Ayer, mientras veía esa película que he visto demasiadas veces de manera enteramente voluntaria, concluí una vez más que ser aficionado a Cruz Azul es un acto de masoquismo. Podrá ser un acto de masoquismo hermoso, pero es un acto de masoquismo. Hace algunos años, cuando llevé a mi hijo mayor a ver al equipo por primera vez, compré una camiseta en uno de los puestos alrededor del estadio. “Una pasión que pocos entienden”, dice en la parte de atrás. “No me arrepiento de este amor”, dice enfrente. Eso es Cruz Azul: la devoción a la causa deportiva más improbable.
Y es que nuestro catálogo de cicatrices es considerable. Hasta antes de ganar el título de liga en 2021, Cruz Azul había jugado nueve finales. Las perdió todas. Ha perdido en casa y fuera; contra rivales menores y poderosos; cuando era predecible y contra toda lógica. En 1999, el equipo jugó el partido final en casa. La mesa estaba servida. Perdimos con un gol casi imposible, que partió de un centro al área cortesía de un futbolista hecho en casa, familiar de uno de los directivos.
En 2013, quizá el capítulo más doloroso de esta historia llena de capítulos dolorosos, el equipo estaba a minutos de la épica contra el América, nuestro mayor rival. En el Estadio Azteca. En un marco inmejorable. Terminamos perdiendo. Pero no solo perdiendo. Perdimos en serie de penales después de que el portero rival subiera a rematar y su remate fuera desviado hacia adentro por uno de nuestros defensas. Años después conversé con Guillermo Álvarez, el presidente del equipo. Me contó que, viendo la victoria muy cerca, había dejado su palco para ir rumbo a la cancha y comenzar a planear la ceremonia para recibir el trofeo de campeón. Cuando llego, el partido estaba empatado.
Todo esto para decir: lo de ayer no es nada nuevo.
Tanto dolor ha dejado a una afición sacudida. Algunos creen en el pensamiento mágico y deciden culparse a sí mismos. En aquella final del 99, estaba tan seguro de que ganaríamos que invité a un querido amigo, uno de los principales críticos literarios de México, un hombre que ha leído todo y sabe de todo, a asistir al partido conmigo. Me dijo que no podía ir. “Cuando estoy en el estadio, pierden”, me dijo. Traté de convencerlo de que aquello era absurdo. Fuimos al estadio… y el equipo perdió, con se gol extraño, en tiempo extra. Al salir, mi amigo, un hombre racional como pocos, pateó, enfurecido, las puertas de las casas alrededor del estadio. “¡Te dije que no debía haber venido!”, gritaba.
Ayer, mi amigo se quedó en casa (creo que el exilio que se impuso fue definitivo), y aún así el equipo perdió.
¿A qué atribuirle nuestro destino fatal? Hay quien se ve tentado a remitirse a una explicación sobrenatural. Tiene que haber una maldición. Después de un partido como el de ayer, se antoja ceder a esa tentación. El América tiró cuatro veces al arco y metió los cuatro goles. El segundo, un prodigio de disparo a decenas de metros de distancia y de primera intención, es el tipo de gol que se anota una vez en cien intentos. Tocó ayer.
¿Cuál era la probabilidad, por ejemplo, de que Moisés Muñoz, el portero del América en 2013, anotara un gol en un tiro de esquina? De acuerdo con un sitio de estadísticas futbolísticas, apenas el 1.5% de los tiros de esquina culminan en goles de manera directa. La probabilidad de que un portero anote en una situación así es “excepcionalmente baja”. Con Cruz Azul, lo excepcional es la regla: Moisés Muñoz anotó en esa final y sanseacabó. Maldita sea.
Pero la mala fortuna o la intervención de una condena sobrenatural siniestra no explican toda la historia. lo cierto es que el catálogo de infortunios también está lleno de tropiezos tácticos, momentos de indisciplina, errores incomprensibles y episodios de desconcentración. Hemos perdonado frente al arco, perdido la marca, extraviado la pelota y la concentración en el momento más inadecuado.
Ayer mismo, Cruz Azul eligió el peor momento y contra el peor jugador para dar un pase inexacto que propició aquel gol de bandera.
Ayer mismo, la defensa escogió el peor momento para darle espacio a un defensa que remata de cabeza para matar y el peor momento para hacer una entrada enjundiosa pero irresponsable cuando faltaban solo unos minutos para completar una de las historias más extraordinarias para el equipo.
¿Cuántos equipos cometen esos errores o sufren esos extravíos cuando tienen la gloria al alcance de la mano? No muchos.
Pero hay una explicación que ya no se sostiene, y ahí comienza mi reconciliación inmediata con esta versión del equipo: Cruz Azul ya no sufre de una crisis de ánimo. Ya no se puede culpar a ese concepto singular que algunos analistas deportivos llaman mentalidad.
Durante muchos años, al equipo le pesaba su propio destino.
Alguna vez le pregunté a Moisés Muñoz, el portero del América que anotó aquel gol milagroso para su causa, como explicaba lo que le sucedía a Cruz Azul . “Es mental”, me dijo Muñoz. Juntos concluimos que Cruz Azul era quizá el único equipo que interpretaba la posibilidad del triunfo como la proximidad de la derrota. Una suerte de pánico ante la posibilidad de la reivindicación definitiva. Una incapacidad absoluta para ser valiente.
Uno podría decir que eso es lo que ocurrió ayer, de nuevo.
Me resisto a creerlo.
Este equipo que ha construido el joven entrenador argentino Martín Anselmi ha demostrado tener carácter. No se muere de nada. No baja los brazos ni renuncia a su identidad, que a veces raya en la osadía insensata (si nuestro portero no estuviera jugando a decenas de metros de su arco como una suerte de onceavo elemento de campo, el segundo gol no habría ocurrido). El equipo no se achica y cree en sí mismo y pelea cada palmo. No es casualidad que la afición le haya regalado a Anselmi el mayor de los elogios: le han dicho que le devolvió a Cruz Azul la mejor versión de su identidad. Es verdad: el América podrá haber ganado el partido ayer, pero Cruz Azul juega un fútbol mucho, pero mucho más hermoso.
Y por eso ahí estaremos todos, una vez más, dentro de apenas un par de meses, esperando que ocurra el milagro del triunfo.
En palabras de nuestro sabio moderno ChatGPT, al que uno de mis hijos le preguntó hoy por qué duele tanto ser fanático de Cruz Azul: “Irle a Cruz Azul duele porque es un acto de fe que, aunque difícil, también es una prueba de amor incondicional al fútbol”.
Maldita inteligencia artificial: me hizo llorar. ~
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.