W., de Oliver Stone

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Si uno toma en cuenta que Oliver Stone ha calificado a George W. Bush como el peor presidente que le ha tocado padecer en vida; que dice que cuando lo conoció su arrogancia lo dejó en shock; y que en este momento filma un documental al lado de Hugo Chávez, a quien describe como un hombre “con una energía embriagadora”, es difícil descifrar qué lo llevó a filmar una película como su reciente W. O qué lo llevó a filmarla con ese tono y desde esa mirada: serena, ecuánime y –hasta donde es posible– compasiva. No lo vindica ni lo perdona (faltaba más), sólo reparte culpas en el desastre de su gestión.

Quizá intuyó que una parodia brutal de Dubya (como se suele llamar a Bush por la escritura fonética de “W”) era justo lo que se esperaba de él. A estas alturas del desprestigio del hombre, todo chiste a su costa cae en la categoría de humor políticamente correcto. Difícilmente el director maldito haría una película para complacer.

Cualquiera que haya sido el resorte, W. confirma una ecuación que se repite en la filmografía de Stone: entre más se aleja de la trinchera ideológica y menos deja que sus filias y fobias se interpongan entre él y la cámara, mejor demuestra que es un director tremendamente eficaz. Esto, se entiende, en el terreno cine político. Aun cuando cae en extremos, no hay punto de comparación entre el cine de Oliver Stone y el populismo de, digamos, Michael Moore.

Como no hay punto de comparación entre Farenheit 9/11 y W. Para explicar las conspiraciones de la clase política, Moore obliga a su público a adoptar una lógica conspiratoria. Si Stone hubiera pasado su película W. por el filtro que a veces usa, y que divide al mundo en listos y enajenados, víctimas y verdugos, verdad y fabricación, cualquier intento de crítica a sentencias como “el eje del Mal” o “los que no están conmigo son mis enemigos” se hubiera desplomado bajo el peso de la contradicción.

Tomó una mejor decisión. Abarcando, intercalados, tres periodos de la vida de Bush Jr. –la juventud de oveja negra y su incipiente alcoholismo; la conversión religiosa y su entrada en la política; la presidencia y el diseño de la guerra de Iraq–, W. es la visión trágica de un hombre con habilidades por debajo de las normales, ocupando el cargo con más atribuciones del mundo. Stone hurga en las razones detrás y las divide en dos grupos: las del dominio público (los tejes y manejes de Cheney y Rumsfeld), y el cuadro psicológico de un joven mediocre, siempre descalificado por una especie de superpadre: héroe de guerra, empresario exitoso, republicano ejemplar. Después de haberle confesado que su verdadero deseo es dedicarse a algo “relacionado con el beisbol” (y recibir una regañiza brutal), el junior se propone demostrarle al senior que puede seguirle los pasos. Y hasta rebasarlo. Llegado el momento, completará la guerra y la ejecución del tirano que su padre dejó a la mitad.

El guión de Stanley Weiser narra anécdotas tomadas de biografías (un pleito a golpes entre padre e hijo) y recrea reuniones privadas, como las juntas en que se construye la causa de guerra. En estas, pone en boca de los personajes diálogos que son autodefiniciones de su rol en la guerra. (Cheney: “Saddam habla con Zarqawi que habla con Al Qaeda, y Atta se reunió con el jefe de inteligencia de Saddam. No hay duda de que están conectados.” Rumsfeld: “La ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia de pruebas.” Rover: “Si no hacemos algo ahora, en 2004 nos sacan de aquí.” Powell, una y otra vez: “¿Por qué estamos haciendo esto?”) Más interesantes son las viñetas que describen a Bush como alguien de una simplonería tan franca que acaba por intrigar. Es el caso del convivio en el que queda prendado de su futura esposa, Laura. Ella le dice que es bibliotecaria; “Uh-uh”, le responde él. La mujer queda cautivada por el hombre que le coquetea mientras masca una porción de puré de papa más grande que su cavidad bucal.

La actuación de Josh Brolin es casi sobrenatural. No es que haga una imitación de Bush; sencillamente se convierte en él. Considerando que el original exhibe un repertorio de tics –el caminado vaquero, el gesto de dizque concentración, la mueca chistoretera– que son en sí mismos trazos de caricatura, el trabajo de adoptarlos y quitarles protagonismo era un desafío mayor. Brolin, además, incorpora las facetas que se pasan por alto en la parodia rápida: la falta de vocación política, el complejo de inseguridad, el resentimiento acumulado, las prioridades revueltas.

La tesis de que una cara con el rango de expresividad de un plato es la máscara de un alma atribulada y doliente puede enfurecer a varios. (De entrada, a todos los que se olviden de que W. es una ficción.) Y aún así, Dubya es un hombre insondable: no mueve un músculo ante la noticia de unos aviones que se estrellan contra un edificio sin motivo aparente (sus razones: los niños se podían alterar), pero esquiva con reflejos de gato un zapato volador. ~

 

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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