Foto: Tomás Reid

“Habitar lo feo es muy importante para las mujeres”. Entrevista a Ute Wassermann

Hija de movimientos artísticos gestados en la década de los 60 y 70, como el happening, el Fluxus o el arte performático, y fundadora del colectivo musical berlinés Les femmes savantes, la vocalista e improvisadora de 63 años realizó a finales del año pasado una residencia y una clase magistral en la Casa del Lago de la UNAM. Aquí habla del rango de lo posible a nivel corporal, de lo que aparece en la intersección entre lo orgánico y las máquinas y de lo liberador que es, especialmente para las mujeres, proyectar la voz y habitar la fealdad.
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Ute llegó a mi departamento en el centro de la Ciudad de México cuando faltaban diez minutos para las tres de la tarde. La cita era a las tres.

Le abrí la puerta y antes de que pudiera revelar mi sorpresa frente a su puntualidad, se excusó diciendo: ‘Me adelanté un poco, a veces se me sale lo alemana’. ‘No te preocupes’, le respondí. ‘Es escasa la puntualidad hoy en día. Jugamos mucho con los tiempos propios y el tiempo de los demás. Me incluyo en eso’, seguí.

Mientras miraba atenta a su alrededor, complementó la idea: ‘Hay culturas, como la alemana, que son más rígidas. En esas, se espera que las cosas ocurran de una única manera. En las que no, se aprende a soltar y a confiar en el proceso’, dijo. ‘En ese intertanto pueden haber imprevistos y frustraciones, pero en esa falta de planificación, o en esa espera, aparecen cosas hermosas’.

Es difícil desglosar el trabajo de la vocalista, compositora e improvisadora alemana, Ute Wassermann. Si hubiera que intentarlo, se podría decir que su obra consiste en una exploración profunda y constante de los límites sonoros del cuerpo.

Dentro de esa exploración conjuga voz, reverberación, resonancia, respiración, movimientos calculados e improvisación, para así dar paso a composiciones musicales creadas en su mayoría ­–a excepción de algunos objetos, micrófonos y trajes que usa para complementar– por las distintas partes del cuerpo.

Porque para ella, dentro de las múltiples posibilidades de nuestro cuerpo está la de ser un amplificador de los sonidos producidos por los instrumentos que contiene; la nariz, la garganta, la laringe, el esófago, las vértebras y la boca, por ejemplo.

Todas esas partes ella las concibe en cuanto a sus funciones instrumentales. “Si imaginas que la voz y la respiración pueden pasar por todos esos rincones, el cuerpo pasa a ser una gran caja de resonancia”, reflexiona.

Pero esas creaciones no se dan de manera fortuita. Detrás de cada técnica vocal hay cálculos, disciplina, ensayo y error, y una fórmula establecida. Como viene del mundo de las artes visuales, lo primero que hace es imaginar el sonido que quiere emitir, muchas veces inspirado en los que ofrece la naturaleza. En su proceso, la imaginación da paso a conceptos que sirven para la improvisación y experimentación, y viceversa. Luego, le atribuye una forma a ese sonido y procesa cada una de las cavidades, orificios y extensiones corporales por las que puede pasar, para así sacar en limpio eso que visualizó. Un juego, como dice ella, con las posibilidades materiales de tal. O, como dicen las reseñas: “Bucles de ululación, sonidos de percusión, voz humana disolviéndose en el sonido de pájaros, máquinas y aparatos electrónicos”.

En esa metodología hay una gran capacidad imaginativa y un atrevimiento por habitar lo extraño, lo incómodo y lo que queda relegado al ámbito de lo inusual. En su ejercicio prima el juego y la improvisación; una especie de hilado en el que coexisten las reglas fijas y la espontaneidad.

Hay quienes no han explorado esa capacidad creativa, dice Ute, pero el cuerpo carga con los recuerdos de aquellos sonidos que alguna vez dejamos salir, cuando no éramos tan autoconscientes. Cuando no nos daba miedo el qué dirán.

Y ella hizo del ejercicio de ampliar ese margen –de lo posible a nivel corporal y sonoro–, su trabajo diario.

En eso hay una postura. Porque esa exploración conduce inevitablemente a lo que para muchos oídos –y percepciones– es considerado perturbador. Al terreno de lo feo, como dice ella. O a esa dimensión a la que, a nivel social, hemos acordado entrar lo menos posible.

La noche antes de esta entrevista, se había presentado junto a dos intérpretes y artistas sonoros mexicanos, Fernando Vigueras y Milo Tames, en la Casa del Lago. La presentación, en la que mezcló voz con grabaciones de sonidos de pájaros, instrumentos, micrófonos y peceras con agua –unas recreaciones de acuarios o pequeños hábitats, como dice ella–, fue el resultado de la residencia Quimera que realizó en el país.

Una semana antes, realizó una clase magistral abierta al público. Esa vez nos pusimos en ronda e hicimos ejercicios de respiración, expresión corporal e improvisación vocal. A algunos de los que asistieron a la actividad les costó soltarse frente a los demás, otros miraron con cautela. En ese círculo, Ute logró que, durante una hora, nos enfrentáramos a nuestras propias vergüenzas, a las risas nerviosas, a las intenciones latentes de jugar los unos con los otros y a la lucha interna –y seguramente constante– de cada cual entre la rigidez y la soltura. Entre soltar y no soltar.

¿Por qué nos cuesta tanto la improvisación?

No estamos acostumbrados a hacerlo después de una cierta edad. Si estás en un grupo, no conoces a nadie y de repente te piden que hagas sonidos raros que quizás exploraste por última vez cuando tenías tres años, el primer instinto es negarse o ponerse muy nervioso. Creo que todos cargamos con el recuerdo de haber jugado con eso cuando éramos chicos, pero de adultos, el rango de sonidos al que accedemos –o al que nos permitimos acceder– está condicionado por el miedo, por la falta de exploración y por la vergüenza. Por eso, los sonidos que emanamos se mantienen dentro de lo agradable, lo armónico, algo más calculado, incluso cuando estamos cantando o riendo con ganas. Solo ampliamos el margen cuando hay una emoción muy fuerte detrás de ese sonido, si se trata de un llanto, un suspiro o un gemido, por ejemplo. En pequeñas interacciones no verbales muy cargadas de emoción.

Foto: Tomás Reid

Esa vez dijiste que percibes el cuerpo como una caja de resonancia. ¿Cómo llegamos a esos lugares, o cómo creamos sonoridades con el cuerpo, si no sabemos que somos capaces de hacerlo?

Lo primero es la imaginación. Se trata de algo muy mental, de poder visualizar y localizar tus propios instrumentos, como tu nariz o tu garganta, y después imaginar lo que quieres hacer con ellos y en qué lugares. ¿Quiero proyectar ese sonido a través de mi nariz, o hacer algo multifónico y hacerlo pasar por distintos lugares al mismo tiempo? Digamos que sientes una vibración en tu cuerpo y eso da paso a una imagen, que es la que me ayuda a proyectar la voz. De otra forma, no encuentro los resonadores.

Y luego, cuando ya tengo esa imagen, pienso que mi cabeza es una bóveda y que mi voz tiene la posibilidad de recorrer por todos esos pequeños pasadizos. En realidad, sensación e imaginación van de la mano. Y son las dos igual de importantes para dar rienda suelta a este proceso. Saber que el cuerpo es una especie de escultura con distintas recámaras, distintos pasadizos, y que pueden vibrar juntos o de manera independiente, es lo que más sirve para poder experimentar con las posibles sonoridades.

También puedo concebir la voz como un elemento escultórico, como si mi voz fuera una flecha que proyecto en el espacio y vuela lejos o cae cerca. Cuando la voz adquiere una forma, aunque sea abstracta, esa forma encuentra la manera de materializarse con el cuerpo. Si concebimos la voz como algo que tiene una forma y la ponemos ahí, pasa a ser una escultura moldeable más que una canción. O una vibración en el espacio.

Se podría decir que es un poco como mapear el cuerpo; saber por dónde puede pasar la respiración, cómo se proyecta, qué hace la laringe, qué hace la boca. A eso se le suma la improvisación, el juego y la práctica, y así se desarrolla un lenguaje del sonido.

Es una manera de aterrizar el ejercicio. Ahí me armo una serie de reglas, una pequeña estructura que me permita bajar la idea, contenerla, para que sea más manejable. Con esa estructura, luego la puedo explorar y hacer explotar. Ese balance, entre las reglas y la exploración libre es muy importante. No se puede no tener una rutina y una estructura para explorar.

A mí me sirvió mucho que nunca cuajé del todo en ningún grupo; estaba estudiando en la escuela de arte de Hamburgo, pero trabajaba con la voz y hacía mis propios trajes para que vibrara la voz. Nadie estaba en esa. Era distinta, sobresalía un poco, y eso a larga es mejor porque te hace no necesitar tanto la aprobación de los demás.

También me ayudó mucho el contexto, la época en la crecí, ir encontrando mi confianza, mi seguridad, tener cada vez más referentes. Eran los 80 e íbamos a escuchar música de todo el mundo, música árabe y asiática. Se conectaba con el mundo de una manera exponencial. No había talleres de técnicas vocales en esa época, pero se empezaba a ver que muchos atrevidos experimentaban con eso, entonces todo era más autodidacta, más desde la auto exploración.

En esa exploración como práctica, ¿crees que existe una brecha de género? Lo digo porque en términos generales, a las niñas no se nos incentivó tanto la exploración ni tampoco la autoexploración.

Se nos incentiva a aceptar un techo de cristal. A desconectarnos de nosotras mismas, de nuestros cuerpos y de la naturaleza. Por eso no fuimos capaces de imaginar, muchas veces, lo que éramos capaces de hacer. Aunque los hombres también están muy desconectados.

Foto: Tomás Reid

Una vez hice un taller con mujeres árabes y polacas y lo hablamos; todas eran intelectuales y artistas, entonces estaban acostumbradas a hacerse escuchar, pero aun así el grito estridente les costaba mucho. A las mujeres, en general, les cuesta más proyectar la voz, ser ruidosas y gritar. Pero también comunicarse de distintas maneras, ocupando otras herramientas.

Hay una relación entre sonido y espacio. Si somos ruidosas, ocupamos espacio. Y creo que la sociedad, en general, no quiere que las mujeres ocupemos mucho espacio. 

Es cierto, y me lleva a pensar que tampoco nos permite habitar lo feo, lo que en términos sociales se ha considerado poco atractivo. Si cruzamos esa barrera, sin pensar mucho en qué es considerado bello y qué es considerado feo, o si nos vemos bien o no, o si sonamos bien o no, o si nuestros ruidos son lindos o no, podemos sentir una gran liberación. Y no necesariamente para forzarnos a superar otro límite; no hacerlo desde una presión más, sino entender que eso puede ser divertido, excitante, liberador y nos puede hacer sentir sensaciones nuevas.

Habitar lo feo, transitar lo intransitable, preguntarnos cómo nos hace sentir, qué le hace a nuestro cuerpo y a nuestras mentes, es muy importante, especialmente para las mujeres.

Hace unos años mi familia se separó y tuve una crisis de salud, y por alguna razón, desde entonces he desarrollado muchos gritos y gruñidos.

Pero mirando hacia atrás, también creo que es interesante ver cómo, si una se libera de estas normas, tampoco es tanto lo que te rechazan. Porque todos sienten el peso de las normas sociales, entonces que alguien se salga, resuena con muchos. La persona que se sale tuvo la valentía de hacerlo por los que no pudieron.

En los 80, cuando estabas estudiando, se sentaron las bases del Manifiesto Cyborg de Donna Haraway; se empezó a hablar del ciberfeminismo, de las posibilidades que entregaba la unión entre la mujer y la máquina; Laurie Anderson lanzaba sus primeros discos.

Yo estaba estudiando artes visuales, pensé en estudiar música clásica un rato, pero tenía muchos otros intereses y no era virtuosa en ese sentido. No me quedaba ocho horas al día practicando la flauta.

Fui mezclando un poco todo y luego, cuando tenía 16, fui a un concierto de Laurie Anderson, que por ese entonces era joven, y me acuerdo que quedé fascinada. Usó el violín, pero no como lo usaban los violinistas, sino en su función de objeto, y lo mezcló con su voz. Todo era muy visual. Fue la primera vez que dije: “Wow, ¿se puede hacer esto con la música?”

Mi papá era fanático del jazz y en casa siempre escuchábamos música, eso ciertamente fue una gran influencia. Él era científico, toxicólogo, y mi mamá artista visual. Íbamos mucho a acampar y seguramente ahí desarrollé mi interés por la naturaleza, por los sonidos que se emanan del medioambiente, por las causas sociales. En ese tiempo había habido muchas crisis con el asbesto, con compañías químicas que no habían compensado a los trabajadores que se estaban enfermando, y mi papá asumió la lucha de muchos de los afectados. Creo que todo eso se fue sumando y fue gestando las bases de mi búsqueda de ahí en adelante.

¿Cómo fue ser artista mujer en tiempos en los que, salvo algún que otro referente, me imagino que la mayoría de tus profesores o mentores eran hombres? Al menos en el mundo académico.

Era un mundo muy dominado por lo masculino. Tengo una hija de 22 y veo que hay mucha más claridad con respecto a ciertas cosas.

Nosotras éramos feministas, ciertamente; exigíamos y luchábamos por nuestros derechos, nos juntábamos a poner temas sobre la mesa, pero habíamos naturalizado ciertas humillaciones cotidianas o microagresiones y no las identificábamos como tal. Yo iba a una tienda a comprar aparatos electrónicos y máquinas, por ejemplo, y al principio no me atendían porque pensaban que estaba con algún novio y que las cosas eran para él. Ese tipo de suposiciones eran habituales.

También la forma en la que nos trataban. Yo siempre fui muy alta y de apariencia media andrógina, por lo que hay ciertas situaciones que no me afectaron directamente. En ese sentido, me ayudó ser menos hegemónicamente llamativa, pero a su vez es extraño tener que decir que eso fue lo que me salvó de ciertas agresiones, porque no existe justificación alguna para eso.

Foto: Tomás Reid.

A veces siento que no ha cambiado tanto. Antes, cuando era más joven, me pasaba que en las pruebas de sonido a menudo tenía que pelear por lo que quería, o justificar mis requerimientos, porque me encontraba con personas que creían saber mejor que yo lo que necesitaba. Les pedía el volumen a tal punto y lo subían de la manera que ellos pensaban que era la correcta. A veces pienso que si fuera hombre, no me hubiese pasado tanto, o no hubiese tenido que justificar mis demandas.

¿Te afecta ver que hemos creado un mundo en el que nos creemos superiores a todo lo demás?

Profundamente. Me enoja, me entristece y me frustra. En tiempos de crisis ambiental, guerras, hambre y genocidios, a veces pienso que me gustaría que mi trabajo tuviera un impacto más grande, que mi mensaje fuera más claro. Tendría que ser activista, militante, científica, o abogada. Pero también sé que hay distintas maneras de hacer llegar un mensaje, ahora el tema es cómo hacerlo llegar de manera urgente.

Al mismo tiempo, siento que no me gustaría entregar un mensaje desde arriba. La belleza está, para mí, en crear estos pequeños ambientes sonoros con objetos, con materia orgánica. Estos pequeños ecosistemas que hacen referencia a la naturaleza y en los cuales se puede interactuar libremente con las reglas; romperlas, seguirlas, inventar las propias.

Porque lo que a veces olvidamos es que todo está en la naturaleza; la sabiduría para resolver muchos de nuestros malestares incluso. El ecosistema se conforma con millones de especies interconectadas y distintos entrelazamientos, y siempre crece en distintas direcciones. Como si siguiera un plan, pero tampoco tanto. ~

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nació en Nueva York, vivió en Santiago de Chile y actualmente reside en Ciudad de México. Periodista especializada en temas de género y procesos socioculturales, escribe para medios y revistas de la región y desarrolla junto al diario La Tercera (Chile) un programa audiovisual de conversaciones en profundidad que indaga en los desafíos que surgen en la intersección entre género, socialización, trabajo remunerado y no remunerado. Es becaria del International Women's Media Foundation.


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