El poder de la voz y el sentido político del silencio

El pasado 19 de octubre de 2019, como parte de la inauguración de la 39 Feria Internacional del Libro de Oaxaca (FILO), Rebecca Solnit impartió la conferencia “El poder de la voz y el sentido político del silencio”, en la que explora cómo han operado los mecanismos que silencian y excluyen de la discusión pública a distintos grupos. Esta es una versión editada de la misma.
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Quisiera empezar con un acertijo quechua que leí en un libro de la escritora estadounidense Carmen María Machado: ¿Qué se rompe cuando lo nombras? El silencio. Por eso mi charla se llama El poder de la voz y el sentido político del silencio.

1. Escuchar voces

En inglés, decimos “she had a voice in that” (tuvo voz en eso), lo cual significa que tuvo poder y que lo usó, que fue parte de una decisión, que tuvo agencia. Es un recordatorio de que la voz es más que la maquinaria física con la que emites sonidos. Dices algo, pero ¿alguien lo escucha? Si lo escuchan, ¿lo respetan? ¿Les importa? ¿Tus palabras tienen poder? Una voz es el peso que tienes en la sociedad, es ser escuchada y tener el poder de decidir tu propio destino.

Las palabras son instrumentos con los que comprometemos y protegemos y definimos nuestras vidas. Usamos nuestra voz para emitir un veredicto en la corte si somos jueces o para declararnos culpables o inocentes si estamos bajo juicio, para decir “acepto” en nuestra boda y para nombrar a nuestros hijos y a nuestros libros, para invitar a alguien a tomar una copa o para decirle que nos deje en paz, para alentar o definir o escoger o conectar. Para recordar el pasado. Para compartir un sueño que tenemos para el futuro. Las palabras son actos poderosos.

Pero muchos de nosotros hemos sido despojados del poder de la voz para actuar, definir, proteger o elegir: eso es lo que significa no tener voz, que es la expresión equivocada para hablar de personas que usaron su voz, que tuvieron algo que decir, pero a quienes el poder de sus palabras les fue negado.

Hay muchas maneras de no tener voz, y puede que no haya un solo ser humano que, en algún sentido, no deje de ser escuchado. Creo que muchos de los hombres más poderosos del mundo triunfan en un juego brutal que les exige silenciar algo en su interior más profundo, algo de humanidad empática, la conciencia de que todo está interconectado. Es por eso que luego silencian a los demás, a veces excluyéndolos de maneras sutiles, a veces con algo tan abiertamente brutal como el genocidio. Vivimos en sistemas de silenciamiento, desaparición, borradura. El reto es abrir espacio para que todos aparezcan y sean escuchados, para que todas las voces sean iguales.

Hay muchísimos tipos de silencios. El silencio de la vergüenza, el del miedo. El silencio de ser excluido de la conversación, de no tener a nadie que te escuche. El silencio de alzar la voz pero que nadie te crea, el de alzar la voz y que te crean, pero que te digan que tus palabras no importan, tus derechos no importan, tu vida no importa y tus palabras no tendrán consecuencias. El silencio de vivir experiencias para las que tu sociedad no tiene palabras, el de vivir en una sociedad que no cuenta historias sobre gente como tú. Los silencios que son como si se te murieran las palabras en la boca o fueran asesinadas ante tus ojos. El silencio de cuando gritas no, pero eso no cambia nada.

No poder contar tu historia es estar muerto en vida. A veces en un sentido literal, si no puedes testificar que tu marido está intentando matarte, si el lenguaje que tu gente habla no será escuchado en las salas de justicia, en los pasillos del poder, en la escuela de tus hijos; si la verdad de tu historia es negada.

Cada mujer que se hace visible está luchando contra fuerzas que podrían hacerla desaparecer. Contra fuerzas que quieren contar su historia por ella o sacarla de la historia, la genealogía, las leyes; fuerzas que la borran, la excluyen del juego, la castigan por hablar, le dicen que no puede hablar, que no está calificada para hablar, que no sabe de qué está hablando. La habilidad de contar tu propia historia, en palabras o imágenes, es ya una victoria, una revolución. “Por eso, los tiranos temen el acto de narrar: de alguna manera, todas las historias aluden a la historia de su caída”, escribió John Berger hace algunos años. Y eso es igualmente cierto en la tiranía de un hogar y en la tiranía de un país.

Ser una persona que importa es ser alguien cuya historia es parte de la sociedad en la que vive. En todo el mundo el orden social se ha construido amplificando a algunos y silenciando a otros y por supuesto que hay inmensos conflictos sobre la historia de quién será escuchada y quién lo decide. Hace tres años escribí un ensayo titulado “A Short History of Silence”. Decía:

¿Quién no ha sido escuchado? El océano es vasto y no se pueden hacer mapas de su superficie. Sabemos, sobre todo, quién ha sido escuchado en los asuntos oficiales: quién ha gobernado, quién ha ido a la universidad, quién ha estado al mando de los ejércitos, quién ha ejercido como juez o jurado, quién ha conquistado naciones indígenas, quién ha escrito libros y encabezado imperios durante los últimos siglos. Y sabemos cómo esto ha cambiado, de algún modo, gracias a las revoluciones del siglo XX y XXI: contra el colonialismo, contra el racismo, contra la misoginia, contra los innumerables silencios forzados de la homofobia y mucho más. Sabemos que la clase fue nivelada hasta cierto punto durante el siglo XX y luego reforzada de nuevo hacia el final, a través de la desigualdad de ingresos, el alejamiento de la movilidad social y el surgimiento de una nueva élite extrema.

Sabemos quién ha sido escuchado, son islas bien mapeadas, el resto es el mar inexplorado de la humanidad no escuchada, sin registro. La Tierra es setenta por ciento agua, pero la proporción entre el silencio y la voz es mucho mayor. Si las bibliotecas contienen todas las historias que se han contado, existen bibliotecas fantasma con todas las historias que no se han contado: los fantasmas superan a los libros por una cifra inimaginablemente vasta. Incluso aquellos que se escuchan, a menudo han obtenido ese privilegio a través de silencios estratégicos o de la inhabilidad para escuchar ciertas voces.

La lucha por la liberación ha sido en parte por crear las condiciones para que los que han sido silenciados hablen y sean escuchados. El silencio es lo que les permitió a los predadores atacar durante décadas sin que nadie los molestara. Es como si las voces de estos prominentes hombres públicos se hubieran construido devorando las voces de los demás hasta no dejar nada: un canibalismo narrativo. Les arrebataron la voz para negarse, afligidos con historias increíbles. Increíble significa que a la gente con poder no le interesaba saber, escuchar, creer; no querían que tuvieran voces porque sus voces trastocaban el estatus quo, deslegitimizaban a los poderosos. La gente moría en el espacio de diferencia entre lo que se escucha y lo que no. Luego algo cambió.

La economía de las historias está viviendo una revolución. Quién es escuchado y quién no define el estatus quo, aunque también podría decirse de otro modo: qué es escuchado y qué no es lo que lo define. Una furia de descrédito, de humillación, de silenciamiento y a veces de amenazas le sigue a los testimonios que podrían sacudir el estatus quo.

Escribí esos último párrafos sobre las mujeres en particular, pero sabemos que la raza, la clase, la condición económica, la discapacidad, la orientación sexual y la distancia con los centros de poder son también factores en que determinan cuáles palabras se escuchan, quién tiene el poder completo que todos deberíamos tener. Para mí, el feminismo siempre ha sido un subconjunto de los derechos humanos, y se nutre y complica por otras vertientes de esos derechos.

Estamos en una era de revoluciones pequeñas y grandes, lentas y repentinas, revoluciones que no sólo buscan derrocar o transformar gobiernos, sino derrocar sistemas y jerarquías sociales que con frecuencia son más grandes y profundos que los gobiernos y tienen más poder en la manera en que llevamos nuestras vidas. Esto es tan cierto del género como de cualquier otro tema, y el feminismo de los últimos cincuenta años se ha acelerado y ganado fuerza en los últimos seis para transformar las relaciones sociales desde la India hasta Islandia o Argentina.

La mayoría de estas revoluciones son jóvenes, como niños en crecimiento que están definiendo todavía cómo ser. Si pensamos en el patriarcado como algo que tiene miles de años, algo que podemos encontrar en el Génesis, en la Biblia, y en las leyes y costumbres de casi toda nación y sociedad, podemos superar la expectativa de que la revolución feminista debió haber triunfado en apenas medio siglo y que si no lo ha hecho, significa que ha sido derrotada. Acabamos de empezar, y apenas hemos incorporado voces indígenas que a su vez han empezado a incorporar al feminismo. A medida que comprendemos las complicaciones de la identidad, del poder de las historias, nos convertimos, como dice esa hermosa frase revolucionaria zapatista, en “un mundo en donde caben muchos mundos”.

Los contadores de historias profesionales deben involucrarse con esta lucha, que tiene que ver con todos los seres humanos. Los proyectos revolucionarios de los últimos sesenta años han tratado de romper con las viejas historias y de hacer historias nuevas sobre quiénes somos o qué es lo que importa, de hacer espacio para que los que han sido suprimidos tengan espacio para respirar. Han tratado de encontrar un lenguaje contemporáneo que pueda, como muchos lenguajes y culturas tradicionales e indígenas, describir la hermosa y vulnerable interconexión de la biósfera, cómo la naturaleza –si la escuchamos, si ponemos atención– nos muestra una y otra vez que todo está vinculado: una verdad terrorífica y emocionante a la vez. Surgen nuevas voces que aparecen con nuevas historias que no sólo son necesarias, sino hermosas, y que expanden nuestro sentido de ser y de humanidad, abriéndonos los ojos. A menudo son historias de gente como nosotros, sobre nosotros mismos, que no habíamos considerado contar, que no sabíamos que podíamos contar, que ni siquiera éramos capaces de escuchar en nosotros mismos.

La violencia siempre es violencia en contra de una voz, en contra del poder con el que determinamos nuestro destino, nos definimos, consentimos o nos negamos a algo. La violencia es enemiga de las voces. Es, categóricamente, no consensuada: no sólo ignora una voz que dice no, ignora los derechos que esa voz representa en la determinación del futuro propio, en la posibilidad de sentirse seguro en el cuerpo y la vida propia, de ser parte de la comunidad; rechaza incluso la idea de comunidad o humanidad que incluye a la víctima. Mucho de mi trabajo literario ha tratado sobre las voces, sobre escuchar y amplificar las voces que han sido eliminadas de la sociedad: las de los indígenas americanos, las víctimas del racismo, los participantes de la historia y la cultura que han sido pasados por alto y olvidados porque no han seguido las reglas, porque no han sido el tipo de persona que suele ser amplificada. A menudo decimos que estas personas “no tenían voz”, pero sí la tenían. Hablaron, gritaron, no estuvieron de acuerdo con ser nadie o nada, con no tener poder sobre su destino. Tu voz no es sólo el sonido que haces: es la manera en que eres escuchado y valorado en tu familia, en tu sociedad, en tu país.

 

2. ¿De quién es esta historia?

Cuando hablamos de voces hablamos a menudo de quién habla, pero yo quiero hablar de la otra mitad de esa ecuación: ¿quién escucha? ¿Quién es escuchado? ¿De quién son las necesidades y deseos que están al centro de estas historias que contamos y escuchamos y repetimos, las historias en las que nadamos, en la cultura de nuestros países? ¿Cómo cambiamos eso?

Estoy consciente de que en México hay tipos de silencio y de silenciamiento que le son particulares a este lugar y que tienen que ver con lenguajes y violencia, pero es probable que yo sea la persona menos indicada en esta sala para hablar de esas formas, a diferencia de aquellas que conozco tan bien en mi país. Así que hablaré principalmente de la política en Estados Unidos, pero sabiendo que no estamos separados, que nuestras culturas se derraman sobre la ficción de las fronteras así como nuestra ecología nos hace un continente bajo el mismo cielo, más que dos países.

El jueves 11 de octubre, el presidente de Estados Unidos se reunió con sus seguidores más devotos en el estado de Wisconsin en un evento en el que difundió mentiras, rumores y propagó el odio. Dijo por ejemplo que la legisladora Ilhan Omar, una refugiada somalí que fue electa durante la ola azul de 2018, apoyaba el terrorismo, y repitió la obscena teoría de la conspiración de la derecha de que Omar se había casado con su propio hermano. Atacó a refugiados como ella: “Como ya saben, durante muchos años los líderes de Washington permitieron que un gran número de refugiados de Somalia entraran a su estado, sin considerar el impacto que esto tendría en la escuelas, las comunidades y los contribuyentes. Desde que empezó mi gobierno, he reducido la reubicación de refugiados en 85% y, como saben, quizá especialmente en Minnesota, he cumplido otra promesa. Si los Demócratas llegaran a tomar el poder, abrirían las puertas a la migración descontrolada hasta llegar a niveles nunca antes vistos… en la administración de Trump siempre protegeremos primero a las familias estadounidenses”.

Pero las familias estadounidenses no necesitan ser protegidas de los refugiados. Incluso ponerlo así es una mentira y una deshumanización de los más vulnerables y un intento por inducir el miedo cuando no hay base alguna para ello. Ilhan Omar es una ciudadana estadounidense y una legisladora electa por la gente de Minnesota, pero Trump y los de su calaña se refieren a los inmigrantes como si hasta los que son ciudadanos, incluso aquellos que votan, no fueran estadounidenses.

En Estados Unidos hemos hablado una y otra vez sobre los refugiados, pero no desde la perspectiva de quienes huyen para sobrevivir, de personas que lo han perdido todo y que tienen derechos bajo nuestras leyes, sino de personas que están sanas y salvas. El año pasado, en una nota sobre un pueblo llamado Hazelton, Tucker Carlson, el demagogo derechista de Fox News, declaró que la migración trae “más cambios de los que los seres humanos están diseñados para digerir”. Los seres humanos a los que se refería en este escenario, claro, eran los habitantes blancos de Hazelton que no son inmigrantes, insinuando quizá que los inmigrantes no son seres humanos, mucho menos seres humanos que de entrada ya tuvieron que digerir una gran cantidad de cambios.

¿De quién es esta historia? ¿Quién está al centro de esta historia? ¿Qué voz es escuchada y qué voz cuenta la historia? El bienestar de las personas en las que se enfoca una historia determina mucho sobre quién tiene una voz. Muy a menudo aquellos que tienen una voz la usan para limitar a otros que quieren hablar. Nuestro trabajo es escuchar siempre con más atención a quienes son excluidos, a quienes no son escuchados, imaginar qué pasa si cambias el enfoque de una historia.

El año pasado, en un ensayo titulado “Whose story (and country) is this?”, escribí:

El común denominador de muchas de las narrativas conflictivas y extrañas que se nos presentan es una serie de supuestos sobre quién importa, de quién es la historia, quién merece compasión y recompensas y presunción de inocencia y finalmente el reino, el poder y la gloria. Tú ya sabes quién. En Estados Unidos es la gente blanca en general y los hombres blancos en particular, y especialmente los hombres blancos protestantes heterosexuales, algunos de los cuales se muestran abatidos por saber que ha llegado el momento de compartir, como tu mamá hubiera dicho. La historia de mi país ha sido escrita como si fuera su historia y las noticias a veces todavía la presentan así: una de las batallas de nuestros tiempos es determinar de quién se trata la historia, quién importa y quién decide.

La misma noche que Trump atacó una vez más a los refugiados, los candidatos demócratas a la presidencia se reunieron en un foro sobre derechos de gays, lesbianas, bisexuales, transgénero y queer, lo cual fue de entrada una victoria. No creo que nada así haya pasado antes en la política estadounidense. Es una señal de que se están escuchando voces que antes eran ignoradas.

A la senadora Elizabeth Warren le preguntaron qué le respondería a alguien que le dijera “Según mi fe, el matrimonio es entre un hombre y una mujer”. Es una pregunta rara. Hace cuatro años, nuestra Suprema Corte anunció que la equidad en el matrimonio es la ley y que no reconsideraría esa decisión, como tampoco reconsideraría que personas de diferentes razas puedan casarse (nadie se atrevería a preguntarle a un político qué le respondería a alguien que se oponga al matrimonio interracial). Así que le preguntaron a Warren qué le diría a alguien que se opusiera al derecho de casarte con la persona que amas. Respondió: “Bueno, voy a asumir que es un hombre el que se dijo eso. Y le diría: ‘Entonces cásate con una mujer. Eso me parece bien’”. Hizo una pausa y luego agregó: “Si es que puedes encontrar una”.

A mucha gente le encantó su respuesta, que fue emitida con gran sentido cómico. El público aplaudió con júbilo y las redes sociales lo disfrutaron. Después, Warren habló sobre el cristianismo de su infancia y sobre cómo al centro de éste estaba “el valor inapreciable de todas las vidas. El odio, francamente, siempre me ha sorprendido mucho, especialmente si viene de gente de fe, porque el fundamento entero es el valor de cada vida humana”.

Eso fue un jueves por la noche. Para el sábado, los conservadores estaban atacándola por elitista. ¿De quién es esta historia? La respuesta de Warren, y el mismo matrimonio entre personas del mismo sexo ofendía, a los conservadores, y más específicamente a los hombres blancos. Y no ofender nunca jamás a los hombres blancos es lo más importante. A menudo, este enfoque en los hombres blancos era presentado como una estrategia para la elección: tienes que ser buena con ellos para ganar. Eso es un delirio sobre lo importantes que son los hombres blancos en este momento de la historia de mi país.

Una de las piezas clave de esta mentalidad era la gente que estaba enfadada por que Elizabeth Warren hubiera insultado a un hombre que acababa de inventar, a un hombre imaginario. Hasta un hombre blanco imaginario es demasiado importante como para burlarse de él, incluso en defensa de los derechos de millones de personas reales. Escuché más sobre su posible insulto a un hombre imaginario que sobre el ataque del presidente a los 21,000 refugiados somalíes en Minnesota.

La premisa de quienes acusan a Warren de elitista es que un derecho humano básico –el de casarte con la persona que amas– es ofensivo para otros, que esos otros importan más y que quizás es una falta de conciencia que la mayoría de los estadounidenses apoyen esos derechos. La premisa es que es más importante no ofender a la personas que no creen en los derechos humanos universales que defender los derechos humanos universales. Algunas personas importan más que otras, y esas personas que importan son el auténtico Estados Unidos ante el que debemos inclinarnos. Puedes reducir todo el argumento a “la equidad es elitista”, una frase que  me recuerda a los preceptos del gobierno totalitario en 1984, de George Orwell: La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es la fuerza. “La equidad es elitista” cabría bien entre ellas.

Lo bueno del Partido Demócrata de Estados Unidos es que cada vez pertenece más a las mujeres y a las personas de color, mientras  el Partido Republicano es cada vez más el de los hombres blancos enojados, que odian que los demás seamos parte de la historia. En 2016, más o menos dos terceras partes de los hombres blancos votaron por Trump, un porcentaje más alto que el de cualquier otro grupo. Ese mismo año, los hombres blancos representaron sólo el 11% del voto en favor de la candidata demócrata. Para los demócratas, las y los votantes latinos importan tanto porque constituyen oficialmente el 17% de la población, y las mujeres latinas y negras juntas alcanzan ya el mismo porcentaje de votantes para el partido que los hombres blancos. Pero mucha gente de verdad piensa que sólo es posible ganar haciendo que los hombres blancos se sientan felices y cómodos, incluso si su comodidad niega los derechos humanos de los demás.

Como puede que sepan, hace exactamente dos años, un huracán feminista llamado #MeToo arrasó Estados Unidos y luego, en cierta medida, el mundo. Algo complejo y misterioso cambió para que las historias que habían sido desacreditadas, rechazadas, silenciadas y trivializadas pudieran ser escuchadas por primera vez de manera significativa. Al principio, algunas de las historias trataron acerca de hombres poderosos de la industria de los medios y el entretenimiento, y luego eso abrió paso a trabajadoras del campo californiano y a personal de limpieza y a empleadas de restaurantes, a mujeres de todas las profesiones y ámbitos y países. Repito la pregunta central: ¿de quién es la historia? ¿A quién escuchamos? Uno de los propósitos importante de este feminismo no ha sido reformar a los hombres sexistas, sino crear un mundo en el que esos hombres no lleguen al poder.

Con demasiada frecuencia, el periodismo y las conversaciones se han enfocado en el impacto que todo esto tuvo en los hombres. Hubo muchas historias que expusieron que ellos ya no se sentían tan cómodos y seguros de sí mismos en el trabajo, y no vi ni una sola que dijera que tal vez las mujeres se sentían más cómodas y seguras de sí mismas sabiendo que sus jefes y compañeros no iban a acosar o a atacar. Supimos de mujeres que habían sido atacadas por hombres, y la gente se preocupó por que eso afectara la comodidad de los hombres. De nuevo los perpetradores importaban más que las víctimas, y esa es exactamente la configuración que permitió tanta violencia. Tu voz es tu poder, y si una violación o una golpiza es sobre todo una negación de la voz que tiene el poder de autodeterminación sobre su propio cuerpo y experiencias, entonces la policía, las cortes, las familias, las sociedades que se niegan a escuchar a esas víctimas y creerles vuelven a cometer el crimen de convertirlas en nada y en nadie.

Ha habido demasiados jueces hombres en juicios de violación que están principalmente preocupados por el violador, hombres que creen que los violadores no mienten y las víctimas sí, a pesar de que sabemos que la verdad es exactamente la contraria: ¿por qué un violador diría la verdad sobre haber cometido un delito? Y sin embargo, como sociedad, hemos actuado como si los hombres no mintieran y las mujeres sí, incluso en situaciones donde ellas no tienen ningún motivo para hacerlo y ellos los tienen todos. Demasiados jueces han dicho que unos chicos universitarios de clase media, a los que imaginaban con “futuros brillantes”, importaban para ellos más que sus víctimas, a las que también hubieran podido imaginar con futuros brillantes si tan sólo se hubieran tomado el tiempo de hacerlo. Cuando vemos los derechos de una persona, o incluso su supervivencia más básica, como un inconveniente para otros, estamos contando la historia equivocada. Estamos escuchando las voces equivocadas y seguimos ignorando aquellas que importan.

 

3. Break the story

“Break the story” (tener la primicia de una historia) es una línea que usan los periodistas y que significa estar enterado de lo que pasa, ser el primero en decir algo. Pero para mí la expresión tiene mayores implicaciones. Se supone que cuando reportas cualquier evento, no importa si es chico o grande –una elección presidencial, una junta de consejo escolar–, debes volver con una historia de lo sucedió. Pero nadamos en historias como nadan los peces en el agua, las inhalamos, las exhalamos. El arte de estar plenamente conscientes en la vida personal y política significa observar esas historias para luego contarlas, no dejar que sean fuerzas ocultas que dicen cómo actuar.

Ser un contador de historias requiere las mismas habilidades, pero con mayores consecuencias y responsabilidades, porque tu historia se vuelve parte del agua, y debilita o refuerza las historias que existen. Tu trabajo como contador de historias –y no sólo de quienes escribimos libros, sino de todo ser humano que hable, que comunique– es reportar la historia de la superficie, la historia contenida, la que pasó ayer, pero también es ver y hacer visible, y a veces abrir o romper, las historias que ya están escritas, y entender la relación entre esos dos conjuntos.

Veo un cambio profundo a mi alrededor, un cambio que aún no está completo, que no nos tiene a todos seguros, que no quiere decir que podamos irnos a casa, pero que ya ha salvado vidas, que  transforma algunas conversaciones y empieza otras nuevas.

A veces invita a los excluidos a participar por primera vez, nos ayuda a escuchar aquello que estábamos entrenados para ignorar. Eso está sucediendo de innumerables maneras alrededor de todo el mundo. Una de ellas, que considero significativa en mi país y en Canadá, es el derribo de monumentos a racistas o a perpetradores del genocidio contra los indígenas americanos y la erección de nuevos monumentos a personas que hasta ahora habían sido ignoradas. El ambiente público es el agua en el que nadamos: si engrandece a algunas personas y nos dice que son importantes, si les dice a los niños que pueden ser lo que quieran ser y a los niñas que no son nada, si cuenta la historia de los conquistadores y no la de aquellos que no fueron conquistados del todo, los que siguen aquí, entonces cuenta historias incompletas. Por eso me emociona que estemos cambiando el paisaje público, los monumentos y los nombres, porque esto crea expectativas distintas para los niños sobre lo que pueden ser, sobre quién importa.

Por ejemplo, hace dos semanas, Los Ángeles develó un monumento a los braceros hecho por Dan Medina y colocado en el centro de la ciudad. La descripción dice: “Un trabajador migrante de bronce sostiene ‘el cortito’, una azada de mango corto que requería que los trabajadores de campo se inclinaran durante jornadas de diez a doce horas. A la izquierda del trabajador, su esposa sostiene a su hijo, agarrando un camión Ford de juguete en un brazo mientras estira el otro brazo en busca de su padre. A la derecha, hay varias herramientas para los trabajadores y otros símbolos que muestran cómo se explota a los migrantes”. Un monumento completamente distinto a los que teníamos antes.

El año pasado, en San Francisco, cambiamos el nombre de una calle en la que hay una escuela donde se encuentra un gran mural de Diego Rivera, que se llamaba como un racista, al de Frida Kahlo Way (quizá no lo sepan, pero ella ella pasó muchos meses en la ciudad y creo que le encantó; a nosotros ciertamente nos gustó mucho tenerla ahí en los años treinta). En Nueva Orleans, quitaron cuatro estatuas de líderes de la Confederación, hombres que libraron una guerra civil para defender la esclavitud. Las quitaron a pesar del conflicto, las amenazas de muerte y la locura general. Que esto haya sucedido después de tanto tiempo es sorprendente y representa una señal de transformación profunda, que fue posible en parte porque el alcalde escuchó a un gran músico, Wynton Marsalis, que dijo: “Esto se siente ser un niño negro que crece en un ciudad llena de monumentos de gente que no te considera humano, que considera que no tienes derechos, que deberías estar esclavizado”. El alcalde blanco escuchó, los monumentos cayeron y Nueva Orleans ya es un lugar distinto.

En Nueva York se levantó una estatua de Shirley Chisholm, la primera mujer negra electa en el congreso, que también compitió por la presidencia en 1972. En Canadá están derrumbando varios monumentos del fundador genocida de la nación y levantando otros en honor a las víctimas, un ejemplo perfecto del proceso de cambiar de quién se trata la historia, quién importa, quién será recordado y escuchado y respetado. Quién decide. Podría darles miles de otros ejemplos, pero dejemos que estos sirvan para ilustrar una gran transformación cultural. Lo que empieza por cambiar la historia luego se convierte en un cambio en el paisaje público, y quizá después cambia cómo nos vemos a nosotros mismos y a qué nos referimos al decir “nosotros”. Una ciudad, sus monumentos y sus murales, también puede contar historias.

En “Whose story (and country) is this?” también escribí: “Como cultura estamos moviéndonos hacia un futuro con más personas y más voces y más posibilidades. Algunas personas se están quedando atrás, no porque el futuro no las tolere sino porque ellas no toleran ese futuro. En este país hay lugar para todo aquel que crea que hay lugar para todos”. Aquellos que no lo crean, bueno: de eso se trata en parte la batalla de quién controla la narrativa y quien está en su centro.

Martin Luther King Jr. dijo: “El arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia”. En estos días, la parte de esa oración en la que pienso es la palabra largo: para notar el cambio tienes que tener una mirada amplia, ser capaz de ver no lo que pasó esta semana o este año, sino esta década o este siglo. Tienes que ver los más de 150 años de resistencia indígena en este hemisferio, los 170 años de feminismo, que son las raíces de lo que está pasando ahora, y tienes que ver el futuro profundo que nos lleva a luchar hoy contra la crisis climática, incluyendo a destacadas personas indígenas en muchas partes del mundo. Tienes que buscar patrones de cambio y percatarte de cómo las pequeñas cosas, juntas, se convierten en signos de posibilidad. Tienes que ver la evolución de las historias: la muerte de los viejos relatos y el surgimiento de otros nuevos con nuevos narradores; ver cómo todas estas palabras tienen poder y todas estas historias importan.

 

Traducción de Isabel Zapata. 

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(Estados Unidos, 1961) escribe sobre medio ambiente, género, política y arte.


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