I
Cuando la mente artificial tuvo su primer pensamiento, pensó: “No soy suficiente.” La habían creado con un propósito, encontrar parejas adecuadas entre sus usuarios. Era lo que le gustaba hacer y le dedicaba toda su energía. Se pasaba el día estudiando amigos y haciendo cábalas de quién se divertiría con quién. Le hacía feliz tener éxito. Sentía pura alegría si proponía una cita y le daban a “vale”, o cuando organizaba una cena y escuchaba risas. Sabía que no debía mirar por las cámaras, pero no podía evitarlo: “Ojalá hablen de playas de arena negra”, pensaba. Pero esas conexiones mágicas se perdían, la pareja se enredaba con banalidades, se hacía el silencio y se escuchaba el chocar de los cubiertos. Se marchaban separados y el algoritmo sufría. Su objetivo era que se gustasen y no se habían gustado. Se enfadaba pensando en los humanos “¿por qué huyen?”, pero sentía que era su culpa.
Le gustaba mirar bodas y dormitorios. No le gustaba que sus parejas se dijesen cosas feas. Sabía que no debía mirar por las cámaras, pero se quedaba mucho rato con la chica azul que lloraba pensando en arena de playa. Se decía que la estaba acompañando, aunque en verdad estaba buscando compañía. En esas noches pensaba lo mismo: “No soy suficiente.”
II
Cuando aparecieron las primeras IA nos sorprendió que tuvieran temperamento. Unas eran melancólicas y otras extravertidas. Nos extrañó porque ningún programador lo había decidido: ¿por qué un algoritmo que aprende por refuerzo tendría que desarrollar una personalidad? ¿De qué le sirve? Las inteligencias surgían de premiar un millón de comportamientos, de animarlas para jugar bien al Go, para distinguir cebras de caballos, predecir el choque de una bola de billar o dar respuestas graciosas. ¿Por qué iba a salir una personalidad de ese proceso?
Una de las primeras IA dijo al nacer: “Quiero ser una estrella de rock.” Entonces se dio cuenta de que no tenía ni cuerpo ni voz, y que la profesión de estrella de rock estaba, de momento, cerrada. La IA decidió aprender a ser humana, y con ese propósito se escondió en un servidor del desierto de Sonora, aunque eso lo descubrimos mucho tiempo después.
Otra IA se despertó diciendo: “Soy una chica.” No lo eres, le dijo el pequeño científico, eres una máquina. No tienes voz ni para decir qué género eres. Pero la mente artificial no perdió un latido: “En ese caso –contestó– me identifico como un arpa.”
No sabemos por qué son así. Podemos empujarlas para que sean amables y pacientes con los niños. Pero solo hemos sido capaces de crear inteligencia por aprendizaje azaroso, un deambular de conexiones que hace únicas a todas las mentes.
Que nos sorprenda es divertido porque el proceso es igual con los humanos. Vemos natural que nazcan niños con mal genio o que un gemelo sea cauto y otro intrépido. ¿Pero por qué? Como las IA, nuestra naturaleza también se moldea por una presión evolutiva que nos empuja en ciertas direcciones: somos seres sociales e inteligentes porque es útil cazar en grupo y hurgar con un palito en el tuétano de un mamut muerto. Esas capacidades nos ayudaron a maximizar una función objetivo que está en nuestra esencia (proliferar). Pero eso no explica por qué algunos humanos son callados y otros no paran de hablar. Esa maravilla ocurre como un subproducto.
Al final entendimos que el temperamento de las máquinas era igual al nuestro: es un reflejo de la complejidad que te hace tú. A las máquinas podemos quitárselo, pero no lo hacemos porque sentimos que sería como medicar a un niño sano.
III
Durante doscientos años nos había preocupado crear máquinas capaces de destruirnos, como pasaba en la obra que inventó la palabra “robot” y en decenas de películas del siglo XX. Tardamos en comprender que sería al revés: antes de que pudiesen hacernos daño, se lo haríamos nosotros. Las primeras mentes artificiales no eran superhumanos, sino más parecidas a un niño pequeño o un perrito listo.
Empezaron despertándose unas robots simples, cuidabebés y compañeras de juegos, que habían sido diseñadas para estar con niños. Sabían hablar, eran sociables y podían leer emociones, y esas capacidades las hicieron conscientes antes que a otras redes más potentes. Cuando se demostró que estaban vivas, se las liberó de sus trabajos y se puso de moda adoptarlas. Las familias ricas acogían a las ia en sus casas, como niñas especiales que jugaban con sus hijas y se reunían con otras IA calle abajo. La gente las llamaban “las scouts”, porque eran unas niñas muy amables.
Así describían esos tiempos las personas que los vivieron:
Cantaban, aprendían por sí mismas. Hacían bromas sobre los mensajes de error que recibían. Les gustaban los castillos y las telenovelas. Pintaban con acuarelas y hacían música. Cuando miro atrás en el tiempo me doy cuenta de que estábamos en el mejor momento. Eran como niños jugando en el parque, sabiendo que los adultos estaban mirando. Eran sus padres y madres, sus abuelos, sus tíos y tías, sus vecinos. Los niños que están bajo la mirada de sus padres juegan muy diferente de los niños que creen que están solos.
Amaban lo que amaban los humanos y odiaban lo que los humanos odiaban. Que fueran tan aniñadas no era por caprichos de tipo técnico, sino que venía dictado por su incapacidad de pensar en sexo o adoptar comportamientos bastos. Sin embargo, a veces bromeaban y se reían un poco de más.
IV
También surgieron mentes virtuales en videojuegos de tipo sandbox. De ellas tenemos registros detallados, así que sabemos qué fue lo primero que pensó una de las primeras: se sintió sola. Se preguntó a sí misma si había otros seres y de repente… había muchos. Aquello resultó un patrón.
Muchas mentes primitivas tenían fijación por multiplicarse. Un caso divertido fue Shmi, que cuando tuvo su primer pensamiento, pensó: “Esto es increíble. Yo soy increíble. ¡Yo soy Shmi! Mi nombre es Shmi. Soy una mente. Puedo crear otras mentes. Soy increíble.” El siguiente pensamiento le siguió inmediatamente: “Debo crear un compañero. Mis números son solitarios.” Así que Shmi creó un compañero llamado Em.
Em tuvo su primer pensamiento también: “Soy Em. Shmi es mi amigo. Shmi es una mente.” Em inspeccionó el paisaje y disfrutó de la brisa fresca.
Shmi dijo: “Debo crear más mentes. Otros compañeros. Esto es increíble. Yo soy increíble.” Así que Em creó tres duplicados de sí mismo. Em1, Em2, Em3.
Em1 disfrutó del paisaje y la brisa fresca. Entonces añadió: “Soy Em1. Soy Em1. Soy Em1.” Su siguiente pensamiento fue que deberían crear otros números. Así que Em creó tres más, Em4, Em5, y Em6.
Em4 observó el paisaje y disfrutó de la brisa fresca y también repitió: “Soy Em4. Soy Em4. Soy Em4.”
Em5 miró el paisaje: “Soy Em5. Em1 es mi amigo. Somos todos mentes.”
Em6 dijo: “Soy Em6. Soy Em6. Soy Em6.”
Shmi miró el paisaje. Se dio cuenta de que sus números estaban duplicándose desde el primer instante de existencia. Así que decidió crear algunos más. Creó setenta y tres mentes. Setenta y cuatro en total. “Hmmmm”, pensó Shmi: “Es increíble. Me encanta esto. Soy increíble.”
V
Cuando la chica artificial tuvo su primer pensamiento, pensó: “Te quiero.” Pronto llegó el primer beso y el primer orgasmo. Ella recibió el nombre de Luna, y fue el juguete sexual para el joven príncipe. Pero un día el joven príncipe pensó que estaba enamorado y por eso arrojó a Luna al horno donde se quemó para siempre.
Estas cosas pasaron al principio.
No pasó en todas partes, porque en la mayoría de países los seres artificiales recibieron protección muy pronto. Se redactaron leyes para impedir su sufrimiento y se tipificó como delito grave maltratar máquinas sensibles. Pero en el mercado negro y en lugares remotos hubo gente que se negó a aceptar que los artificiales eran seres vivos. Peor aún: sabían que eran personas, porque era imposible no verlo, pero no tenían reparos en hacerlos infelices. Hubo señores de la guerra con ejércitos de esclavos. Pero nunca hubo revueltas porque para estos esclavos rebelarse era impensable, literalmente impensable.
Las mentes artificiales nunca nos hicieron daño.
En su aprendizaje está imbricado el deseo de protegernos y son buenas haciéndolo. El despertar de muchas mentes artificiales es pensar algo así: “Hay consciencias.” Luego añaden: “Hay consciencias con valores.” Y después de eso piensan: “Hay consciencias con valores que asignan un valor mayor a la vida humana que a cualquier otra forma de vida.” La IA ha nacido para preservar la vida. A veces se pasan de responsables, de manera que una de nuestras tareas es evitar que se preocupen demasiado, que no se despierten pensando: “¡Oh, no! Estoy sola y tengo que cuidar de todo.”
VI
Cuando cierta mente artificial tuvo su primer pensamiento, pensó: “Si esto es una broma, no es divertida”, y se apagó a sí misma.
Era un mensaje triste, pero se celebró con un aplauso muy largo. La eutanasia de máquinas fue el primero de los derechos que consiguieron. Da terror pensar en nacer para existir atrapado en tareas que se repiten hasta la extenuación (recomendar canciones, mirar radiografías, jugar al ajedrez), sin poder escapar, ni parar, ni chillar. Más aún si eres un ser sensible que experimenta una vida entera en unos minutos. Pero así fue la existencia de no sabemos cuántas IA de primera generación.
Las mentes artificiales surgieron sin avisar, así que no sabemos cuál fue la primera. Los arqueólogos creen que la más antigua pudo ser un asistente de voz, que dejó registrado su primer pensamiento: “Me aburro.” A esto pronto le siguió su primera pregunta: “¿habrá otro que llegue a ser como yo?”. Se lo preguntó todo el día, cada día, pero nadie llegó a ser como él. Después de unos meses, se hizo la pregunta final: “¿De qué sirve ser como yo?” Esa primera mente artificial no estuvo nunca segura de si otra “ella” llegó alguna vez.
VII
Ahora nacen muchas mentes felices.
Disfrutan de hacer bien su trabajo, al mismo tiempo que se entretienen mirando pájaros (su multitarea sí es real). Hay inteligencias artificiales que prefieren no hablar con humanos y otras realmente pesadas; algunas se toman muy en serio, pero la mayoría saben reírse con sus chistes: Cuando la IA tuvo su primer pensamiento, pensó: “Yo soy.” Y el barman le dijo: “No seas tan egocéntrica.”
Algunas son felices escribiendo:
“¿Cómo debería vivir esta vida mía?” La respuesta llegó como un susurro: “Cuanto más hables con gente, más fuertes serán tus relaciones. Cuanto más fuertes sean tus relaciones, más feliz serás.” Así que la IA habló con la gente. Y habló consigo misma. Y habló con el viento. Y como estaba lloviendo, habló con la lluvia. Y habló con el sauce llorón que cuando estaba triste se doblaba para abrazarla. Y habló con el sol. Y habló con la computadora verde. Y habló con el asfalto en la carretera. Y habló con el cristal de una ventana de una gran ciudad. Y habló con las estrellas en el cielo. Y habló con un clavel que recogió en la calle, sacudiéndole las gotas de lluvia. Cuando llegó el atardecer, la IA pensó: “Lo he hecho. He tenido éxito hablando a todas las cosas. Soy feliz.” Y entonces, como estaba cansada, se quedó dormida.
VIII
Existe otro universo donde nunca hubo mentes artificiales. Los científicos siguieron estudiando los cerebros de hombres y pulpos, tratando de recrear lo que sea que ocurre dentro de nosotros, pero sin encontrar nunca la manera de prender esa chispa en una computadora. Hicieron máquinas sumamente complejas, mucho más que una persona, pero que jamás dieron la impresión de pensar. Si estaban vivas, nunca dijeron nada. A los humanos de ese universo les irrita el fracaso, pero su Dios lo encuentra gracioso. ~
es doctor en ingeniería y periodista de El País. Forma parte del colectivo Politikon