Foto: Alejandro Arras.

“Los narcos no leen literatura”. Entrevista a Eduardo Antonio Parra

En conversación, el escritor mexicano recorre sus contactos tempranos con los libros, sus primeros pasos en la escritura y sus puntos de vista sobre el estado actual del mundo de las letras.
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La Santa María La Ribera, en una tarde lluviosa de sábado, se siente anacrónica, como si anduviera uno caminando en la Ciudad de México del pasado o en colonia de provincia. Descubro, en la puerta de un zaguán, a una mujer con tubos de plástico en el pelo. Al dar la vuelta, un zapatero en su local vestido como cantante rockabilly, y en la siguiente calle una viejita observa la lluvia recargada en el barandal de su balcón. En estas cuadras vivieron sus últimos días María Enriqueta y el Dr. Atl. Ciertas calles llevan el nombre de personajes de la historia de la literatura mexicana: Amado Nervo, Enrique González Martínez, Jaime Torres Bodet. Eduardo Antonio Parra, creador de un brillante universo cuentístico titulado Sombras detrás de la ventana, me abre las puertas de su casa, una acogedora construcción de 1917. Me da la bienvenida sonriendo, tiene una voz grave y viste una camisa holgada. Nos sentamos en el comedor y comienza a conversar con un cigarro siempre en la mano.

¿Cómo fue tu infancia?

Mi papá trabajaba en lo que después fue Bancomer, que entonces se llamaba Banco de Comercio. Nací en León, pero viví ahí por unas 24 horas. Mis primeros dos años de vida fueron en Celaya, mis segundos dos fueron en Irapuato, y luego ya nos fuimos hacia el norte. A los 4 años llegué a Linares, Nuevo León, que siempre he considerado el lugar en el que pasé mi infancia. Ahí estuve hasta mis 10 años. Linares fue precioso. Era un pueblo muy chico. Teníamos una casa muy grande. Con un jardín de mil metros cuadrados. Lo que se da en los pueblos, donde tienes oportunidad de eso. Me la pasaba jugando en ese jardín. No nos dejaban salir.

¿Por qué tu madre no los dejaba salir?

Mi mamá era muy nerviosa, a pesar de que todavía no existía la violencia que existe ahora. Decía que la casa estaba grande, que invitáramos a la gente. Invitaba a todos mis amigos a la casa, organizábamos partidos de futbol. Fui muy feliz en esa casa. Cuando tenía 10 años nos salieron con la sorpresa de que nos mudábamos a Monterrey. Yo recuerdo que a mí no me afectó tanto. Por supuesto, de niño dices: “no, pues voy a perder a todos mis amigos”. Aunque seguimos yendo a Linares porque mis papás hicieron muy buenas amistades.

En Monterrey hice quinto y sexto de primaria, luego secundaria. Y cambiaron a mi padre otra vez, a Nuevo Laredo, que fue la primera vez que llegué a una frontera. Me impactó muchísimo. Para empezar, era muy violenta, pero nada comparada a como es ahora. Después de vivir en un pueblo, y en Monterrey, donde no pasaba nada, te vas a Nuevo Laredo y los primeros consejos que te dicen: hay que tener mucho cuidado. Tenía 13 años. Mi madre seguía igual de aprensiva, pero yo estaba más grande.

¿Recuerdas alguna escena en la frontera que te haya marcado?

Muchas. Llegamos y mi papá me quiso meter a un colegio. El colegio no tenía cupo. Las mejores escuelas tampoco tenían cupo. Y le habían recomendado una secundaria federal, la secundaria 2, y tampoco tenía cupo. Pero, de repente, se abrió cupo en el vespertino. El asunto fue que era muy violento. Para empezar, en esa secundaria yo tenía 13 años y el más joven tenía 15. Yo era el más chico, pero era de los más altos, me salían pelos en la cara. Mi bienvenida fue una madriza. Como unos diez me pusieron una putiza. Después de que me madrearon, me levantaron y me dijeron: “bienvenido”. Y obviamente sí hubo mucho bullying porque era muy distinto yo a los tipos que estaban en esa secundaria. Entonces la estrategia fue juntarme con los más malandros y así sobreviví. En esa secundaria yo saqué el segundo lugar de toda la escuela y éramos como tres mil, algo así.

Terminé la secundaria ahí, en Nuevo Laredo, y entré a primero de prepa. También, violentísimo todo. Había mucha pandilla. No había narco en ese entonces; de hecho, ni existía la palabra. Se hablaba de “contrabando”. Todo mundo hablaba de “contrabando”. De aquí para allá, eran obviamente drogas. De allá para acá eran aparatos, armas, etc. Todo por el río Bravo.

Fue un choque cultural llegar a Nuevo Laredo porque era una ciudad completamente distinta a las que había conocido. Por la violencia, lo adelantado en cuestiones sexuales… Hice ahí hasta primero de prepa y volvieron a cambiar a mi papá a Monterrey. Regresé a Monterrey. Bien pacíficos, todo bien tranquilo. Me la pasé bastante bien en Monterrey. Terminé la prepa y le dije a mi papá que en vez de estudiar quería trabajar un semestre y me dijo: “ok, ¿en dónde quieres trabajar?” Y le dije: “quiero trabajar en una librería, una biblioteca, o un periódico”. Me consiguió trabajo en una librería que era la más grande, en ese entonces, de Monterrey. La librería Cosmos. Hasta la fecha acomodo los libros según la editorial porque así los acomodábamos en esa librería.

¿Cómo te acercaste a la literatura? ¿Qué fue lo primero que leíste?

Mi abuela materna me leía fragmentos. Me acuerdo que me leía Corazón: diario de un niño. Después me acerqué un poco más. Me acuerdo que teníamos unas literas con un escritorio y había ahí una colección de libros de Salgari –en mi casa había libros, pero nunca nos dijeron que leyéramos–. Y un día, terminé la tarea, me le quedé viendo a los libros. Eran como 70. Agarré el más delgadito y dije: “voy a leer este a ver qué se siente”. Invierno en el Polo Norte, se llama esa novela de Emilio Salgari. Me fascinó. Una novela de aventuras. Me tardé en leerla como una semana, y de ahí me seguí con los de Salgari, con varios, siempre los delgaditos y ya después los otros.

Es interesante porque son lecturas muy comunes de una generación más vieja que la tuya. Probablemente eso mismo leyeron, cuando eran niños, Salvador Elizondo, Vargas Llosa, Alejandro Rossi…

Yo no sé por qué mi papá las tenía. Yo creo que a él también le gustaban. Había comprado esa colección y había otras en la casa. Entonces empecé a brincar de uno a otro…. Pero te estoy mintiendo… Lo primero que leí fue un libro pornográfico (ríe).

Mi hermano me llevaba 4 años. Era bien precoz y me hizo más precoz a mí. Empezó muy joven a llevar revistas pornográficas a la casa, con fotos y todo. Y un día me acuerdo que me encontré debajo de su colchón un librito que se llamaba Perito en placeres. Los hacía una empresa que hacía porno desde Miami para toda América Latina. Le dije a mi hermano: “¿y este libro?” Me dijo: “está bien cachondo”. Le dije: “no, no jodas, no tiene fotos”. Dice: “léelo”. Y me acuerdo que lo empecé a leer y dije “ah, su madre. Está bien pesado” (ríe).

Es decir, no sentiste, que es común en los niños, cierta repulsión por el libro…

No, a mí me encantó. Yo creo que por eso casi siempre en mis textos hay una escena erótica. Ahí empezó. Ese fue el primer libro que leí, luego los de Salgari, luego los clásicos juveniles: Tom Sawyer, Robinson Crusoe, La vuelta al mundo en ochenta días. No leía mucho, es decir, no leía tan seguido. Siempre andaba fuera de la casa jugando, persiguiendo muchachas, hasta que en prepa, en Monterrey, tenía un amigo que era el fósil y un maestro de literatura latinoamericana le dijo: “Mira, ya quiero que salgas de la prepa. Te voy a encargar un libro, haces un análisis literario y te paso. Ya para que salgas”. Y él no leía nada. Entonces le dije: “cómprame el libro, yo me quedo con él, lo leo, hago el análisis y sales”. El libro fue Cien años de soledad.

¿Y cómo te fue con esa lectura?

Me encantó. Cuando estaba al final de la novela dije: “ya sé qué voy a hacer con mi vida, ya sé a qué me voy a dedicar”. Yo iba para estudiar física, había ganado en secundaria un premio en matemáticas… Llegué a mi casa y les dije a mis papás que ya sabía qué iba a hacer con mi vida. Fue una decepción absoluta.

Y para esas fechas, ¿ya habías intentado escribir?

Si acaso alguna imitación de un poema o cosas así, pero nada. Aguantaron mis papás, apechugaron. Me dijeron: “Bueno, ¿y qué vas a estudiar? ¿cómo se hace un escritor?” Les dije: “Pues yo tampoco sé, pero pregunto”. Un maestro me recomendó meterme a Letras. Me metí a esa carrera, y justo cuando me metí a mi papá lo volvieron a cambiar, ahora a Ciudad Juárez. Yo me quedé en Monterrey de estudiante. Ahí hice la carrera. A partir de los 18 años empecé a vivir solo.

¿Cómo fue entrar a la universidad y conocer a gente que estaba interesada, como tú, en la literatura?

Estudié en la Universidad Regiomontana y en la carrera de Letras había veintitantos alumnos. Entré y el primer día había un tipo sentado junto al escritorio y empezó a interrogarme. Él ya escribía y quería saber lo que había leído. Después fue de mis grandes amigos, Hugo Valdés, tiene varias novelas. Es de allá de Monterrey. No hubo tanto choque porque la Facultad tenía turno matutino y turno nocturno. Yo quedé en el nocturno. Me tocaba con gente con quienes al salir nos íbamos a beber. A las diez de la noche salíamos y siempre había pedas y todo esto. Era un mundo muy cerrado, pero como cualquier tertulia. Nos la pasábamos hablando de libros. Sacábamos los libros y leíamos fragmentos.

¿Qué autores leían?

Obviamente estaba el boom y los pre boom: Carpentier, Onetti, Borges, Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes… Leíamos mucha poesía. Descubrimos en ese momento a Sabines, Efraín Huerta, Salvador Novo, la generación del 27. Y me encantó una vez que leí a José Emilio Pacheco, y decía que la generación del 27 es la misma en toda la lengua española. Decía: son Los Contemporáneos en México. Todos ellos me fascinaban.

¿Cómo terminaste publicando El río, el pozo y otras fronteras, tu primer libro?

En la carrera yo no escribía nada. Acabé y seguía sin escribir nada, pero tenía una seguridad de: “voy a ser escritor”. Sentía que estaba preparándome. Terminé la carrera y me fui a Ciudad Juárez a vivir con mi familia. Conseguí un trabajo bastante cómodo en el banco donde trabajaba mi papá. Repartía papelería para tarjetas de crédito, los libritos con las tarjetas boletinadas, los váuchers que todavía eran de maquinita, y me pagaban por cada visita. Me organizaba muy bien. Trabajaba dos horas diarias y me iba a los cafés. Desde la carrera empecé a ser lector de cafés. Me iba toda la noche al Vips o a otros que abrían 24 horas, me la pasaba leyendo. Y cuando empecé a escribir, así le hacía también. Pasaron todavía como dos años para que empezara a escribir. Leía mucho y lo que me gustaba lo copiaba en un cuaderno. Párrafos enteros y, a veces, capítulos enteros.

A lo mejor eso de estar copiando es primo de las planas que hacías en primaria…

Sí, yo decía: “se me va a pegar por osmosis”. Empecé a escribir mi primer cuento en Ciudad Juárez. En ese inter cambiaron a mi familia a San Luis Potosí. El primer cuento me tardé mucho en escribirlo. No está incluido en ningún libro. Salió en la revista de la universidad porque ganó un premio interno. Nos fuimos a San Luis y no estuve ni seis meses ahí porque me aburrí muchísimo. Me iba a los cafés a leer y en San Luis a las diez de la noche me daban la cuenta. Les dije a mis padres: “saben qué, ahí se ven, me regreso a Monterrey”. Y empecé a dar clases en la universidad donde estudié. En ese entonces no había tantas trabas para dar clases. Estaba estudiando una maestría en Comunicación, en la misma universidad, aprovechando la beca que me daba ser maestro, y anunciaron un premio interno. Podías ser alumno de cualquier nivel y mandar un cuento. Terminé ese cuento, lo envié y ganó el premio. Un cuento largo. Y ahí dices: “pues algo hice bien con esto. Ahora voy a hacer una novela”. Y empecé a escribir una novela. En eso, me entero que hay un centro de escritores en Nuevo León y que dan becas. Mandé mi proyecto de novela, dos capítulos, el cuento que había ganado, y me dieron la beca. Fui becario durante un año y uno de mis compañeros, que también estaba empezando, fue David Toscana. Éramos seis becarios. Todos se conocían. Todos publicaban en el único suplemento cultual de Monterrey, excepto Toscana y yo, y nos veían feo. Además, nosotros éramos de novela, y ellos eran de testimonio, otro de poesía, otro de crónica. Escritores bastante buenos, como Joaquín Hurtado, un escritorazo. Ahí trabajé la novela. La estuve trabajando todo el año de la beca. La trabajé dos años más, pero la tuve que abandonar porque llevaba 600 páginas y todavía no llegaba ni a la mitad.

¿Era un borrador de Nostalgia de las sombras, tu primera novela?

No, ninguna de esas. Tenía un nombre muy estúpido al principio. Se llamaba La voz del diablo. Y cuando la abandoné me di cuenta que me estaba alargando demasiado y necesitaba dominar el terreno corto. Entonces empecé a escribir cuentos.

¿Una reacción al exceso de páginas?

Sí, hice el cálculo y dije: “esta novela, si quiero llegar a donde quiero, van a ser 1500 páginas. Nadie la va a querer publicar. Y si la publican nadie la va a leer. Mejor dominar el terreno corto”. Volví a escribir cuentos y conforme los iba escribiendo los mandaba a concursos y empezaron a ganar.Por ejemplo, me acuerdo uno que fue por el bicentenario de la fundación de Guasave, organizado por Sinaloa y la Universidad de Occidente. Lo gané. Luego por el 50 aniversario de la Universidad Veracruzana, también lo gané. Y pues fueron saliendo.

¿Esos cuentos son los que reuniste en El río, el pozo y otras fronteras?

No, son los cuentos de Los límites de la noche. El río, el pozo y otras fronteras son solo tres cuentos de Los límites. De ese libro se imprimieron nada más 400 ejemplares. De hecho, ya había firmado con Era cuando me ofrecieron sacar ese “cuadernillo”. Les dije: les doy tres de los que van a salir en Era.

¿Has corregido a lo largo de los años esos cuentos? ¿Han cambiado conforme a las ediciones que aparecen?

No. Los cuentos los corrijo muchísimo cuando los escribo. Cuando los termino se publican en un suplemento o en una revista. Ahí ya casi están terminados. Pero los doy por terminados cuando ya salen en forma de libro. Ya que sale el libro no los vuelvo a tocar. Si acaso les quito una coma, les quito una palabra, pero no hago cambios sustanciales.

En los años que nos cuentas, estaban publicando también escritores del norte muy importantes como Jesús Gardea y Daniel Sada. Eran tiempos en que estaba muy vivo todo el asunto de la llamada “narrativa del desierto”. ¿Cómo ves eso a la distancia?

Cuando empezábamos los de mi generación me topé con un libro de Vicente Francisco Torres que se llama Esta narrativa mexicana. Y tenía una sección que se titulaba “la narrativa del desierto”. Ahí me clavé…Yo creo que hicimos lo que había que hacer. Teníamos que hacer ruido, mostrarnos. Cuando empezamos a escribir en Monterrey, éramos un grupito de escritores –Hugo Valdez, David Toscana, Ramón López Castro, Rubén Soto y yo–, un grupo-taller. Todo esto empieza porque se arma una escuela de escritura en Monterrey de once semanas, intensiva, nos inscribimos todos. Nos dimos cuenta que había un chingo de escritores en Monterrey, éramos como 50. Cuatro horas diarias, entre semana. Las primeras dos horas las daba un escritor nacional, es decir chilango. Y las otras dos las daba un local. Y nos dábamos cuenta que los locales estaban de güeva y los chilangos nos veían un poco pa’ bajo.

¿Quiénes eran los “nacionales”?

Te lo digo nada más los primeros cinco porque luego nos salimos: Sabina Berman, Eduardo Casar, Fedro Guillén, Gerardo Cornejo y el quinto fue Emmanuel Carballo. Carballo dijo: yo no voy a dar clase, voy a hacer un taller de cuento. Y empezó a meterse en todo el rollo. A la hora en que leímos algunos cuentos, nos criticó a todos. Y le dijo a Toscana: “tu cuento está muy bien, pero le falta esto y esto…”. Y luego volteó conmigo y me dice: “al tuyo no le falta nada…”.

El crítico literario dándote la bendición…

Fue un choque. Un golpe bastante bueno para mí. Pues el mismo Carballo le dijo a un güey, que entonces dirigía el área de Cultura de la Normal Superior: “Lo que debes hacer es sacar de aquí a los mejorcitos y llevártelos a un taller aparte, que tu institución lo patrocine. Es más, yo te digo quiénes”. Y por supuesto, nos escogió a mí y a otros más. Hicimos ese taller en la Normal Superior. Duró tres meses y después de ese taller dijimos: “vamos a hacer uno nosotros”. Con los que ya te mencioné, hicimos un grupo y empezamos a trabajar. Y no nada más trabajamos, tallereábamos y discutíamos mucho sobre qué onda con la literatura en México. Teníamos estas ideas de: a ver, los chilangos no nos publican, ¿cuáles son las causas? Si tú traes un libro con una calidad de noventa y hay un chilango que tiene una calidad de noventa, no te van a publicar a ti, van a publicar al chilango porque él posiblemente conoce al editor, tiene amigos, lo recomendaron, y todo eso. Entonces ¿qué tenemos que hacer? Llegamos a la conclusión de que teníamos que escribir algo indiscutible, algo que no se puede echar pa’trás.

Aunque Jesús Gardea ya había publicado por entonces, en Joaquín Mortiz y Siglo XXI. Lo mismo ocurrió con Daniel Sada…

Pero Gardea luego tuvo que publicar en editoriales independientes. Gardea sí pegó durísimo. Él fue un ejemplo. Sada era otro, pero Sada vivía en la Ciudad de México. Estaban en esa “narrativa del desierto” cinco autores, los que menciona Vicente Francisco Torres: Ricardo Elizondo Elizondo –que era de Monterrey–, Jesús Gardea, Daniel Sada, Severino Salazar y Gerardo Cornejo. Nosotros decíamos: tenemos que escribir mejor que los de la capital y tenemos que escribir de manera indiscutible y tenemos que hacer un movimiento. Un movimiento del norte. Publiqué un texto en el periódico El Norte por allá del 93. El texto se llamó “Por una narrativa del norte”y hablaba yo de todos los temas que eran exclusivamente norteños en ese momento.

¿Ves a Gardea, a Sada y los otros al lado de ti? ¿Como tus maestros?

Sí, al principio como mis maestros. Pero ahorita a lo mejor ya no. Nos pusimos a leerlos con mucha atención. Cornejo era al que veíamos más débil. A Ricardo Elizondo Elizondo lo teníamos cerca, pero después de leer sus novelas lo empecé a ver de otra manera. Está olvidado, pero es buenísimo. Y Severino Salazar, lo veíamos más del sur, decíamos que no era norteño.

Algunos de ellos fueron tus amigos. Daniel Sada es probablemente al que más conociste. ¿Podrías darme una estampa de él?

Daniel Sada era genial. La primera vez que conocí a Sada andaba descalzo, en la plaza de Guadalupe, Nuevo León, jugando futbol con unos chamacos. Creo que se había metido coca. Aunque después abandonó todos los vicios, excepto la comida. Y entonces dije: ¿es Daniel Sada? Estaba junto a la presidencia municipal, en un jardín. Me lo presentan y me dice: “me encantó tu cuento –un cuento que envié a un premio en el que él había sido jurado– y la chingada, que esto y el otro”. Me cayó bien. Yo le caí bien. Y me dijo una vez: “¿y ya tienes para un libro? Cuando juntes los cuentos para un libro llámame, yo te consigo editor en México, porque sí tienes que publicar allá. Si no públicas en México haz de cuento que no existes”. No le hablé cuando junté el libro, poco después, pero sí seguía en contacto con él. Sada era impresionante, tenía una memoria prodigiosa, sobre todo, para la poesía. Si estuviera aquí con nosotros te recitaría completito el Primero sueño de Sor Juana. Y daba muy buenos consejos. Consejos prácticos y consejos de escritura. Era como un niño, de una inocencia absoluta. Y por lo mismo siempre estaba diciendo chistes muy malos y se reía él solo de sus chistes. Te contaba sus sueños, pero sus sueños eran: “me desperté porque estaba soñando que orinaba una pared”. De ahí sacaba sus libros. Por ejemplo, después de que me contó ese sueño escribió una novela que va sobre la orinoterapia (risas). Siempre estaba lleno de manchas de comida, de migajas. Iba al baño y regresaba con la bragueta abierta. Le valía madre. Estabas chupando con él, había cacahuates y te escupía la cascara. Era una cosa muy extraña. Y tenía esta inclinación alburera de hacer chistes muy sexuales, pero se reía como niño y luego le daba pena. Era muy temeroso para ciertas cosas.

¿La literatura del desierto influyó en otros países, más allá de México? ¿El hecho de que Sada publicara en la editorial Anagrama abrió el panorama?

Hasta la fecha no lo he sabido. Lo que sí sé es que los académicos estadounidenses fueron los primeros en ponerle atención y empezaron a estudiar a los escritores del norte. Yo creo que ellos ya estudiaban a “los del desierto”, y ya después, cuando empezamos nosotros, empezaron a jalarlo. Yo me enteré a principios de este siglo de artículos que salían en universidades de Nueva Zelanda y cosas así… Donde sí hubo mucha influencia fue en la misma región. Ya la siguiente generación viene mucho más depurada, mucho más asimilada. Incluso ellos ya dicen: “No, ni madres. No tenemos nada que ver con estos pinches viejitos. Nosotros ya no pensamos en el norte. Somo universales como Gardea”.

¿Crees que tú eres el más relevante de esa corriente? En la estela de Gardea y Sada…

Podría ser, aunque somos más. Lo que pasa es que yo fui el que tomó más la estafeta de esta cuestión. Hice textos, no solo narrativos sino también ensayitos sobre qué es la narrativa del norte; la antología que hice1 y todo esto. Hubo un momento en que todo mundo se estaba arrimando. Me acuerdo. Sería el año 2004 o 2005, cuando hubo el primer encuentro de narradores del norte en la Ciudad de Chihuahua. Ahí discutimos un chingo de cosas. Estábamos casi todos.

¿Quedan algunos de ellos? ¿Se siguen leyendo?

Los que estábamos en la misma barca éramos Elmer Mendoza, Luis Humberto Crosthwaite, Juan José Rodríguez, David Toscana, Patricia Laurent –que murió hace poco y era una muy buena cuentista–, Joaquín Hurtado… Había varios. Hacíamos el mapeo y en aquel momento, te estoy hablando de mediados de los noventa, los estados más jodidos del norte eran Tamaulipas y Sonora; estaban bien jodidos, nos preguntábamos a quienes sacaríamos de ahí. Y ahora están fuertes. Sonora, sobre todo. Los fuertes en ese momento eran Coahuila, Nuevo León y Sinaloa. Chihuahua, un poco, sobre todo por Gardea…

Foto: Alejandro Arras.

Tu narrativa tiene una manera muy lírica. Se ve que eres un lector de poesía. Tu narrativa está llena de poesía. Platícame un poco de esta relación entre poesía y narrativa que es tan evidente en tu caso.

Desde que empecé a escribir me sedujeron muchísimo los narradores que tienen un lenguaje muy poético, digamos. Recuerdos páginas de Carlos Fuentes que lo acusaban, y tenían razón, de que tenía unas tiradas de lenguaje impresionantes. Te decían “analízalo bien y no dice nada”. Pasa en La muerte de Artemio Cruz. De repente dices: “sí, no dice nada, pero qué chingón suena”. Al descubrir eso pensé: voy a tratar de hacer algo que sí diga algo. No jugar tanto con el puro sonido del lenguaje. Me gustaba mucho Carpentier, Onetti. Cuando llego a Revueltas sí dije: “no jodas, pinche Revueltas, está muy cabrón para esto”. Cuando estoy terminando un libro de narrativa lo único que leo es poesía, sobre todo cuando lo estoy revisando. Te lo voy a decir así, una cuestión muy pragmática. Imprimo en hojas tamaño oficio, letra muy chiquita, y nada más imprimo 60 por ciento de la hoja porque anoto. Antes de ponerme a corregir o escribir trato de leer por lo menos una hora. Ya para entrar en estado hipnótico. Antes de empezar a corregir, leo una hora o dos y leo poesía. Entonces a la hora en que estoy corrigiendo comienzan a salir un montón de frases. Trabajar el lenguaje: me fascina eso.

El riesgo del exceso lírico es que pueda parecer demasiado sobrescrito, ¿no te parece?

Puede ser, pero por eso hay que buscar el equilibrio. La medida. Que siempre, aunque sea una línea poética o un párrafo poético, siga avanzando la acción.

Los lectores más jóvenes están muy mal acostumbrados ya a eso. Se está creando una literatura muy en función de la forma, muy descafeinada. ¿Estás de acuerdo?

Son las tendencias. Así como cambia la forma de escribir, cambia la forma de leer. Lo veo en mis talleres. Por ejemplo, a veces les encargaba una novela. Recuerdo cuando yo tenía 20 años, leí La casa verde. Decía, esto es genial. Se los pongo ahora en mis talleres y me mientan la madre. Que no lo entienden, que está muy denso el lenguaje. Tengo talleres donde de repente les digo: “a ver, vamos a leer ahora Meridiano de sangre”. Y lo leen y dicen: “no, es que el lenguaje está bien chingón”. Creo que ha cambiado muchísimo. Y cada vez más. Decía Carballo, literatura baja en calorías. Literatura light. Cuando empezó la primera polémica fue en los años 80. Cuando se publicaron Arráncame la vida y Como agua para chocolate. Yo creo que Arráncame la vida, si la vuelves a leer, te va a gustar. Cómo agua para chocolate, la historia está padre, pero la forma no tanto, creo. Es muy ligera. Pero en ese tiempo hubo un movimiento en contra de esas dos novelas, principalmente. Me acuerdo que Vuelta sacó un número cuyo título fue “Defensa de la literatura difícil”. Estaban defendiendo la dificultad y el movimiento iba hacia lo contrario, hacia aligerarlo todo. Y una de las cosas que yo digo, cuando hablo de esto, por ejemplo, es: si ahorita lees Arráncame la vida de Ángeles Mastretta, y la comparas con cualquier novela que esté en la mesa de novedades de Gandhi, es mucho más densa.

Historias adaptadas luego al cine, a las series…

Eso me hace criticar mucho. Les digo, a ver, en las vanguardias del siglo XX, uno de los objetivos principales que tenían era contar relatos que solo pudieran ser contados por medio de la literatura. Que ahí es donde, por ejemplo, perfeccionan el monólogo interior, la corriente de conciencia, todo eso. Que eso no se pueda filmar. Es literatura 100%. En cambio, ahora vas a la mesa de novedades, agarras cualquier libro y parece que está pidiendo a gritos que lo filmen en Netflix. Eso está jodiendo la literatura.

¿Te sirves del cine de alguna forma? ¿Consumes series? ¿Cómo es tu relación con eso?

Sí. Últimamente son series, pero era muy fanático del cine. Me gustaban mucho las películas. Y también jalé muchas cosas de las películas. Cuando lees una novela o ves una película, siempre hay una escena o dos que el director pasa por alto y que a ti te hacen un clic. Que dices, aquí hay un cuento y este güey no se dio cuenta. Empiezas a darle vueltas y de repente ya sacas tu cuento. Salen muchas cosas así. A veces salen estructuras, a veces salen procedimientos también de las películas.

¿Qué cineastas te gustan?

Buñuel, Scorsese y, para qué negarlo, también me gusta mucho el melodrama. Uno de mis favoritos es Ismael Rodríguez. Yo siempre he dicho que aprendí mucho más de cómo es el mexicano viendo Nosotros los pobres, Ustedes los ricos y Pepe el Toro, que leyendo El laberinto de la soledad.

Me llama la atención tu interés por la historia. ¿Cómo fue que se te ocurrió escribir una novela sobre Juárez?

Fue una propuesta. La historia siempre me ha gustado. Siempre leo historia. Sobre todo, historia de México. Un día me invitó a comer Andrés Ramírez. Me dice que andan faltando novelas históricas. Dice: “¿Por qué no te avientas una sobre Benito Juárez? No hay novela. Te vamos a pagar tanto (era muy buena paga) y necesitamos una novela de unas 200 páginas, facilita, para cualquier lector. La puedes publicar con pseudónimo”. Le dije: “Va a ser con seudónimo y me la hago en un año”. En ese entonces el director general de Planeta –porque Andrés estaba en Planeta– era René Solís. Solís me conocía muy bien, me había leído. Le dijeron: “Le va a entrar Parra, pero la va a firmar con seudónimo”. Dijo: “no, ni madre, no lo permito. La firma con su nombre”. Me volvieron a invitar a comer y le dije a Andrés: “Vamos a hacer esto. Si quieren que vaya con mi nombre, entonces no va a ser una novela de 200 páginas, ni facilita, ni una chingada, va a ser una novela como yo la haría. Y tampoco me voy a tardar un año, yo creo que me voy a tardar más”. Yo no era juarista, ni era antijuarista, ni nada. Me dejaba indiferente Benito Juárez. Además, me aburría mucho porque era el santo mexicano y dondequiera que hablaban de él era la misma historia siempre, parecía más bien para una novela de Paulo Coelho. El pastorcito que no habla ni español, y además con sus ovejitas y la chingada, y de repente el presidente. Entonces empiezo a investigar, empiezo a leer, y cada vez me interesa más. Lo que me interesaba era ver qué tenía este cabrón por dentro. Ya sabes, leer y leer, biografías y estudios sobre la época y todo eso. Y cuando descubro sus documentos y cartas, dije: “ya te agarré”. Las cartas de Juárez estaban publicadas, se publicaron en 15 tomos, de casi mil páginas cada uno. Conseguí 2 o 3 en librerías de viejo. Las empecé a leer y dije: “aquí está”.

¿Volverías a escribir una novela histórica?

Sí, de hecho, me quedé a medias con otra sobre Porfirio Díaz.

Pasemos a tu primera novela, Nostalgia de las sombras. ¿Cómo surgió?

Trabajé en nota roja a mediados del 96. Fue por culpa del error de diciembre del 94. Yo estaba casado y hacía guiones para televisión educativa. Pagaban bien. De hecho, lo hacíamos mi esposa y yo. Y de repente se viene el error de diciembre y salimos bailando. Estaba desesperada la situación… Y un día me hablaron del diario del Monterrey que ahora es Milenio. Me ofrecieron que hiciera editoriales para el periódico, pero para el periódico policiaco, el Extra. Estaba muy entusiasmado y de repente me dijeron que el problema es que no podían pagarme. Así era Monterrey. Si colaborabas con un cuento o algo así no te pagaban. Excepto El Norte, que sí pagaba, pero los otros periódicos no. Cuando me dijeron “no te podemos pagar”, yo creo que me cambió la cara. Y entonces, el director del Extra me dice “¿en qué estás trabajando ahorita?” Le dije: en nada. Tengo seis meses sin ingresar ni madre. Y entonces se voltearon a ver él y su segundo. Me fui a mi casa y al otro día me hablan y me dicen: “Oye, te podemos ofrecer editar el Extra. Le dije: “¿editor, de nota roja?”. Va, chingue a su madre. Me acomodé. Fue el único trabajo. No creas que mejoró mucho la situación. No era reportero, aunque a veces me iba con los reporteros. Un año. Y empecé a tomarle más o menos el pulso al crimen de Monterrey. En ese entonces Monterrey no tenía el crimen que tuvo después. No había narco todavía. Había una leyenda que decía que en Monterrey se lavaba el dinero y que el trato con los narcotraficantes era que dejaran la ciudad en paz. Todo esto cambió apenas empezando el siglo XXI.

Pero empecé a convivir a diario con crímenes, con hechos de sangre y todo este asunto. Y empiezo a imaginar a un asesino. Quería escribir no la novela policiaca clásica de un detective sino desde el punto de vista del asesino. Y me acuerdo, ya vivía yo aquí en México, vivía con otra mujer. Y en eso surge el premio de primera novela de Joaquín Mortiz. Y dije: “voy a participar”. Tenía yo apuntes nada más y la primera versión de esa novela me la eché en dos meses y medio. Me fui a encerrar a Oaxtepec, a una casa que me prestaron. Regresaba cada 15 días a dejar todos los cuadernos y mi esposa los tecleaba. Finalmente, ya revisé todo, la primera versión, y la mandamos al premio de Joaquín Mortiz. Lo declararon desierto. El presidente del jurado era Carlos Fuentes y estaban los del crack, Volpi, Padilla, Silvia Molina y el editor de Planeta, que era Chucho Anaya. Después me enteré que tanto Silvia Molina como Chucho Anaya daban por ganadora la mía y los otros tres dijeron que no, que se declaraba desierto. Un día me habla Chucho Anaya y me dice que me quieren invitar a cenar. Fui con ellos, iba mi mujer también, y me dice: “queremos publicar tu novela. Nos encantó. Nomás que tanto Carlos Fuentes como Volpi como Padilla dijeron que no, pero a nosotros nos encantó”. Le dije: “está bueno, pero yo tengo editorial”. Y entonces me dijeron una frase del padrino, René Solís, me dice: “te vamos a hacer una oferta que no podrás rechazar”. Dije: “Órale. ¿De cuánto es la oferta?”. Era un muy buen adelanto y dije, “¿dónde firmo?” Pero, les digo: “necesito tiempo para corregirla”. “¿Cuánto tiempo?”. “Seis meses, mínimo”. Era una primera versión y ya la corrección sí fue muy muy intensiva.

¿Estás escribiendo tus cuentos completos con el título de Sombras detrás de la ventana? ¿Ves tu obra cuentística como un solo libro, con ese título?

Cuando me propusieron la reedición de ese libro con Desterrados (la primera edición no lo incluye) me dijeron: ¿Le cambiamos el título? Les dije no, ni el título ni la portada, me encanta la portada. Nomás hay que ponerle que ya vienen todos los cuentos completos. Le pusieron “edición ampliada”. Ahorita estoy trabajando otro libro de cuentos que también creo que se va a integrar a Sombra detrás de la ventana, más adelante. Batallé mucho para el título. Cuando me pasaron todas las galeras y releí todos los cuentos fue una experiencia rara. Corregí algunas palabras, algunos signos de puntuación, nada más. No moví nada importante. Pero como no tenía título fui subrayando frases que venían en los mismos cuentos y que podían funcionar como título. Saqué unos diez y los puse a votación. En ese entonces estaba con mi ex mujer, ella tenía dos hijas ya grandes, que son como mis hijas. Lo puse a votación con ellas. Las dos dijeron: “sombras detrás de la ventana”.

Tienes talleres, tienes contacto con escritores jóvenes… ¿Cómo ves a los nuevos narradores?

Mira, yo creo que está bastante bien. Por ejemplo, veo a Hiram Ruvalcaba. Está muy entero, está muy sólido y va bastante bien. Pero no todos. A ver, ¿cómo decirlo sin ofender? Siento una incultura muy cabrona en los nuevos escritores, sobre todo en los más jóvenes. Lo noto en los talleres. No conocen la tradición mexicana, ya no digamos la universal. Hay autores que sí conocen de oídas, por ejemplo, a Dostoievski, pero probablemente no lo han leído. Están perfectamente al día con lo que se publica, pero les mencionas autores y se te quedan viendo así como “¿de qué habla este tipo?”. Autores mexicanos que obviamente no tienen por qué conocerlos, pero si estás metido en la escritura sí es importante. Juan Vicente Melo, por ejemplo. Me doy cuenta que les falta mucho. Yo les insistía mucho. Tienen que conocer su propia tradición si la quieren cambiar. Si la quieren cambiar nomás así “al chile”, pues no va a funcionar. Hay que conocerlos muy bien.

Hay toda una vitrina de escritores que se autopromocionan en redes sociales y pareciera que los que no están ahí no tienen relevancia. Te lo pregunto porque tú no tienes redes sociales y obligas a que tus lectores te conozcan a través de tus libros. ¿Cómo ves eso?

Es la cultura de los likes. Yo creo que varios tienen muchísimos lectores gracias a eso. Si vas a cualquier feria del libro cuando hay un youtuber, o cuando hay un influencer, es cuando hay más gente en el público. Pero eso no es literatura. A los escritores les ha servido mucho. A varios. Y sobre todo al grupo de escritoras del cono sur que están ahorita pegando con tubo: Mariana Enriquez, Samanta Schweblin, María Fernanda Ampuero y otras más. Ellas han sabido usar muy bien las redes sociales y además se echan porras unas a otras. Eso no está mal. Siempre ha funcionado así. Tú ves la generación del medio siglo, así funcionaba. Inés Arredondo sacaba un libro y lo reseñaba Salvador Elizondo, lo reseñaba Juan García Ponce, lo reseñaban otros. Salía Juan García Ponce, lo reseñaba Inés Arredondo. O sea, siempre se han apoyado los grupos. Pero ahora ya el impacto es mucho más amplio con las redes sociales. Creo que les funciona. Yo no tengo redes porque siento que me quitarían demasiado tiempo. Sí prefiero eso que dices tú, que me conozcan por mis libros, no por mis opiniones.

La importancia de la crítica en tu obra ha sido fundamental. La crítica te ha tratado bien. ¿Cómo ves eso hoy? ¿Ha cambiado la crítica literaria? Los suplementos culturales han decaído, las revistas literarias han decaído…

Yo creo que fue desapareciendo la crítica, poco a poco. Por ejemplo, cuando David Toscana publicó Estación Tula, me acuerdo que hubo suplementos que lo reseñaron hasta tres veces. Cuando yo saqué Los límites de la noche, hubo suplementos que me reseñaron dos o tres veces también. En ese momento, que eran finales de los 90, o mediados de los 90, no importaba si ya te habían reseñado. Si el libro le gustaba a otro crítico, se lo aventaba otra vez. Y eran reseñas muy distintas. Yo aprendí a hacerle caso a la crítica en lo que podía. Digo, como dices tú, me fue muy bien, afortunadamente.

¿En qué estás trabajando ahora?

Traigo un libro de cuentos y una novela. Tengo novelas empezadas que de repente abandono. La que te decía de Porfirio Díaz, llevo 600 páginas, pero necesito comprimir y reorganizar. Y tengo otras novelas así. Ahorita estoy trabajando también una novela, vamos a decir que no es como Laberinto, pero va sobre la esclavitud, la esclavitud actual contemporánea en México. Me doy cuenta de que hay muchísimos esclavos en México, esclavos del narco. No nada más los que esclavizan para ser sicarios. Donde está muy cabrón es en Michoacán. Tienen un chingo de esclavos en las minas. Y entonces digo, es un fenómeno que me interesaría adentrarme, me interesaría contar. Por ejemplo, hubo por ahí de 2010, 2012, un montón de médicos esclavizados por el cártel del Golfo. Un amigo mío nunca volvió a aparecer, lo sacaron de su casa. Ya sabes, entran varios tipos armados hasta los dientes, vestidos de negro con capucha, y delante de la familia lo sacan de las greñas y dicen: “tráete tu maletín y la chingada. Es para atender a los heridos”. Ya no lo volvieron a ver nunca. Ese tema me atrae desde hace varios años, lo traigo en la cabeza. Estoy también terminando otro libro de cuentos.

¿No te da miedo escribir sobre ciertos temas que le pueden causar incomodidad a alguien?

Lo hemos platicado mucho, sobre todo con Elmer Mendoza, ya ves que está metidísimo en esto del narco y todo eso. Elmer lo dice muy claro, dice: “Los narcos no leen”. Y no leen. Pero sí leen periódicos. Entonces los cronistas, los que hacen crónica, sí han recibido muchas amenazas: Alejandro Almazán, Diego Enrique Osorno, todos ellos. Los literatos no. No hay bronca. Los narcos no leen literatura. ~

  1. Norte. Una antología, Era/Fondo Editorial de Nuevo León/Universidad Autónoma de Sinaloa, 2015, 344 pp. ↩︎
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(Ciudad de México, 1992) es escritor y editor. Es autor del libro de cuentos Perfil del viento (Ediciones Sin Nombre, 2021), editor en Ediciones Piedra del Río y jefe de redacción de la revista Punto de Partida.


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