Javier Aguirre hizo bien en disculparse el domingo por la noche. Él sabe que cometió un error. También sabe que no mintió. Vamos a los hechos. En efecto, tal y como explicara Aguirre, el equipo mexicano no ha conseguido rebasar, en los últimos cuatro mundiales, los octavos de final. Ese parece ser su justo lugar. Esperar más de la Selección en Sudáfrica sería pedirle que supere las expectativas, que rebase sus propios límites históricos. Es, por lo tanto, una ilusión. Aguirre tampoco mintió cuando describió la situación en México. Como aclaró el mismo Aguirre, varias zonas del país sufrían por las lluvias al momento de la entrevista. La situación en Chalco era una vergüenza y las laderas de Angangueo amenazaban con colapsarse. Nos estaba lloviendo sobre mojado. También es verdad que México atraviesa por un momento de auténtico desmayo frente al crimen organizado: Ciudad Juárez, Los Zetas, las decapitaciones, los JJ, La Barbie… el diccionario del México moderno recuerda más a un cuento desvelado de Elmore Leonard que a un país civilizado. Aguirre tampoco se equivocó, naturalmente, al divulgar que, después del Mundial, se regresará a España con su familia para continuar allá su vida laboral. Suficiente ha luchado para ganarse el derecho de trabajar donde le dé la gana; además, el técnico nacional siempre dejó claro que lo suyo era Sudáfrica y no más. Por último: evidentemente, a Aguirre no se le puede reclamar que hable como español. Puede sonar chocante, pero el acento no tiene la menor importancia: no lo hace menos mexicano ni menos comprometido con el futuro deportivo de su equipo.
Aun así, creo que lo de Aguirre fue una pifia. Y lo fue sobre todo por una razón: olvidó pensar en las implicaciones sociales de su cargo. Ser entrenador de la Selección Nacional no es cualquier cosa. Una sola conclusión saqué después de los quince años que dediqué a la crónica deportiva y a la historia del futbol nacional: el equipo verde es una de las pocas variables en la complicada ecuación mexicana capaces de generar una emoción indispensable en una sociedad que aspira a la cordura: la ilusión.
Desde hace tiempo está de moda censurar la generación de expectativas cuando se habla de la Selección y los mundiales. “Malditas televisoras; lo único que quieren es vender”, dicen los críticos de quienes fomentan anhelos que, dicen, poco tienen que ver con la realidad del equipo. Tengo varios reparos. El primero es deportivo: ¿de verdad es crear ilusiones enloquecidas soñar con avanzar a los cuartos de final? En tres de los cuatro mundiales pasados, el equipo estuvo a punto de dar el salto.
Pero mi queja con Aguirre —y con quien lo ha defendido— es otra. No se necesita ser encuestador para ver que la Selección mexicana significa, para millones de mexicanos, una suerte de referente emocional. El hecho puede ser lamentable (después de todo, lo ideal sería que la gente se ilusionara con el crecimiento del país, por ejemplo), pero no por eso es desdeñable como factor de análisis social. El equipo de futbol de la localidad nos encarna en la cancha y lleva consigo buena parte de nuestras frustraciones e ilusiones (son los representantes de la tribu, diría Villoro). Un equipo de futbol puede ser reflejo de un lugar —los Indios de Juárez y su triste récord de partidos sin conseguir un triunfo no son una casualidad— y también puede mejorar el ánimo de una ciudad: el Nápoles de Maradona en los ochenta hizo maravillas para el ánimo del sur italiano (aunque el sur italiano no hizo más que presentarle la cocaína al crackargentino).
Aguirre se enredó en un despropósito lamentable cuando decidió divulgar que él, capitán del barco, vive fuera de México, no piensa volver porque la cosa está jodida y no avizora una Copa del Mundo en la que el equipo supere su propia historia. A él más que a nadie le correspondía respetar los anhelos de un pueblo urgido de ilusiones, mucho más cuando él sí ha tenido los medios para buscar una vida mejor. En México vivimos millones y esos millones merecemos respeto, mucho más cuando algunos de nosotros estamos lejos de casa. Suficiente con pedirle a un jornalero mexicano que se “joda” con un sueldo ínfimo como para exigirle que “ponga los pies en la tierra” cuando sueña con el “quinto partido” (o con lo que sea) para el equipo nacional. Al futbol hay que dejarlo en paz. El horno no está como para censurar aspiraciones, aunque sean vicarias y difíciles. Me da gusto que Aguirre se haya dado cuenta a tiempo.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.