Ilustración: Luis Pombo

“La memoria tiene una potencia que la historia nunca alcanza”

Tzvetan Todorov (Sofía, Bulgaria, 1939) ha escrito obras de crítica literaria, de antropología e historia, y ensayos de interpretación cultural sobre nuestra relación con el otro, el legado de la Ilustración o los desafíos de las democracias. Otro de los asuntos sobre los que ha reflexionado es la gestión del pasado, que aparece en obras como Frente al límite, Memoria del mal, tentación del bien, El hombre desplazado, La experiencia totalitaria o Los abusos de la memoria. Dice que no es filósofo porque no tiene un sistema y se define como un “comentarista”. Afirma que intenta alejarse del dogmatismo y el nihilismo, y que una dosis de relativismo es necesaria para entender las cosas. Combina una mirada humanista con una preocupación por las malas consecuencias de las buenas intenciones: “Crecí bajo un régimen comunista que presentaba todas sus medidas como algo que debía conducir a la felicidad universal, y experimento una fuerte desconfianza cuando me dicen que algo se hace por mi bien.”Tzvetan Todorov
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Ha escrito que “la memoria es necesaria, pero no es suficiente”. ¿Por qué es necesaria y por qué no es suficiente?

Es necesaria porque estamos hechos, individual y colectivamente, del pasado, de lo que hemos vivido. Construye nuestra identidad. La esencia proviene de la existencia. No es suficiente porque no sabemos qué uso vamos a darle: puede ser bueno o malo. La memoria puede servir al mal y ser totalmente nefasta para nuestro desarrollo. No me sumo a la idea de que hay un deber de memoria. No puede haberlo, porque en sí la memoria no es buena. En una fábula de Esopo se dice: ¿Qué es lo mejor del mundo? La respuesta es: la lengua, porque se pueden decir cosas muy hermosas. ¿Y cuál es la peor? La lengua, porque se pueden decir cosas horribles. Con la memoria ocurre algo parecido: puede ser buena o mala en función del uso que le demos. Hitler, por poner un ejemplo de la “encarnación del mal”, estaba obsesionado con la memoria. Animaba al pueblo alemán a pensar todo el tiempo en el tratado de Versalles. Ese recuerdo nutría el espíritu de venganza. Toda educación nacionalista quiere recordar las páginas gloriosas del pasado pero también los momentos en que otro nos ha hecho daño, para alimentar el espíritu de venganza. Se cita a menudo la frase de Santayana que dice que los pueblos que no conocen su pasado están condenados a repetirlo. La frase solo expresa una media verdad, porque parece indicar que el pueblo que recuerda su pasado no lo va a repetir. Pero no hay ninguna garantía de que vaya a ser así. Hitler recordaba muy bien la derrota de la Primera Guerra Mundial y eso era una razón suficiente para desencadenar la Segunda

¿Cómo sería el buen uso de la memoria?

Con el malo me refiero a ese abuso, a realizar reivindicaciones en nombre del pasado como si constituyeran una justificación. Existe un deber de verdad o un deber de justicia, y la memoria es buena cuando sirve a esos deberes. No es buena cuando sirve a la venganza, la agresión, la violencia. David Rieff dice que no hay que recordar porque la memoria nos condena a la victimización y al rencor. Quizá sea excesivamente sistemático, pero ese uso es posible. En sí, la historia no tiene sentido. Somos nosotros, los intérpretes de hoy, quienes le hacemos decir una cosa u otra. Es bueno conocer la historia, pero el sentido que sacamos de ella depende del presente y no del pasado.

Ha escrito que la oposición entre memoria y olvido es tramposa.

No se trata de que el olvido sea preferible a la memoria o al revés. La memoria está hecha de la conservación y la eliminación del pasado. El olvido es una parte integrante de la memoria. Recibimos una cantidad de información infinita, a través de los sentidos, del lenguaje, de todos los sistemas de signos, y hacemos una selección inmediata. Escogemos lo que tiene cierta importancia y lo organizamos de una manera determinada. Hay una selección y una jerarquización; hacemos una construcción mental. Olvidamos por necesidad, si no sería imposible: un internet, un Funes el memorioso. Sin olvido no hay memoria. La memoria es el pasado filtrado y reconstruido. En La escritura o la vida Semprún dice que, si no hubiera podido olvidar su experiencia de los campos, no habría sobrevivido. Habría quedado atrapado en el horror de esa experiencia. Sin embargo, al final de su vida, sus últimos libros hablaban de Buchenwald, de cómo había sobrevivido, de si había en ello una culpabilidad o no. Al final de su vida era necesario, en 1950 tenía que olvidar. Y en cierto modo fue general. En Europa no se estudió mucho la Segunda Guerra Mundial entre 1945 y 1960. Había cierto regocijo en cómo se había sobrevivido. Solo después hubo una nueva interrogación de la memoria, como si hiciera falta que pasara una generación. Ocurre a menudo. En los países de Europa oriental también se quiso pasar página tras la caída de los regímenes comunistas. Ahora hay una orden, que llega del poder, que exige no tocar mucho el pasado, porque se piensa que eso debilita a los países. No creo que sea así. No obstante, también después de la Segunda Guerra Mundial De Gaulle intentó elaborar una leyenda dorada y presentar al pueblo francés como un pueblo resistente, batallador, solo marginalmente involucrado en la Ocupación. Su preocupación era pedagógica, no histórica. No buscaba poner en evidencia las debilidades de Francia. Prefería hablar de Juana de Arco y de la Resistencia.

¿Tendría que ver el buen uso con la distinción entre memoria ejemplar y memoria literal?

No, eso es algo más técnico. Hay que partir de la memoria literal. Luego es mejor trasladarla, generalizarla, para combatir la injusticia y no limitarnos a defender nuestra propia memoria, nuestro pueblo o nuestra personalidad. Conviene desconfiar de los usos de la memoria que nos van bien, personal o colectivamente, porque en realidad todo pueblo, como todo individuo, tiene en su historia páginas negras y páginas gloriosas y no hay que reducir el pasado a un solo elemento. Pero hay una gran tentación de atribuirse un papel positivo en el pasado. Hay dos grandes papeles favorecedores: por un lado está el héroe; por otro, la víctima. Últimamente el papel de la víctima ha cobrado mucha relevancia, lo que resulta paradójico. Nadie quiere ser víctima, pero se quiere pertenecer simbólicamente al grupo de las víctimas, porque eso te abre una especie de línea de crédito infinita, inagotable. Siempre puedes realizar una reivindicación en nombre de la injusticia pasada. Lo vemos en la vida privada: alguien cercano que, como ha sufrido una injusticia, siempre puede pedir reparaciones a los demás. Es probable que, con la misma frecuencia, uno sea héroe o víctima o beneficiario impotente de la ayuda de otro, o incluso el verdugo o al menos el malhechor. Hay que aspirar a una historia que escape al maniqueísmo e intente arrojar una mirada crítica y lúcida sobre el pasado de nuestra comunidad. Es también la historia que se debe enseñar. Es útil contar la historia de cuando nuestra sociedad se enfrentó a otra y sobre todo hacerlo desde el punto de vista de los otros. En Francia se cuenta el episodio napoleónico como una página gloriosa, pese a todo. Pero sería útil contar las campañas desde el punto de vista español, alemán o ruso. Lo mismo ocurre con el colonialismo. Ahora somos críticos con nuestro pasado y ya no se elogia ese periodo, pero sería provechoso comparar la visión que tenían los franceses del siglo XIX cuando estaban conquistando África occidental y África del norte con la visión de los vencidos. Trabajé sobre la visión de los vencidos en la conquista de México. Así se muestra que las buenas intenciones de una época pueden producir muchas desgracias. Siempre hay distintos puntos de vista sobre todas las páginas de la historia.

¿Cómo debe un país afrontar su pasado?

La buena manera de tratarlo es evitar que sirva a un objetivo inmediato. No se busca bien la verdad si ya sabemos cuál es. Hay que aspirar a un enfoque imparcial. Aunque ser totalmente imparcial es imposible, podemos al menos tender hacia ese ideal. Hoy, en Francia, se plantea a menudo la pregunta de cómo se puede enseñar historia en una clase donde hay niños que vienen de todo el mundo. ¿Cómo se les puede hablar de “nuestros antepasados los galos”, según la fórmula clásica? Esos niños vienen de Marruecos, de Senegal, de Mali, de Vietnam. Podemos enseñarles el espíritu cívico, una lealtad hacia el Estado en el que viven, sostenida por una forma de contrato social, pero también a mantener la lucidez sobre la identidad de este Estado conservando una mirada constantemente crítica. Eso no significa hablar mal de tu país, sino estar dispuesto a salir del maniqueísmo. Si hay una lección que la historia debería enseñar es que todo el bien y todo el mal nunca están del mismo lado, sino que hay siempre una complejidad.

Hay un asunto más concreto, que es cómo tratar tal o cual traumatismo del pasado.

Los países comunistas intentaron, tras la caída del sistema, realizar procesos judiciales. No salió nada bien. En Bulgaria, se procesó al jefe de Estado, que había tenido el poder 35 años, había sido primer secretario del partido, presidente, etcétera. Pero ¿juzgarlo por qué, exactamente? Se tenían que encontrar las leyes que había violado del tiempo en el que vivió. Si se escribía una nueva ley, sería injusto condenarlo en nombre de una ley que no existía en la época. Finalmente, se descubrió que usaba muchos coches y llevaba una vida lujosa. Era ridículo, cuando el país había estado lleno de campos de reeducación y de colonias penitenciarias. Pero todo eso estaba inscrito en la ley. Él se encarnaba en el poder, pero el poder se encarnaba también localmente en muchas personas. En otros países, como Polonia o Hungría, se ha buscado considerar ciudadanos de segunda clase a quienes participaron en el poder. No me parece una buena solución, porque implica que era posible ser un héroe, alguien que se comporta de forma admirable en toda circunstancia. Pero el totalitarismo duró decenios, y sencillamente no era posible rechazar participar en el mundo en que uno vivía. Nadie que viviera fuera de la prisión en los países comunistas se libraba de hacer concesiones al poder. Imagino que ocurriría algo parecido en España con Franco, aunque no fuera un régimen totalitario sino autoritario, militar al principio. La fuerza estaba en un lado y había una obligación de adaptarse. No se puede condenar a todos los demás como si hubiera existido la obligación moral de arriesgar tu vida y la de tus seres queridos, porque eso podía extenderse con facilidad. Es mejor una especie de confesión colectiva de la que se encargarían los historiadores y el mundo político o los que detentan el poder mediático. Es necesario contar lo que ha ocurrido. No es necesario haber sido un héroe. Hay un viejo precepto cristiano que dice: hay que condenar el pecado y perdonar al pecador. Existe una versión modernizada: odia el delito y compadece al delincuente. Las comisiones de la verdad y la reconciliación que han existido en varios países son una mejor respuesta que la apertura de procesos por haber tenido el poder o haber estado demasiado cerca de él. Eso no impide que pueda haber procesos sobre crímenes específicos cometidos en esa época. Pero no por no haber estado en la oposición: sería tanto como pedir un pueblo de héroes, y eso simplemente no existe.

¿Los crímenes deberían prescribir en algún momento?

En el caso español, por ejemplo, la Guerra Civil fue seguida por la dictadura franquista y el problema quedó en suspenso, no se trató en la posguerra inmediata. Hay que separar dos aspectos. Por un lado, está la revelación de la verdad. Hay que decir lo que pasó, y decirlo públicamente, con cierta autoridad, como hizo Willy Brandt en el gueto de Varsovia en nombre del pueblo alemán. Pero procesar a individuos no tiene sentido. No sé cuánto es demasiado tiempo o demasiado poco, pero ochenta años parece claramente demasiado tiempo. Es difícil saber cuál es el mínimo, porque depende de cada país. En mi país natal y el mundo comunista, no creo que el proceso sea la opción más adecuada. Desearía que las más altas autoridades establezcan hechos y asuman la responsabilidad pública. Se trata de crear una especie de relato común en vez de un estado de conflicto como ha ilustrado otras veces la historia de España: en la época de Goya, por ejemplo, había dos versiones totalmente diferentes. La democracia no permite reconciliar todos los puntos de vista, pero sí elaborar un relato común que contenga las páginas oscuras y las páginas rosas del pasado.

¿En qué se diferencia la relación con el pasado en las democracias y las dictaduras?

En las democracias, en principio, aunque esto después tiene sus matices, el poder no dicta la forma en que se debe tratar el pasado. Es el debate público el que la establece, hay libros que cambian la visión de los acontecimientos. En Francia, que es una democracia, se consideraba que el periodo de Vichy había sido globalmente un mal menor hasta que La Francia de Vichy, de Robert Paxton, dio la vuelta a esa idea. No hubo necesidad de condenar alguna injusticia o hacer la revolución. En cambio, el totalitarismo y las dictaduras en general intentan controlar por completo el pasado. Hay que desconfiar del control del pasado. Por esa razón no me gustan las leyes de la memoria. En Francia la primera ley de este tipo fue la Ley Gayssot, por el genocidio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Con respecto al genocidio armenio hay una ley todavía más rara: una norma declara en Francia que hubo un genocidio en Turquía. La ley no tiene por qué decir lo que ha ocurrido. Si la verdad del pasado depende de un voto parlamentario, mañana el parlamento puede decidir que no murieron los judíos sino los alemanes. No hay que someter la verdad al voto. La verdad es más fuerte que un voto. Se puede denunciar una época, crear museos de la esclavitud, recordarla, pero hay que seguir siendo demócrata y no utilizar la ley para regir la memoria.

¿Cuál es la relación entre memoria e historia?

Son complementarias. Cuando se dice que la memoria se opone a la historia o viceversa, se quiere decir que la memoria es una cosa personal, individual, subjetiva, que se funda sobre la experiencia vivida. Los franceses de Argelia que se fueron en 1962 tienen un recuerdo traumático porque son sus familias las que hicieron las maletas y se subieron al barco para huir. En cambio, aunque la historia no es objetiva, porque la actividad humana no puede reducirse a la objetividad, pero sí intersubjetiva: tiene en cuenta la pluralidad de puntos de vista. Si hablamos de la partida de los colonos franceses de Argelia, situamos ese acontecimiento en relación a la colonización, a la experiencia del pueblo argelino, a la legislación que regía las relaciones entre las dos comunidades, a la posibilidad o no de encontrar otra solución. Se contextualiza el acontecimiento y se elabora un relato colectivo y no uno fundado por la memoria individual. La memoria tiene una potencia que la historia nunca alcanza porque la primera se funda sobre una vivencia interior, mientras que la segunda busca objetivar en la medida de lo posible y no descansa en el relato del individuo sino en el acopio de datos históricos y cifras que permiten probar que la situación era así, pero no dicen cómo la vivía la gente. Necesitamos las dos. Hay libros como La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg, y luego está Primo Levi que cuenta su experiencia. La fuerza de su relato viene de que estamos ante un individuo que nos cuenta lo que vivió. Los que no conocemos el pasado nos podemos aprovechar de uno y de otro. Los novelistas se acercan al punto de vista de la memoria. Deben tener nociones de historia, pero también tienen que saber cómo se han vivido las cosas desde el interior y ahí la memoria es fundamental. La memoria es una de las fuentes de los historiadores pero no la única, porque es infiel. Reconstruimos y nos atribuimos un papel que no es el que tuvimos, sino el que habríamos querido tener. No basta con quedarse solo con la memoria, pero tampoco con la historia, porque hay páginas de la memoria que nos dan una visión que no se encuentra en los libros de historia. Para mí la historia debe ser el cuadro global y la memoria debe estar dentro para alumbrarla de cerca. Hay una gran luz en la calle, pero también necesitamos una pequeña luz, quizás una vela, en una esquina, que va a iluminar de otro modo un rincón minúsculo del mundo y puede conmovernos de manera profunda.

Habla de dos peligros simétricos: la sacralización y la banalización.

La memoria debe optar por un camino intermedio. La sacralización tiene que ver con la memoria literal: mi experiencia es más potente, importante y grave que las demás. En el sentido opuesto, hay una banalización. Hace un momento le decía: Hitler es la encarnación del mal. Eso es pura banalización. Si hablamos así, es porque no nos preguntamos quién es Hitler. Si queremos saberlo, no podemos compararlo con todo, no podemos decir que Sadam Husein es Hitler, que Arafat es Hitler. Hitler se ha convertido en un nombre común. Son dos extremos peligrosos por igual. La memoria de mi experiencia puede comunicarse con la de los demás, pero siempre hay parecidos y diferencias. Hay que tenerlos en cuenta.

Ha hablado del culto de la memoria. En El impostor, Javier Cercas denuncia la “industria de la memoria”.

Sí, es todavía peor. Es una tendencia de la sociedad contemporánea: cultivar el pasado, crear lugares de memoria. Nuestro mundo se transforma muy deprisa y, como tenemos necesidad de una proyección en el tiempo, intentamos conjurar o combatir esa tendencia a lo desechable, multiplicada ahora por internet, con todas esas informaciones que avanzan y empujan el saber anterior hacia el no ser. Reaccionamos de manera excesiva con una industria o un culto de la memoria. Pero no se puede prohibir: son movimientos que se producen, modas, luego hay un reflujo. No creo que dure para siempre.

¿Cuál es la relación entre el arte y la memoria?

Los artistas y los escritores son mucho más responsables de cómo conocemos el pasado que los historiadores. Un novelista que cuenta bien un episodio puede tener mucha más influencia que un historiador que escribe de manera aburrida sobre el mismo acontecimiento. Guerra y paz presenta una visión extremadamente influyente de la guerra contra Napoleón. Javier Cercas escribió Soldados de Salamina, una novela muy lograda que nos impone una visión de la Guerra Civil española; otras nos imponen otra. La noche de los tiempos de Antonio Muñoz Molina ofrece una visión muy compleja y matizada de la contienda. Como aún estamos en una democracia, no podemos decir cómo hay que escribir, como se hacía en Bulgaria, donde se pedía a los escritores que contaran la historia mostrando que los comunistas siempre habían sido los mejores amigos del pueblo. Pero hay una cierta justicia que aporta el tiempo. Si el autor ha logrado seducirnos pero su visión no tiene una verdad profunda, pierde su impulso con los años. Esa prueba del tiempo indica, de manera algo cruel, que tal autor o tal pintor ha tocado una verdad profunda de la historia o del ser humano. Por eso siglos más tarde lo seguimos leyendo. Por eso seguimos mirando los grabados o los cuadros de Goya o de Rembrandt: de manera intuitiva sabemos que hay experiencias de ese tipo que un protocolo científico no puede probar, pero contienen una parte importante de verdad sobre nosotros. No se puede obligar a los escritores, pero hay que ser consciente de que existe una responsabilidad del talento o del genio. Esa capacidad de acceder al público, de convencerlo de que lo que dices es justo, lleva consigo una responsabilidad que aumenta en proporción al talento. Un autor mediocre puede escribir lo que quiera. Hay un ejemplo que se cita a menudo: Intolerancia, de Griffith. Es en cierto modo la primera gran película de la historia, pero también es una defensa del Ku Klux Klan. Hoy sabemos que había esa agenda, pero sigue siendo una gran película a pesar de ello (y no gracias a eso). Un caso parecido sería el de Eisenstein, que estaba estrechamente vinculado al sistema comunista pero realizaba grandes películas.

En sus libros sobre la memoria, cita a algunos autores –Germaine Tillion, Primo Levi, Vasili Grossman– como ejemplos. ¿Qué es lo que admira de ellos?

Unas cosas de unos y otras de otros. Me impresiona de Vasili Grossman lo que había sufrido personalmente, sobre todo por la invasión nazi, porque los nazis habían asesinado a todos los judíos de su ciudad natal, veinte mil personas entre las que se encontraba su madre. Pero no se limitó a su dolor personal, sino que quiso comprender el sufrimiento de otros. Escribió Vida y destino, que no establece una identificación sino una equivalencia entre las dos formas de totalitarismo, el nazismo y el comunismo. Germaine Tillion estuvo en la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial y más tarde se encontró en la guerra de Argelia como testigo. Había hecho su trabajo etnológico allí y por tanto se sentía cerca del pueblo argelino. Pero al mismo tiempo, como resistente, se sentía muy patriota. A diferencia de otros antiguos combatientes de la Resistencia, no quiso aplicar la lección del pasado de forma literal y defender Francia contra los argelinos como antes contra los alemanes. Los grandes dirigentes del ejército francés de esa época eran antiguos combatientes de la Francia libre. Pero contra los argelinos estaban del lado del poder. Tillion era una patriota francesa que amaba a los argelinos. Comprendía a los dos bandos. Renunció a buscar una causa política justa y se comprometió con salvar vidas individuales, combatiendo la pena de muerte, la tortura, pero también los atentados del Frente de Liberación Nacional. En cierto modo, renunció a la batalla política y adoptó un combate humanitario. Es un ejemplo de fidelidad y coraje. Pero hay otros casos: Goya, en Los desastres de la guerra, no se contentó con la condena del ocupante francés, ni con cantar las bondades de los insurgentes españoles, ni con elogiar las ideas de la Ilustración que impulsaban los franceses, ni con reprobar el oscurantismo del clero que encabezaba la rebelión, sino que condenó la violencia, la guerra, el hecho de matar en nombre de una buena causa. Entendió que se puede matar en nombre de Jesucristo y en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad. La posición que adoptó es valiente y justa; por eso es uno de mis héroes.

Ha prestado mucha atención a América Latina, y también ha trabajado sobre la memoria en esa parte del mundo.

Estuve hace poco en Argentina, Chile y Perú, y visité museos de la memoria o instituciones dedicadas a la memoria colectiva. No siempre estoy de acuerdo con cómo se ha gestionado. A veces la memoria ha sido parcial y no quería afrontar el pasado en toda su complejidad. El país donde me pareció que el trabajo de memoria había sido más eficaz fue Perú, porque allí hubo dos fuerzas en sentido contrario: Sendero Luminoso y la represión que se abatió sobre los insurgentes en la época de Fujimori que, a su vez, puso la ley entre paréntesis y practicó formas extralegales de represión. Esa pluralidad de transgresiones condujo a una visión matizada y compleja. En Argentina y Chile, que sufrieron dictaduras militares inmisericordes y violentas, el cuadro es más maniqueo.

La conciencia de la Segunda Guerra Mundial es una de las bases de la construcción europea. Ahora surgen pulsiones nacionalistas, y hay un regreso de la reivindicación particular, por ejemplo cuando Grecia reclama a Alemania reparaciones por la guerra. ¿Puede mantenerse la Unión Europea sin esa memoria común?

Es cierto que Europa se construyó contra un pasado. Se podría decir que Hitler y Stalin hicieron la Unión Europea. Se quería que la guerra fuera imposible; también que hubiera un régimen democrático y no una dictadura. Eso desempeña un papel. Pero más bien se trata de los imperativos, de los principios que dan sentido a la experiencia: el rechazo a la violencia en las relaciones entre países y un cierto tipo de régimen. Europa no quiso escribir un relato único de su pasado. Es razonable. La memoria española, italiana, alemana, francesa, británica no puede ser la misma. Europa oriental y Europa occidental no pueden tener la misma memoria. En Europa oriental el comunismo estuvo en el poder y aparece como opresor. En Occidente no: aunque también hizo otras cosas, allí defendió los intereses de los obreros. No se puede tener la misma imagen, porque la memoria se funda sobre los hechos históricos. Se puede hacer una historia compleja y mostrar que hay otros puntos de vista, por ejemplo sobre la Segunda Guerra Mundial. Sería bueno contarla desde el punto de vista de los franceses, los alemanes, los polacos. Pero no creo que se vaya a olvidar muy deprisa. El ejemplo de Grecia muestra que no estamos cerca de olvidarlo. Es un uso que quizá no esté bien, pero continúa. En Francia no pasa una semana sin una película, un programa de televisión o una serie que hable de la Segunda Guerra Mundial. Por otro lado, es cierto que es necesario un ideal y ya no podemos presentar la paz entre vecinos, la ausencia de guerra, como un ideal, porque para las generaciones jóvenes ya no es un ideal sino una realidad. No puede tener la fuerza de una motivación. Quizá haya que encontrar otra motivación, pero no está en el pasado, sino en un ideal que sería más equilibrado que ese mundo hacia el que nos empujan las tendencias que amenazan la democracia: el neoliberalismo y el neoconservadurismo.

También utiliza el término “ultraliberalismo”.

Con intenciones muy buenas y un vocabulario positivo se pueden defender causas que no lo merecen. Veo la democracia como una interacción de dos principios que son la preocupación por el bien común y la libertad individual. Cada uno debe servir de freno al otro, de limitación. No se trata de que la economía sea nacionalizada o sometida a un plan quinquenal, pero tampoco hay que desmantelar toda la legislación social, y eso es lo que está sucediendo: el Estado queda solo al servicio de los individuos y no de la comunidad. El desequilibrio es muy fuerte. El individuo no tenía ningún derecho bajo el comunismo, pero la balanza se mueve en sentido opuesto con demasiada fuerza. Una de las razones es que los ideales de justicia social y bien común terminaron desacreditados a causa del uso fraudulento que realizaron los regímenes comunistas. En los países de Europa del Este se insiste en un rechazo particularmente fuerte de toda forma de preocupación por el bien común porque recuerda una retórica que no era otra cosa que hipocresía, ilusión. Se rechazan sin pensar que podía haber algo bueno en esos ideales.

Usted es muy crítico con la justicia internacional y con la idea de crimen contra la humanidad.

Lo que me molesta no es que sean crímenes particularmente graves, sino que son imprescriptibles y son los únicos que tienen esa cualidad, además. Actuamos como si hubiera crímenes de una naturaleza totalmente distinta. No creo en eso. No hay unos absolutos, eternos, y otros que solo duran treinta años. En cuanto a la justicia internacional, actúa como si no hubiera relación necesaria entre justicia y poder, entre la fuerza y el derecho. No se puede ejercer la justicia si no se dispone de la fuerza. Si el Estado no dispone de policía, no puede llevar al criminal ante la justicia. Pero no hay una policía mundial. El Tribunal Internacional, de manera casi caricaturesca, solo condena a dirigentes africanos y nunca a un europeo o un norteamericano. Estados Unidos dice que el tribunal no puede juzgar a sus residentes: es una institución buena para los demás, no para ellos. No es una imperfección provisional, sino una debilidad estructural. No existe un Estado universal. La onu no tiene una fuerza militar propia, sino que se sirve de la fuerza de los países que la constituyen. Nunca actuarán contra ellos mismos. Hay una especie de mentira o de ilusión en la misma base de la justicia internacional. No hay que fingir que la justicia rige para todo el mundo: rige para los débiles, no para los fuertes. Rige para los vencidos.

En La experiencia totalitaria asegura que no cree en el progreso moral. Sin embargo, hay datos que muestran que vivimos en la época más pacífica de la historia.

Creo que hay un progreso de régimen político, de la sociedad en la que vivimos. Depende de lo que entendamos como progreso, pero tiene que ver con la igualdad. Ahora hay más igualdad que en el pasado: hay una apertura, una aceptación de todos los seres humanos. No todo el tiempo y no en todo, pero sí más que antes. En cambio, no veo que haya progreso moral, no veo que nos hayamos vuelto menos egoístas, por decirlo de manera sencilla. Siempre ha habido gente generosa y de espíritu noble, en la antigüedad y entre nosotros. La maduración moral no se hereda ni se contagia. No basta con frecuentar a gente muy generosa y humana para serlo; es un trayecto personal, que uno sigue más o menos y nunca al cien por ciento. En ese sentido, no veo progreso. Pero hay muchas cosas que progresan. El aumento de la longevidad es una señal positiva. Que todo el mundo tenga derecho a voto me parece un progreso en relación a la época en que solo los hombres podían votar, o cuando solo podían votar los hombres ricos. Hay progresos en muchos dominios. Pero la bondad humana no crece. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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