Bondades, peligros y redundancias del lenguaje inclusivo

Si queremos que la sociedad sea más igualitaria, usemos el lenguaje inclusivo con mesura y aportemos soluciones imaginativas.
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Como tantas otras veces, este verano nuestro querido país ha vuelto a sentir la vorágine de las dos Españas. En esta ocasión, la excusa ha sido el informe que la vicepresidenta del Gobierno ha pedido a la RAE sobre el lenguaje inclusivo en la Constitución. Y así, de igual modo que Moisés dividió las aguas, este tema ha creado una brecha infranqueable: a la derecha, los que entienden en el lenguaje inclusivo una nueva moda inconsistente y superflua; a la izquierda los que miran con recelo a los que se niegan a crear una realidad más igualitaria a través del lenguaje. Y aquí vengo yo, a defraudar a unos y a otros y hablar de las bondades, los peligros y las redundancias de hablar siempre en femenino.

Empecemos por las bondades. Si mis estudiantes hablan de su profesor de Lingüística en la sobremesa, no creo que sus familiares tengan una imagen de una mujer como yo. Hay quien me dirá que no quiere especificar mi sexo, que solo le interesa marcar mi profesión y que por eso utiliza el “masculino-genérico”. Pero es que le interese o no, su interlocutor se va a hacer una imagen de mí. Y como no es posible tener una imagen asexuada de los referentes humanos, utilizará su prototipo de profesor, que siempre es masculino. Únicamente utilizando el femenino se conseguirá una imagen de profesora mujer. Lo mismo podemos decir, claro está, cuando nos referimos a un grupo de personas concretas que son todas mujeres. No tiene ningún sentido hablar en masculino en estos contextos, pues nos interese o no marcar el sexo de los referentes, lo cierto es que lo tienen y no es bueno invisibilizarlo. Lo que no se nombra, no se imagina y por tanto, para nosotros, primates semióticos por excelencia, simplemente no existe. Si queremos que la sociedad sea más igualitaria, hablemos en femenino cuando nos refiramos a referentes concretos de mujeres. Sea en la sobremesa o en la constitución: la vicepresidenta que pidió el informe, las abogadas que llevaron mi caso.

¿Cómo debemos hablar en femenino? ¿Necesitamos hacer que todo termine en –a? Obviamente no. Lo importante, ya sabemos, es que quede claro que son mujeres. Cómo se haga dependerá del hablante: es suficiente, por supuesto, utilizar el artículo: la vicepresidente es tan femenina como la vicepresidenta. Dejemos libertad a los hablantes para decidir qué terminación utilizar y que sea, como siempre, el tiempo el que dicte sentencia.

Otro asunto distinto es el uso de las expresiones que se usan para generalizar, tanto si están en singular (cada español), como en plural (los trabajadores). Utilizar el masculino en estos contextos para hablar de todos (hombres y mujeres) no invisibiliza del mismo modo que el singular, pues uno puede imaginar un grupo con personas de ambos sexos. Ahora bien, no nos engañemos, tampoco ayuda a visibilizar. Cuando está claro que existen referentes femeninos (como en los españoles), el problema no es grave, pero si estamos hablando de un ámbito en el que antes no había mujeres (como en los ministros), el problema es mayor porque no ayuda a normalizar que las mujeres tengamos puestos de responsabilidad. De ahí que sea en estos contextos en los que, en ocasiones, y como medida puntual, sea interesante utilizar el doblete en los nombres o especificar el género en las expresiones singulares (todo miembro, hombre o mujer).

¿Por qué el doblete solo en los nombres? Porque el sexo del referente se vincula a la expresión como totalidad. Queridos y queridas amigos y amigas tiene el mismo poder visibilizador que queridos amigos y amigas, y es sensiblemente más cansado.

¿Y por qué solo de manera puntual? Porque aunque utilizar el doblete ayuda a la visibilización de la mujer, es un arma de doble filo. Y aquí llegamos a los peligros del lenguaje inclusivo. Es evidente que el uso constante de doblar los sustantivos requiere de una persistencia y una consciencia que difícilmente perdura en el tiempo. Por tanto, doblar va a convivir, muy probablemente, con los usos genéricos. Esto es, a veces diremos las ministras y los ministros y otras veces diremos los ministros para referirnos a un grupo igualmente mixto. Sin embargo, un uso continuado del doblete implica que, poco a poco, el uso del masculino no nos incluya. En mi generación, si un profesor decía “que levante la mano el niño que quiera salir”, las niñas nos sentíamos aludidas; hoy en día no, o no siempre. Y es esta una consecuencia nefasta de doblar constantemente el masculino y el femenino. Máxime en algunos contextos, como el legal.

Hemos llegado a un aparente callejón sin salida: si doblamos, nos excluimos; si no lo hacemos, no visibilizamos nuestra presencia. Tal vez la respuesta esté en utilizar soluciones más imaginativas. En la lengua cotidiana, doblemos con mesura, usemos el femenino como genérico en los contextos en los que las mujeres seamos mayoría y hagamos explícito el uso no genérico del masculino (“Los trabajadores hombres”) para reivindicar nuestro lugar en el uso genérico. En los textos legales, seamos cautos con las implicaciones de los usos lingüísticos. Y, sobre todo, conozcamos las posibilidades reales del sistema. Solo así podremos usarlo como un arma eficaz.

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Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).


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