Hay un texto del siglo once titulado De coitu, que trata de lo que dice el título, y ha sido adjudicado, como autor o traductor, a Constantino el Africano, médico, monje y sabio que habitó en Monte Cassino, abadía benedictina erigida en el siglo sexto por el propio San Benito sobre un templo dedicado a Apolo, y que, a causa del tiempo, los terremotos y las guerras, ha debido reconstruirse en varias ocasiones, la última tras la tremebunda batalla entre aliados y alemanes que se dio en 1944 y en la que dieron su vida setenta mil soldados, entre ellos, más de mil polacos que fueron enterrados ahí mismo por no repatriarlos a una patria que había caído en manos comunistas.
Antes de continuar, pido disculpas por la frase anterior, pero caí bajo la influencia de ciertos novelistas abultafrases que ustedes sabrán mejor que yo de quiénes se trata.
De coitu es un texto científico, médico. Nos explica que “el semen se extrae del cerebro mediante las venas que se hallan detrás de las orejas, de ahí baja por la columna vertebral, luego llega a los riñones y pasa a las nalgas, desde donde continúa a los testículos y al pene para ser eyaculado”. Aclara que “los grandes bebedores de vino tendrán intensos deseos” y lo mismo ocurre con todos en primavera. Nos cuenta que “Hipócrates hizo notar que si un muchacho observa en la pubertad que es más grande su testículo derecho, entonces va a procrear hombres; pero si el izquierdo es mayor, concebirá mujeres”. Asimismo se aclara que “si el semen proveniente del testículo derecho, cae en el lado izquierdo de la vagina, habrá de procrearse un hombre, pero afeminado”. Sentencia que: “Quienquiera que copule antes de digerir la cena comete un grave error” y dice que “si uno sufre de parálisis y melancolía durante el coito, se debe a una mala mezcla de humores”. Nos enteramos de que el mejor alimento para una sana vida sexual son los garbanzos. Y para curar la impotencia, no hay como la buzaranga roja o blanca. El problema es que hoy no se sabe qué era la tal buzaranga. Constantino el Africano debió de hacer voto de castidad, por eso dice convencido: “Nadie que se abstenga de copular puede ser sano”.
En la era de Hipócrates, a la epilepsia le llamaban “enfermedad sagrada” y, según la convulsiones y sonidos que emitiera el aquejado, culpaban a Rea, Poseidón, Apolo, Perséfone u otra deidad. Pero Hipócrates desecha lo divino y explica que la condición se da porque “cuando la flema desciende fría a los pulmones y al corazón, la sangre se enfría y, al enfriarse también las venas, éstas golpean contra el corazón y los pulmones, y el corazón palpita, de manera que bajo tal compulsión resulta una dificultad en la respiración”.
Cerca de seiscientos años después, las cosas no habían mejorado mucho con Galeno. “El hígado se nutre de sangre roja y densa; el bazo, de una sangre más fluida, pero negra; y el pulmón recibe su alimento de una sangre muy elaborada, limpia, rica en pneûma, rarificada y clara.”
Aristóteles creía en la generación espontánea. “La naturaleza de los animales y de los vegetales es similar, pues algunos se producen de la semilla de otras plantas y otros crecen espontáneamente… Así también algunos animales se producen a partir de otros animales de formas similares, mientras que el origen de otros es espontáneo… algunos surgen de materias podridas, como es el caso de muchos insectos.” Afirma que la gente con piojos es menos proclive a las jaquecas. Y en cuanto a la reproducción sexual, hasta Constantino el Africano suena adelantado con respecto a Aristóteles: “La emisión del fluido seminal va precedida de un viento… pues nada se expele a gran distancia sin fuerza neumática”. Sobre el embarazo asegura que: “Las embarazadas con un feto varón, usualmente pasan por esta etapa fácilmente, y mantienen mejor color. Si se concibe una mujer, se da el caso contrario y la embarazada luce más descolorida”. Sus conocimientos sí le alcanzan para corregir al gran historiador griego: “Heródoto se equivoca cuando dice que los etíopes tienen semen negro”, aunque luego fantasea con las ideas de que una adúltera puede tener gemelos, “uno parecido a su marido y otro a su amante”, o que los niños nacen sin uñas si la madre le pone mucha sal a la comida o que a veces es tanta la leche materna que se le sale a la mujer por los cachetes.
Por aquellos tiempos de los que nos separan dos mil o más años, Virgilio escribía: “A lo lejos resonaba el embate incesante de las olas cuando el caudillo advierte que la nave sin piloto navega a la deriva. Él mismo con su mano la guía por las sombras de las olas entre gemidos incesantes conmovido en el alma por la suerte de su amigo: «¡Ay, demasiado crédulo en el cielo sereno y en la calma del mar, yacerás, Palinuro, sin tierra que te cubra, sobre ignorada playa!»”.
Entran Galeno y Virgilio en una biblioteca contemporánea. El primero se dirige a la sección de medicina; el segundo, a la de novedades literarias. “Cuánto han avanzado”, dice Galeno hojeando un tomo. “Cuánto han retrocedido”, dice Virgilio. Y uno y otro descubren que sus propios libros se empolvan en los estantes precisamente por esas razones contrarias.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.