Foto: Wikipedia

Héctor G. Oesterheld, autor de “El Eternauta”

El 17 de abril de 1977 Héctor Germán Oesterheld fue secuestrado por la dictadura argentina. Casi 48 años después, su figura está en el centro del debate cultural gracias a la exitosa adaptación de “El Eternauta”.
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“Un mensaje para los creadores: traten de ponerle límite a la brutal utilización que están haciendo de la serie, ya saben cómo se usan estas cosas”, advierte un periodista argentino en televisión. No se refiere solo a El Eternauta en su nueva versión audiovisual, sino a los sentidos políticos que la historia vuelve a poner en circulación. En una Argentina fracturada por debates sobre el pasado, la justicia social y el rol del Estado, esta adaptación recupera frases que irritan a los sectores libertarios —“es mejor trabajar en colectivo”, “nadie se salva solo”— y reabre la disputa ideológica sobre la narrativa nacional. El Eternauta no es una fábula futurista cualquiera: es una historia que evolucionó al ritmo de su autor, Héctor Germán Oesterheld, hasta convertirse en un manifiesto político en viñetas. 

Poco antes de la Revolución Libertadora que derrocaría a Juan Domingo Perón en 1955, Oesterheld, que ya gozaba de cierto reconocimiento como guionista, fue convocado por el gobierno: querían una historieta de su autoría sobre la obra del general. El autor no aceptó. Su ideología humanista guiaba sus preocupaciones por otro lado. El Eternauta nace bajo la sombra del exterminio tecnológico. La historieta fue publicada en 1957, durante los años de la Guerra Fría. El temor a las armas nucleares impregnaba el imaginario global a tal punto que en la historia original la nieve tóxica que cae sobre Buenos Aires no es explicada como asbesto desprendido tras un incendio –como ocurre en la serie– sino como residuos radioactivos de explosiones atómicas en otra región de América.  

El héroe colectivo

Con el paso del tiempo, ese miedo difuso a lo lejano se volvió más íntimo y tangible. Se acotará a lo doméstico, materializándose en la propia historia de Oesterheld.  

Cuando comenzó a idear El Eternauta, Oesterheld ya venía de explorar otras historias (como Bull Rockett) que lo habían alejado del modelo de héroe individual, típico del cómic norteamericano. Lector apasionado de autores como Verne, Wells y también de novelas gráficas y pulp estadounidenses, el autor entendió que los héroes de los cómics que admiraba eran un reflejo de la sociedad de la que provenían: si del individualismo nacía un héroe solitario, en América Latina eso debía ser distinto, dado el carácter gregario de sus sociedades. La innovación de Oesterheld fue reinventar el arquetipo del héroe. Nació un héroe colectivo: en lugar de un superhombre que rescata al mundo, aparecen personas comunes que muestran cómo se sobrevive –o se cae– en grupo. Los superpoderes no van más allá de tejer redes, colaborar y resistir con otros.

En la historieta original, Juan Salvo, su familia, y un grupo de vecinos transforman un garaje en una fortaleza improvisada. Como se ve en la serie de Netflix –bajo la excepcional adaptación de Bruno Stagnaro– no hay grandes armas, ni hazañas solitarias: hay organización comunitaria. En una región donde las familias, las amistades y la vida en la calle son fundamentales, la épica de Oesterheld es la de lo común. Los gadgets tecnológicos de avanzada –típicos de la ciencia ficción de su época– son reemplazados por autos viejos, máscaras improvisadas y sistemas rudimentarios de comunicación. Tampoco se dan batallas en el espacio exterior, sino combates cuerpo a cuerpo con unos insectos gigantes que sirven a un poder aún mayor.  

Los Gurbos, los Manos, los Ellos

La Revolución Libertadora resultó ser un golpe de Estado cívico-militar que incluyó el cierre del Congreso, la destitución de los jueces de la Suprema Corte y la intervención de las universidades. Más allá de dos breves periodos de gobiernos democráticos (que terminaron siendo derrocados antes de término), en Argentina los gobiernos militares se sucedieron desde esa época, y también los movimientos juveniles politizados. Estos cambios políticos, sucedidos entre los años 60 y 70, con el clima de represión y censura que trajeron, marcaron un punto de inflexión en la vida personal y profesional de Oesterheld.

El autor, influido por sus hijas que apenas salían de la adolescencia, sus yernos y el clima revolucionario, empieza a escribir desde una postura cada vez más comprometida. Abandona el oficio de guionista neutral y comienza a militar desde las historietas, y fuera de ellas. Se une a la organización Montoneros –donde ya militaban sus hijas e intelectuales como Rodolfo Walsh o Juan Gelman– y se dedica al área de prensa del movimiento. Redacta panfletos, colabora con publicaciones militantes y hasta compra un arma para que una de sus hijas, que había recibido una amenaza de muerte por parte de los militares, pueda defenderse. La represión que inició en 1976 tras el golpe encabezado por Jorge Rafael Videla alcanzó niveles inéditos de violencia estatal, aunque desde 1973 ya había casos de detenciones ilegales y fusilamientos por parte de grupos paramilitares.

Esta historia es central para entender la evolución y radicalización de su obra. Oesterheld deja de imaginar una invasión extraterrestre como metáfora del imperialismo: denuncia abiertamente a los verdaderos invasores de su país, un gobierno de facto que además de limitar las libertades esenciales, persigue al “enemigo” (desde comunistas e izquierda en general, hasta adolescentes cuya protesta fuera por algo tan inocuo como el precio del transporte) bajo un sistema represivo que incluye secuestros, torturas, detenciones en campos clandestinos, fusilamientos, apropiación ilegal de bebés nacidos en cautiverio y desapariciones forzadas sin juicio previo. 

El horror institucionalizado tuvo un eco devastador en su entorno más íntimo. Décadas más tarde, su esposa, Elsa, quien fue –junto a dos nietos– la única sobreviviente de la tragedia familiar, llegó a decir que durante esos años sentía que la realidad se estaba volviendo “una versión distópica de El Eternauta”.

La mitificación 

Es tentador reivindicar el regreso de Oesterheld a través de la serie de Netflix asociándolo con su protagonista. La realidad dista mucho de esta imagen. Oesterheld no se desvaneció en la nada ni anda como un vagabundo entre dimensiones: su paso por distintos centros de detención clandestinos está bien documentado. 

Los largos meses que siguieron a su secuestro, relatados por testigos que compartieron su paso por Campo de Mayo, el Vesubio y el “Sheraton”, dan cuenta de las torturas y el consecuente deterioro físico que sufrió el autor. En su destino final, el Vesubio –uno de los centros de detención clandestina más cruentos durante la dictadura–, fue confinado a la sala Q: una zona donde quienes habían sido detenidos ilegalmente, podían llevar una vida medianamente humana: sin tormentos físicos, sin capuchas, sin grilletes, pero con los mismos guisos con gusanos y la misma tortura psicológica que los demás. A esa sala estaban destinados quienes servían en algo a los militares. Oesterheld fue a parar ahí por la simple razón de que los tormentos lo habían debilitado demasiado y lo necesitaban vivo como cebo para atrapar al resto de su familia. 

Aún no se conoce el modo, el lugar ni la fecha en la que fue asesinado. Tampoco dónde yacen sus restos. “Cansa tanto morirse. Y duele. Mucho”, había escrito Oesterheld en Mort Cinder, su otra historieta icónica, en 1962.  

Durante su reclusión en el Vesubio llegó también una niña de 12 años, Marcela Quiroga, hija de una militante asesinada a quien habían llevado para que identificara a los compañeros de su madre. Marcela recordaría que Oesterheld, delgado y con la dentadura destrozada, le contaba historias que inventaba para confortarla cada noche. Otros que compartieron su estancia vieron que siguió escribiendo guiones de historietas como si alguien algún día fuera a publicarlas. Allí fue donde se encontró con su nieto Martín (productor ejecutivo de la serie) por última vez, convirtiéndose al mismo tiempo en el primer recuerdo consciente del niño de cuatro años. Supo del asesinato y desaparición de sus hijas y yernos, también de los bebés que dos de ellas estaban gestando en ese tiempo y que, robados tras nacer, siguen sin conocer su verdadera identidad. 

Tras la partida de Oesterheld de ese lugar, un guardia le diría a una prisionera, quien por el momento era la única destinada a la sala: “En esta misma celda estuvo un viejo que contaba historias”.  

Orkos versus gorilas

Oesterheld fue amigo y consultor de Jorge Luis Borges, que soñando con una posible novela quería entender el modo en que el geólogo devenido historietista creaba sus universos de ciencia ficción. El dato no es menor si en la distorsión histórica de este tiempo se tiende a pensar que un “gorila” –como suele decirse del autor de El Aleph– es incompatible con un “zurdo” como Oesterheld. 

La retórica agresiva con que el presidente Javier Milei y sus seguidores atacan a quienes se ubican en el bando ideológico contrario sirven de pretexto para restar dramatismo a la historia de Oesterheld y mostrar la masacre de su familia como si fuera una suerte de castigo divino. 

Mientras la discusión se diluye entre la teoría de los dos demonios y la “batalla cultural” (eufemismo de cambio de narrativa sobre la hechos históricos) se producen intercambios peyorativos en las redes sociales y hasta eventos insólitos, como el video hecho con IA y publicado en la cuenta de Instagram de Milei en la que Juan Salvo es el León que combate a unos escarabajos en dos patas que llevan camisetas con inscripciones como “Burocracia Estatal” y “Estado”.  

Lo viejo funciona

En tanto, la serie se hizo un lugar en el ruido. Bruno Stagnaro optó por situar la historia en el presente y uno de los aciertos que más celebro es el hecho de que el elenco esté protagonizado por adultos de más de sesenta años. Es raro ver una historia de heroísmo en la que los fuertes son los habitualmente representados como débiles. Esta elección respondió a una necesidad práctica: el director quería actores con trayectoria, pero también con algo importante en la adaptación: los jóvenes nacidos después del 2001 carecen del background de crisis extrema que dio forma a la sensibilidad de Oesterheld. ¿Se puede comprender El Eternauta sin haber vivido el terrorismo de Estado, las dictaduras, las desapariciones o un movimiento que derroque un presidente sin más armas que unas cacerolas? Stagnaro zanjó el problema con inteligencia al proponer un trasfondo histórico común y en el que no suele haber divisiones: la guerra de las Malvinas. 

Para dar respuesta a la advertencia del inicio de este texto valdría la pena preguntarse qué sentido tiene recuperar a Oesterheld si se neutraliza su mensaje. Para Martín, su nieto, “toda historieta es política” y El Eternauta no es la excepción. Hoy es un campo de batalla simbólico donde se juega la memoria, la identidad colectiva y el modo en que una sociedad imagina su futuro. 

La adaptación de Netflix devuelve la historia al centro del debate cultural, pero también la expone al riesgo de ser reinterpretada desde lógicas que la contradicen. Como toda obra viva, su poder está en ser resignificada. Pero esa resignificación, para ser auténtica, no puede prescindir de la ideología ni la tragedia que marcaron a su autor. 

Oesterheld no inventó un futuro distópico: lo vivió. No es un viajero en el tiempo, sino un desaparecido cuyo final –así como el destino de sus nietos sustraídos por los militares– sigue siendo una dolorosa incógnita. ~


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