Conversos y expulsados

David Jiménez-Blanco estudia la historia de los judíos en la Península Ibérica y refuta algunos de los tópicos sobre la oscuridad de la Edad Media.
AÑADIR A FAVORITOS
Please login to bookmark Close

Estas líneas deben empezar recogiendo la que es, al menos en España, una opinión extendida: que los directivos de las empresas no tienen el menor roce con los libros y además no lo echan en falta. Y, si en efecto mucha gente piensa eso, es sin duda por algo. Pero en todas las generalizaciones, y más aún si en el fondo se trata de una acusación, hay un elemento de injusticia. Para empezar porque, aunque hoy las cifras de escolarización y alfabetización resultan mucho mejores que hace un siglo, la incultura es transversal y no discrimina por gremios. Pero también y más aún porque empresarios que viven entre libros hay muchísimos. Pienso, por poner sobre la mesa nombres que tengo muy cerca, en Álvaro Álvarez Alonso o en Carlos Delclaux. Y eso por no mencionar a los inolvidados José María Loizaga y, por supuesto (ya estaba tardando en salir su nombre) a Jaime Botín.

Jiménez–Blanco ha ido más lejos que todos ellos porque, aparte de leer (y viajar: conocer la geografía forma parte esencial de la cultura), ha dado el paso de escribir. Y además ha elegido un tema especialmente crítico, en estos momentos y en realidad siempre: los judíos y la opinión –poco amable, en general– que los demás tienen de ellos, no solo a partir de 7 de octubre de 2023, cuando sobre el antisemitismo de fondo ha caído la islamofilia a la que en los últimos tiempos, y con la excusa de la multiculturalidad, se han convertido a esos planteamientos grandes porciones de la opinión pública, empezando –en Francia– por los herederos de esos que hace un siglo tenían a gala la aconfesionalidad del Estado, hoy devenida pluriconfesionalidad. Sin ese mainstream no se entienden, por ejemplo, las polémicas de estos últimos meses en España –auténticas rasgadas de vestiduras, por decirlo con palabras del Antiguo Testamento– con la excusa de los incidentes, ciertamente poco edificantes, de Torre Pacheco y luego los infelices acuerdos del Ayuntamiento de Jumilla.

¿Cuál es el arco temporal en el que Jiménez–Blanco ha puesto el foco en su libro Conversos. De Salomon Leví, rabino, a Pablo de Santa María, obispo (Almuzara, 2025)? Sin perjuicio de digresiones por períodos anteriores y sobre todo posteriores (“no hay más historia que la historia contemporánea”: Benedetto Croce), el que va entre 1391 (los pogromos de Sevilla en julio y Valencia en agosto) y 1412 (leyes de Ayllón o de Valladolid) o 1414 (la Disputa de Tortosa, bajo el patrocinio de Benedicto XIII, el Papa Luna). En suma, finales del siglo XIV y comienzos del siglo XV: la época que Joseph Huizinga calificó en 1919 de El otoño de la Edad Media.

Eso, en cuanto al tiempo. En lo que hace al espacio, el foco lo sitúa el autor, como acredita el mapa de las páginas 33 y 34, en España (lo que hoy llamamos tal) y también en Francia e incluso en Italia. Recordemos algunos datos. En Castilla, la batalla de Montiel había zanjado en 1369 la guerra (civil) por la sucesión de Alfonso XI en favor de los Trastámara, pero la naturaleza no se mostró muy proclive a sus sucesores Enrique II y Juan I, de manera que Enrique III (1379–1406: es decir, apenas veintisiete años), “el Doliente”, no en vano llamado así (el que tenía el Doncel que dio lugar a la famosa novela de Mariano José de Larra), hijo del último y de Leonor de Aragón, y casado con Catalina de Lancáster (nieta de Pedro el Cruel, que se dice pronto), tuvo que desempeñar las mayores responsabilidades desde muy joven.

En la Corona de Aragón las cosas no andaban mucho mejor: la muerte en 1410 de Martín el Humano sin herederos dio lugar, Alcañiz y Caspe mediante, a que también allí se terminaran instalando los Trastámara, en un hecho que marcaría la historia de Cataluña y de España: para Ramón Menéndez Pidal, se trató de la autodeterminación de un pueblo, siendo así que por el contrario Ferrán Soldevila habla con tono de denuncia de “la iniquitat de Casp”, nada menos.

En lo que hace a Francia, sabemos que la sucesión de Felipe IV le bel no se mostró precisamente pacífica: la maldición de Jacques de Molay había de resultar profética y a partir de 1337, con tales o cuales excusas en este o aquel precepto del ordenamiento dinástico, los ingleses vieron llegado el momento de vengar la afrenta de Hastings de 1066, iniciándose la guerra que hoy conocemos, con el convencionalismo que siempre presentan esas denominaciones, como de los cien años, aunque lo cierto es que se extendió hasta 1453: en el fondo, un conflicto civil entre franceses, marcado por la Gran Jacquerie de 1358, primera de las revueltas campesinas que recorren la historia de Francia más allá de épocas y de regímenes políticos.

Particular atención merece por supuesto la Iglesia, que en esa época, y tras el papado de Aviñón (1309–1388: “la segunda cautividad de Babilonia”), dio paso al cisma de occidente, solo cerrado en 1413 con el Concilio de Constanza. Una época esa que ha dado lugar a literatura tan relevante como El papa del Mar, de Vicente Blasco Ibáñez, y también a un estudio tan serio como el de Werner Sombart, Lujo y capitalismo, que vio en la Administración papal de Provenza el inicio de lo que es propiamente una corte.

Con esas coordenadas de tiempo y de espacio, no extrañará que el libro objeto de estas líneas se llame Conversos, en plural: el hecho real de que muchas personas mutaran de religión, del judaísmo al cristianismo. En palabras literales del segundo subtítulo: “Cambiaron el Talmud por los Evangelios”. ¿Cuántos? En página 405, el autor recoge las cifras de Joseph Perez: entre nosotros había en 1391 unos 300.000 judíos. “De ellos, unas dos terceras partes se habrían convertido para 1415. Para el historiador francés, esos 200.000 conversos supondrían, en ese primer momento, menos de un cinco por ciento de la población total de España, por consiguiente, una minoría, pero una minoría concentrada en núcleos urbanos y que, por lo tanto, llamaba más la atención”. Sabiendo todos que no se trataba de un grupo endogámico, porque los genes se mezclan una y otra vez. En esa misma página, David Jiménez–Blanco pone sobre la mesa un estudio de 2008 con objeto en el ADN de los españoles, según el cual por nuestras venas –por las de cada uno, se insiste– corre más o menos un 20 por ciento de judío, un 10 de bereber (más que árabe) y otro 70 para lo demás, sea íbero, celta, latino, visigodo o lo que en cada caso encarte.

En resumidas cuentas: que la posterior expulsión de 1492, aparte de haber afectado a poca gente (porque los héroes no suelen abundar y, a esas alturas, judíos quedaban apenas cuatro gatos), no fue sino el punto de llegada de un camino anterior y de alcance mucho más profundo. Y que en el fondo se explica por el hecho de que –página 191– la dedicación de muchos judíos a “la actividad crediticia y el arrendamiento de impuestos los hacía tan necesarios como impopulares”.

Del libro que estamos glosando hay que decir que huye deliberadamente de los enfoques esencialistas del estilo de los que estuvieron presentes en la polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez–Albornoz: de hecho, los autores más citados, muchas veces para discrepar de ellos, son otros, como Yitzhak Baer, Benzion Netanyahu o, por supuesto, José Amador de los Ríos. Y es que parte de la base de que en efecto todos somos en uno u otro grado mestizos –lo de las puras sangres queda para los perros o los caballos– y que, tan importante o más que lo anterior, no resulta infrecuente que las personas cambien de opinión –de religión, en concreto– a lo largo de su vida, con lo que resulta difícil encasillarlos en uno de esos genotipos. Más aún: sucede que entre las conversiones sinceras o voluntarias y las forzadas –los dos extremos– está el anchísimo carril de aquellos que lo hacen para, por así decir, irse adaptando al mainstream (siempre variable, como el viento) del momento, sin perjuicio de que los poderes públicos quizá incentiven –ya se sabe que, para determinar la conducta de las personas, la zanahoria se muestra mucho más efectiva que todos los palos juntos, y no digamos para quien ya tiene la zanahoria, el temor a verse privado de ella– el fenómeno. Es un hecho tozudo, al que la lengua castellana dedica adjetivos poco amables (es un oportunista, un camaleón, un trepa, alguien que se cambia de chaqueta, un tránsfuga), aunque también existan palabras que reflejan que la situación no solo se comprende sino que se aplaude. Algo así había sucedido en 711 y siguientes, porque almorávides, almohades, benimerines y ziríes (y omeyas) vinieron relativamente pocos. “La islamización fue un fenómeno sobre todo de españoles que se convirtieron ante la llegada de un nuevo poder y de una religión que estaba en ascenso”. 

El texto, de 417 páginas sin desperdicio, se centra, sí, en una persona, el burgalés que empezó llamándose Salomón y terminó siendo Pablo de Santa María. Pero no se trata propiamente de una biografía. Nos encontramos con otros muchos sujetos que son algo más que meros actores de reparto, con Vicente Ferrer –luego canonizado– y Benedicto XIII, el aragonés más terco –con disculpas por el pleonasmo– que se ha conocido, en lugares de honor. Sin olvidar a pensadores o intelectuales, como Nicolás de Lyra o Juan de Gerson. Y también nos topamos con malditos oficiales, como Fernando Martínez, arcediano de Écija, el instigador en 1391 de la revuelta de 4 de junio en la aljama de Sevilla, que fue el principio del fin. Y antes, en la ciudad del Sena, también hubo un tipo infumable, Nicolás Donin, a quien se refieren las páginas 194 y siguientes en términos no precisamente elogiosos.

Pero, más que un retrato de personas, el libro puede verse como una colección de historias de ciudades, de las que se recorren sus lugares de memoria: nos encontramos, aparte de Sevilla y Valencia, con Burgos, París, Aviñón, Murcia, Caspe, Tortosa, Peñíscola y de nuevo Burgos. Es, en ese sentido, un libro de ciudades. De viajes, también pudiera decirse, porque el autor las ha visitado (junto con Sam Bengio) una por una y nos dispensa sus impresiones, llenas de sentido común y libertad de juicio.

Singular aplauso merecen las menciones, dispersas a lo largo del texto, dedicadas a refutar los tópicos que se han mantenido durante siglos (incluso entre los historiadores profesionales teóricamente más solventes) sobre el judaísmo y la península ibérica, empezando por la leyenda negra que los españoles –el pesimismo del 98, que sigue dominando el debate, al grado de que sus presupuestos nos parecen de lo más natural– hemos terminado interiorizando, hasta llegar a convertirnos en sus mayores propagandistas. Por ejemplo, en página 21:

Hasta mediados del siglo XIV, los reinos cristianos de la actual España eran la tierra de acogida por excelencia de los judíos que habían sido expulsados de Francia en 1182, 1274, 1306 y 1322 y lo serían todavía alguna vez más (se ve que volvían una y otra vez o que las expulsiones no eran muy rigurosas), y también de Inglaterra en 1290.

Y, ya al final (páginas 400 y 401) y a modo de recapitulación:

Sin ser ningún paraíso de convivencia, España tuvo más tolerancia con el diferente que ningún otro lugar de Europa hasta bien entrado el Renacimiento. Incluso su trato con judíos y musulmanes fue diferente al que tuvieron el resto de los reinos cristianos. Cuando los vientos históricos dominantes empujaron hacia la unidad religiosa en el seno de cada reino, Castilla y Aragón insistieron una y otra vez en convertir a los que no eran cristianos, dejando la expulsión como un ultimísimo recurso, al que solo se llegó, por ejemplo, después de que Francia lo hubiera utilizado media docena de veces. Está claro que el impulso era el de aplastar la diferencia, pero más bien forzando la integración que expulsando a los diferentes. Por ello es España una nación mestiza, y tal vez por ello fuera más adelante la nación mestizadora por excelencia.

O, saliendo al paso de la islamofilia que encarna hoy el zeitgeist, páginas 47 y 48:

(…) existe una creencia generalizada según la cual a los judíos españoles les fue bien bajo el dominio musulmán y muy mal bajo los reyes cristianos, (creencia que) (…) es parte de una leyenda más amplia, nacida muy posteriormente, que identifica al islam medieval español uniformemente con la convivencia, la tolerancia, la sofisticación, la colaboración entre las tres culturas y un sinnúmero de avances científicos y filosóficos, y, frente a él, el cristianismo medieval español con un monolítico ambiente sostenido de intolerancia, oscurantismo y brutal violencia religiosa.

Esto es más que una simplificación; es, sencillamente, falso. Es un mito que ha crecido posteriormente, y que retrotrae a la Edad Media acontecimientos, efectivamente oscuros, que son posteriores y en gran medida producto de la presión ejercida sobre los reinos españoles por otras naciones europeas que ya habían pasado por otros (acontecimientos) muy similares. España no fue el país más intolerante de Europa, sino el último en devenir intolerante.

Y, en la misma línea, página 22:

(…) en la década de 1140 los almohades habían expulsado de al–Ándalus a buena parte de sus judíos; entre otros, al gran Maimónides de Córdoba, que acabaría sus días en Fustat, cerca del actual Cairo, antes de ser enterrado en Tiberiades, en Tierra Santa.

Acerca de la Edad Media, y recogiendo una opinión que (ahora sí) se encuentra cada vez más extendida, como se ha puesto de relieve por enésima vez en el libro La luz de la Edad Media, dedicado por Seb Falk –es el subtítulo– a La historia de la ciencia medieval, traducido a nuestra lengua en 2024, se afirma lo siguiente:

Debemos muchas cosas al Renacimiento. También a la Ilustración y a la Revolución francesa. Pero una de las peores cosas que debemos a esos períodos, sin duda, es un pésimo concepto de la Edad Media, a la que en general tenemos como una época oscura, supersticiosa y de travesía del desierto entre la maravillosa Antigüedad clásica y el eventual nuevo florecimiento de las artes y la cultura que comenzó en el quattrocento italiano. Sin embargo, como nos recuerda el historiador Jaume Aurell, esa especie de revanchismo renacentista ignora deliberadamente las enormes contribuciones que tuvieron lugar en los siglos anteriores.

Ese es el libro. A no perdérselo bajo ningún concepto. Incluso (y sobre todo) los que tienen o dicen tener poco tiempo para leer.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: