Venimos de la noche y hacia la noche vamos
Atrás queda la Tierra envuelta en sus vapores
Vicente Gerbasi
En momentos como los que vivimos, duros, trágicos, es natural no dejar la respuesta al solo y seco comentario político. Y no obstante, estando su relación causal presuntamente vinculada al hacer gubernamental y al insuficiente hacer opositor, no hay razón alguna para escapar de la lógica del protagonismo político, si se quiere encontrar soluciones a lo que sin duda ya ha alcanzado las dimensiones de una profunda megacrisis o de varias de ellas. Lo primero que salta a la vista es la intensa emergencia humanitaria compleja que lamentablemente no cesa de incrementarse.
Su revulsivo es sin duda la pandemia del coronavirus que, como en los peores momentos de la peste negra y la gripe española, parece decidida a exterminar la especie humana. La ciencia médica no está menos decidida a impedirlo, de modo que se mantiene la esperanza de sobrevivir a la feroz embestida.
Don Ramón J. Velásquez, historiador, escritor polifacético y expresidente interino de Venezuela, a quien a menudo llamaba el Denis Diderot de nuestra nación por su consagración al cultivo de varias notables colecciones académicas, con la particularidad de que en diversos tomos de cada colección le da entrada a figuras que deben ser incluidas, no excluidas. Siendo, como lo fue, un investigador apasionado, Velásquez se fue esmerando en resaltar a los injustamente segregados u olvidados, aparte de su interesante inclinación a valorar el detalle, en el que podía encontrar sorprendentes verdades. Su hacer creativo, propio de un investigador apasionado por la verdad, lo condujo a aprovechar las ejecutorias, aciertos y errores de compatriotas grandes, medianos e injustamente olvidados, pese a sus aportes genuinos en el transcurrir histórico de nuestro país.
No es que todo venezolano sea por naturaleza muy valioso, aun si no hay rastro que lo recuerde. No somos una nación tan especial que se encuentre libre de mediocres, atorrantes o disparatados, ni semejante exabrupto podría emanar de un escritor de la calidad de Velásquez. Por cierto, en sentido exactamente contrario, llegó a expresarse un hombre de tan fuerte personalidad como el escritor liberal-nacionalista Rufino Blanco Fombona, quien no vaciló en autocalificarse de poeta mediocre. No lo dijo por condescendencia sino por convicción y honestidad. Creía con razón que Rubén Darío, de quien era amigo, era la voz lírica más excelsa de la lengua española. De modo que su propia escala de justificados valores no le permitía emitir juicios sin base o dictados por complacencias amistosas. Un mal escritor que tuviera la pésima fortuna de caer bajo su pluma letal podía ser aplastado como un insecto.
Pero volvamos a la clasificación de los protagonistas venezolanos de la tragedia nacional, los peregrinos con sus implacables perseguidores pisándoles los talones y los inacabados que dejaron su obra a medio hacer o terminaron en el peor de los destinos después de haber disfrutado del reconocimiento universal, después de alcanzar las cimas más elevadas de la emancipación de la América hispana.
Mencionaré de seguidas a destacados personajes que fueron peregrinos, grandes pensadores y a la postre terriblemente asediados. Miranda y Bolívar, los primeros; los primeros, sí y los que no salvaron la vida y se habrán bajado del escenario creyendo, quizá, haber perdido irremediablemente su reconocimiento y popularidad, lo que a la postre se demostró que no era cierto. En verdad los protegió la Historia. Bolívar, en particular, fue catalogado por BBC Mundo como la figura más importante del siglo XIX. ¿Llegaría a sospechar semejante cambio de opinión desde el fondo de la cruel adversidad de sus momentos finales? Es de dudarlo.
Desde luego, no fueron los últimos. El destino les fue cobrando a ellos los grandes éxitos logrados en su deslumbrante vida. Miranda, perdido en un muladar, fue víctima de la más atroz injusticia. Páez fue brutalmente asediado y aun hoy algunos lo siguen desacreditando. Los Monagas vivieron tiempos de auge y declinaron. Antonio Guzmán Blanco dominó la escena del poder por unos 17 años, general exitoso, presidente de la República, de la Academia de la Lengua, rector universitario, presidente del Colegio de abogados, impulsó como nadie la educación gratuita y obligatoria, la urbanización y emblemáticas obras de ornato público.
No obstante, su reinado terminó. Dos poderosos estigmas cayeron sobre sus obras. El primero, la arrogancia, la envidia; el segundo, la dipsomanía. Fue tenido en su tiempo como el presidente más corrupto, dejando el juicio sobre su obra sometido a un dilema implacable. Pregúntese por Antonio Guzmán Blanco y recibirá opiniones que cual líneas paralelas pueden homogeneizarse en el infinito. Ha sido el mandatario más culto de la era republicana. Puede discutirse el punto, pero lo que está fuera de duda desde 1830 hasta nuestros días, es que el septenio, el quinquenio y el bienio de Guzmán Blanco se encuentran entre los gobiernos más estigmatizados –desde nuestros orígenes republicanos– por corrupción.
Así se ha dicho y repetido por años sin que esa oscura mancha ni las demás que se han mencionado como baldón inocultable, alguna vez la hayan sustentado de manera inobjetable, o conserven la primacía en un país tan gozoso en el disfrute de los sorprendentes modelos de corrupción, que con supuesta fecundidad parecen expandirse sobre la piel de la asediada Venezuela.
La desdicha, traducida en los clásicos auges y caídas, acompañó a los peregrinos a lo largo de su carrera, generalmente brillante pero frecuentemente, sin razón, menoscabada de la peor de las maneras. Algunos destacados líderes son el testimonio de semejante designio en sus trayectorias de luz y sombra.
Es escritor y abogado.