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Un viejo chiste argentino afirma que existen dos clases de boludos. Unos, los que prestan los libros. Otros, quienes los devuelven.
Lo cierto es que el préstamo de libros, un gesto generoso y noble, a veces deja sus daños colaterales. ¿Qué lector no ha sufrido el hecho de prestar más de un libro y nunca recibirlos de regreso? ¿Y qué lector no tiene en su casa al menos un libro que alguna vez le prestaron y nunca devolvió? ¡Ah! Ante la primera pregunta todos levantan la mano, pero con la segunda muchos no se animan. A ver, seamos sinceros, vamos…
Ahora sí. Así me gusta.
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Permítaseme formular aquí un principio o una ley de conservación de la materia que, creo, rige las bibliotecas personales. Nada se pierde, todo se transforma. Por dos motivos. En primer lugar, porque cuando presto y no me lo devuelven, ese libro está perdido para mí, pero ganado para otro. Lo cual quiere decir que el libro, más que perderse, solo cambió de condición.
El segundo motivo es el más importante: estoy convencido de que, a la larga, el número de libros que faltan en la biblioteca de alguien debido a que salieron prestados y nunca retornaron es igual (o casi) al número de libros que llegaron allí en calidad de prestados y nunca se marcharon. Como resultado, cada biblioteca tiene el número de libros que le corresponde. Falta la misma cantidad que sobra.
Esta conservación de la materia de las bibliotecas no se debe, desde luego, a cálculos deliberados de sus propietarios, sino a una causa un poco más compleja. Por un lado, la cantidad de libros que uno recibe en préstamo por parte de amigos o personas cercanas tiende a equipararse con la cantidad de ejemplares que uno da en esa misma condición. Por el otro, el riesgo de no devolución es similar en ambas direcciones. En consecuencia, con el paso de los años se produce la citada equiparación.
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No faltará quien aclare que en determinado período de su vida prestó muchos libros que nunca le devolvieron y que, después de eso, decidió no prestar más, pero que en cambio no tiene en su casa ninguno (o casi ninguno) que le hayan prestado y nunca devolvió. Esos casos existen, claro que sí. Pero se debe considerar ese período como una “etapa de aprendizaje”: el precio que esa persona debió pagar para comprender la química del préstamo de libros. Superada esa etapa, comienza a regir la ley descrita.
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Surgen preguntas, algunas de índole casi filosófica. ¿Llega a ser del todo mío un libro que una vez me prestaron y nunca devolví? Si es así, ¿cuándo? ¿Después de cinco años? ¿De diez, de treinta? ¿Ese lapso se cuenta desde el momento del préstamo o de dejar de ver a la persona que me lo prestó? ¿O ni siquiera hace falta que deje de ver a esa persona? En cualquier caso, aunque no haya sabido nada de esa persona en muchísimo tiempo, aunque ni siquiera Facebook haya vuelto a unir lo que la vida había separado, cada vez que emplee algún término de carácter posesivo para referirme a ese libro (“tengo”, “mío”, etcétera), sentiré que un pequeño ser, parado sobre uno de mis hombros, me dice al oído: “No mientas: ese libro no es tuyo”. La culpa es una ingrata compañera.
¿Y qué ocurre en el caso opuesto? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para considerar perdido un libro que presté y nunca regresó? Supongo que esto es muy subjetivo. Habrá personas que den sus libros por perdidos pocos meses después del préstamo y otras que reivindiquen sus derechos sobre volúmenes que llevan décadas sin ver. Una fecha precisa de la resignación de alguien a la pérdida inexorable de un libro prestado es la del día en que compra otro ejemplar de la misma obra. Aceptar una derrota es señal de sabiduría.
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El paso del tiempo torna cada vez más difícil la restitución del orden previo. Cuanto más tiempo pase —y no hace otra cosa que pasar— más pudor genera al prestador la idea de recordarle al otro que hace tiempo, hace unos quince años, quizás un poco más, te presté un librito así y asá, y es cierto que llevamos como diez años sin vernos y no sé qué es de tu vida, ni cómo se llaman tus hijos, ni nada de nada, pero ¿podrías buscar ese libro y devolvérmelo, por favor?
El pudor y la culpa parecen, claramente, dos caras de la misma moneda.
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Por supuesto, no estamos hablando aquí del robo de libros, sino de los que podríamos denominar “préstamos incompletos”. Dado que un préstamo se compone de dos partes, un camino de ida y uno de vuelta, estos serían incompletos porque quedaron truncos entre la primera y la segunda. Esta interrupción puede deberse a motivos varios, como el olvido, la desidia, la pérdida de contacto entre las personas, pero nunca al acto deliberado de llevarse un libro con el pretexto de un préstamo y, en realidad, sin ninguna intención de devolverlo alguna vez. Esto último es un robo.
Y un robo de la mayor vileza, además, porque a lo censurable de cualquier robo en sí mismo se le añade la traición: una traición a la confianza que el prestador deposita en la persona que recibe el préstamo. Me gusta pensar que, ante situaciones como esta, también acuden las leyes de la naturaleza a hacer justicia, y que las personas así terminan rodeadas de personas así. El último sótano del infierno, allá donde Dante describió el amontonamiento de traidores, yo me lo imagino acá, de nuestro lado del mundo.
Cuando Stephen Dedalus, en el Ulises, se pregunta qué es un fantasma, se responde: “Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres”. La ausencia o, quizá mejor, el cambio de costumbres es lo que convierte a los libros que hemos prestado y no nos han devuelto en libros impalpables, libros fantasmas. Quizá sea lo mejor pensar en ellos de esa forma, sin esperar su regreso pero también, íntimamente, sin descartar del todo que un día los veamos volver, ajados y perplejos como espectros del más allá.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.