Foto: Foto: Jan van der Crabben, CC BY-NC-SA 4.0

La elección fue pacífica

De Grecia a Tepito, los procesos electorales han cargado con defectos desde tiempos remotos.
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En las elecciones federales del 6 de julio de 1958, Adolfo López Mateos obtuvo más del doble de los votos que su predecesor, Adolfo Ruiz Cortines. Buena parte de esa diferencia se debió a que, por primera vez, las mexicanas votaron para elegir presidente. Se habían registrado 3,851,965 mujeres, de un total de 10,422, 122 empadronados. Faltaron 2,718,192 mujeres para que hubiese paridad.

Dado que ya se sabía quién iba a ganar, y que los votos tardaban días en contarse, la noticia destacable al día siguiente no fue el resultado. A ocho columnas, El Informador publicó: “Salvo pequeños incidentes, la elección fue pacífica”, y también “La intervención de la mujer fue un factor de respeto”.

La misma noticia se destacó luego de las elecciones de 1964. “Hubo tranquilidad y orden durante los comicios”. Era natural el contento por una jornada apacible, puesto que la costumbre había sido otra.

Años antes, cuando Manuel Ávila Camacho compitió con Juan Andreu Almazán, los encabezados de la prensa hablaron de la violencia. “Hubo numerosos encuentros a balazos que arrojaron una buena cantidad de muertos y heridos”. La edición original de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Daniel Sada, llevaba una fotografía de Robert Capa titulada “La primera víctima del día de las elecciones, ciudad de México, 7 de julio de 1940”. Quién sabe cuántos muertos hubo. La nota del New York Times fue “47 Slain as Mexico votes”. Aparte de los muertos, contaban más de trescientos heridos.

El todavía presidente Lázaro Cárdenas no pudo votar porque los almazanistas habían bloqueado su casilla. Entonces hizo una gira por la ciudad, donde le informaron que en Tepito “varios niños habían sido muertos por arma de fuego”. Entre los heridos, hubo dos gringos que andaban de mirones. Uno de ellos, Edward J. Mallen, de 35 años, originario de Wyoming, “recibió una bala en el estómago y no se espera que sobreviva”.

Al final de la jornada, Cárdenas pidió a un chalán que le enviaran la boleta a los Pinos, para votar desde ahí. Privilegios de la presidencia.

Pasados tres días de las elecciones, inició el entierro de los muertos, sobre todo almazanistas. Esto sirvió también como manifestación política. Un multitudinario cortejo con seis féretros desfiló frente a las oficinas del entonces llamado Partido de la Revolución Mexicana. Los votos se comenzarían a contar hasta el cuarto día. Nada que ver con los sistemas de conteo rápido.

A falta de una autoridad electoral, los cómputos eran realizados por integrantes de los partidos en un rosario de Amozoc. Además, el PRM tenía hartas bandas de pistoleros que amenazaban a quienes quisieran contar votos a favor de Andreu Almazán. El fraude orquestado por el partido de Cárdenas fue bastante mayor que el que padecería su hijo tiempo después a manos del mismo partido.

Los procesos electorales han cargado con defectos desde tiempos remotos. Aunque la democracia ateniense merece nuestro aplauso por haber nacido y existido hace dos mil quinientos años, es con frecuencia criticada por no haberle dado el voto a las mujeres. Dado que no era un sistema representativo sino directo, habría que preguntarse si la influencia de esas mujeres sobre sus maridos fue mayor a la que cualquiera de nosotros tiene sobre nuestros diputados. Temístocles, quien llegó a ser el jefe máximo en Atenas, solía decir que él hacía lo que su mujer le mandaba.

Antiguamente, en cierto tipo de votaciones, agregaban un componente de azar; de ese modo dejaban que los dioses también opinaran. Esto no ocurre en las elecciones vaticanas, a pesar de que el papa en funciones podría utilizar su línea directa con la patria celestial para que desde allá den el dedazo. La elección papal nada tiene de divina, y la lista de fraudes electorales es más larga que la cuaresma.

Las biografías de los papas están ahí, para quien guste leerlas. Menciono por excepcional a Benedicto IX, que fue tres veces papa. La primera por imposición de su padre, el conde Alberico, a inicios del siglo XI. Cuenta un historiador de aquella época, que el papita tendría once años de edad, pero otros le ponen más años. Su pontificado fue tan escandalosamente corrupto, que una insurrección lo echó de Roma. Sin embargo regresó con un ejército para retomar el papado. Más tarde se aburrió y vendió su plaza por el precio que le había costado ganarla. Un año después se arrepiente y regresa de nuevo armado a Roma para retomar su rol como vicario de Cristo y título de Santo Padre.

Hago una nota para recordar lo que significa vicario: “El que tiene las veces, poder y autoridad de otro para obrar en su nombre”. Siendo así, me parece que hay algo blasfemo en que el papa se autodenomine vicario de Cristo, ergo vicario de Dios.

Aunque ya puestos en el diccionario, dado que santo es “el que posee la santidad, es perfecto, exento de toda culpa”, resulta más descabellado llamar así a un papa, sobre todo si se piensa en el Borgia, en algún Medici, o en el papa Esteban VI, que exhumó el cadáver de su predecesor, lo sentó en un trono para acusarlo, juzgarlo y sentenciarlo. El papa muerto sufrió la amputación de los tres dedos con los que bendecía, luego lo echaron al río Tíber, río que carga en su historia con muchos muertos.

Volviendo al México de 1970, cuando depositó su voto, Díaz Ordaz habló como si leyera un discurso: “Agradezco a este noble y extraordinario pueblo mexicano toda la confianza que ha depositado en el régimen que tengo el honor de presidir, y tengo la seguridad de que hoy nuevamente, con su voto, marcará en forma acertada los destinos del país para los próximos años”.

El pasado dice cosas que el presente calla. ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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