatura de dudoso gusto (obra del poeta Howard Sackler, que escribió el guion), pero resulta, en todo momento, fascinante: por sus logros, que no son pocos, y por la mecánica de sus fallos, que con el conocimiento que tenemos de la obra kubrickiana posterior parecen, más que esbozos, semillas que la pobreza de medios y el desconocimiento del utillaje no dejaron brotar.

Es la primera película bélica de las tres que hizo, pero en este primer ensayo sus protagonistas son soldados que, ajenos a toda referencia histórica y territorio concreto, no tienen “más país que el de la mente”, como dicen las palabras iniciales del narrador. Una alegoría, por tanto, que anticipa a su modo títulos de mayor renombre: La vergüenza de Bergman, Fugitivos de André Téchiné, El tiempo del lobo de Haneke, Hijos de los hombres de Alfonso Cuarón, aunque en esa más reciente deriva el género empezó a estar contaminado por la ciencia-ficción apocalíptica, hoy tan de moda. No así Fear and Desire. Sabemos poco –y eso es una de las bases de la composición alegórica– de lo que pasa o pasó antes de empezar la acción: cuatro soldados están perdidos cerca de las líneas enemigas, después de que su avión se estrellara, y su objetivo no es original: sobrevivir, escapar, y, con suerte, acabar con sus rivales. Los cuatro tienen un pasado, aunque solo el de dos ellos, Sidney y Mac, resulta relevante. Hay narrador omnisciente, hay diálogos superpuestos, sin que oigamos a los actores decirlos, y hay monólogos interiores; es decir, Kubrick rubrica una obra que en Hollywood pasaría en 1953 como de vanguardia, y por eso se entiende que un artista tan denso pero tan comunicativo quisiera ocultar a la posteridad un texto fílmico que él mismo consideró años después “inepto y pretencioso”. Y a ratos lo es, sobre todo por el amateurismo de ciertos actores, en especial su amigo de la bohemia del Greenwich Village Paul Mazursky, que luego sería un director comercial de Hollywood de poca distinción y aquí, en el crucial papel del atormentado Sidney, sobreactúa de un modo lastimoso. La hermosa secuencia de las pescadoras del río, que empieza como un idilio campestre y acaba, atrapada una de ellas por los soldados y atada a un árbol, en una escena de psicopatía criminal, sufre de la mala prosodia y los visajes grotescos de Sidney/Mazursky.

Pero Kubrick ya era Kubrick; el genio, incluso en sus tropiezos, en sus puerilidades, brilla con un fulgor reconocible. Y Fear and Desire tiene más que destellos. Sorprende muy gratamente, por ejemplo, que tan temprano se cuidara tanto de la banda sonora, él que fue, yo diría, el director más audaz, mas inesperado y sutil en buscar las músicas adecuadas a sus historias: de Johann y Richard Strauss a Gene Kelly cantando a Nacio Herb Brown, de Penderecki a Nelson Riddle, de Wendy y Walter Carlos a Ligeti, pasando, memorablemente, por Beethoven y Henry Purcell. Aquí se trata de una partitura original de Gerald Fried, excelente compositor muy versátil con el que Kubrick repitió en sus tres siguientes películas, y que le proporciona en esta ocasión una música de asomos dodecafónicos muy a tono con la espinosa y seca materia del relato. Y luego está la fotografía, que hizo el mismo Kubrick, como en los cortos y en su siguiente película, El beso del asesino: un blanco y negro muy hiperrealista que sirve de contraste a los perfiles más bien vaporosos del conflicto dramático.

Hay brotes irracionalistas que cobran peso en la peripecia, como el perro solitario en sus dos comparencias. Y llega la extraordinaria última media hora de un filme corto (62 minutos). Ahí es donde Fear and Desire trasciende sus limitaciones y alcanza un refinado sentido metafórico de mayor riqueza que el alegórico. La película tiene citas de Shakespeare, extraídas de La tempestad, que, al estarle encomendadas al personaje de Sidney, suenan plomizas y hasta banales. Otro escritor de lengua inglesa nos importa más. En el acecho a los innominados enemigos, un general de cierto aire ario pero uniforme abstracto y sus subordinados, se insinúa que este destacamento que aguarda relajadamente en una especie de chalet no espera combate ni victoria, sino reconocimiento, o tal vez comprensión. La revelación llega cuando nos damos cuenta de que los dos soldados acechantes tienen el mismo físico que el general y su ayudante de campo. Son iguales, de hecho; los actores encarnan cada uno dos roles, Kenneth Harp al teniente del pequeño pelotón y al general altivo, Steve Coit al soldado Fletcher y al ayudante del general. Aunque no he leído ningún comentario al respecto ni declaración del propio cineasta, en ese duelo diferido y en esa fusión de rasgos físicos está Joseph Conrad. El enfrentamiento final, la pulsión de muerte manifiesta, la advertencia de los parecidos y lo que ocurre con las armas, que no conviene contar, recuerdan notablemente algunas de las grandes ficciones de espera indefinida e identidad de contrarios escritas por Conrad, y sobre todo esa obra maestra sobre el tema del doble temido y deseado que es The Secret Sharer, traducida entre nosotros como El partícipe secreto. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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