Santos Juliá, artesano, maestro, historiador

Santos Juliá fue un maestro que trabajaba con realidades complejas y reivindicaba el oficio de historiador, su vigencia e independencia.
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Santos Juliá ha muerto y no sé qué escribir. No es por falta de palabras bonitas ni de razones que lo hagan merecedor de ellas. Por esas razones, con las que ha conquistado aprecios y admiración, lloverán páginas afectuosas en las que se elogiará su trayectoria, su brillantez, su aportación imprescindible a la historiografía del siglo XX, su talento como columnista, su capacidad de desentrañar la actualidad, su pluma habilidosa. Se elogiará al intelectual, al historiador y al hombre. Será emocionante y aun así los elogios sabrán a poco, como sucede siempre que las buenas razones superan por mucho el espacio de cualquier crónica.

Supongo que no puedo escribir porque por mucho que lea, que escuche, que lo piense, me parece irreal. Lo real es él y su presencia que lo llena todo. Lo veo en el Seminario que fundó con Pepe Álvarez Junco sentado junto a los demás alrededor de la mesa, la mano en la cabeza, ladeada, un poco recostado, los ojos entrecerrados escuchando, agazapado y pensativo, que no dormido. Es un felino transparente, que deja ver en su quietud o sus movimientos cómo recibe lo que escucha. A veces con tranquilidad reposada aprobadora. Otras, removiéndose poco a poco en el asiento, quizás farfullando desacuerdo. Hasta que desenreda su cuerpo y el león de presencia imponente agita su melena y, ya erguido, responde, matiza o reflexiona en voz alta. Las manos trenzadas o el dedo índice que se mueve reflexivo. El hablar firme, quizás con un deje impaciente, que se asomará seguro si la mano juega por debajo de las gafas, en un gesto que siempre significa “empiezo a estar harto”.

Pero que no confunda el retrato: la intensidad y la seguridad con la que formula sus pensamientos no lo convierten en el prototipo de intelectual colérico. Es un hombre amable de tono suave y voz de timbre vibrante, que dice lo que piensa sin tapujos. El Seminario busca mejorar el texto que se presenta, así que no hay lugar para componendas. Se analiza, se señalan debilidades, se confrontan. Se ejercita el pensamiento crítico y así se construye. La “trituradora de la Ortega” es una tijera que ayuda a recortar el mejor perfil y que riega el final del rito con unas cañas. También así se hace escuela.

Santos es nuestro maestro, por eso su opinión cala tan adentro. El comentario certero, provechoso pero sin concesiones, que te deja helado. El comentario positivo, ajustado al pie y sin exceso, que suena a gloria. O la sensación de euforia y alegría disparada cuando explicita su acuerdo con un argumento que acabas de exponer, que recoge y desarrolla, dándote la razón, acompañada de su mirada apreciativa y su “bueno, bueno” de aprobación.

Es, además, un maestro que trabaja con realidades complejas y reivindica el oficio de historiador, su vigencia y su independencia. Sin alharacas, presunciones, ni medallas. Al revés, con la humildad del artesano que va rescatando pequeñas piezas, cuantas más mejor, y con paciencia las va colocando, intentando reconstruir hechos y entenderlos. El objetivo es escuchar todas las fuentes posibles y dejar testimonio de sus voces, esforzándose en dejar fuera las mochilas de causas presentes, porque esas servidumbres plantean conflictos, chocan con lo que cuentan las voces del pasado y comprometen la honestidad intelectual. La función no es juzgar, ni tomar partido, sino comprender.

Esa imagen del artesano, a la que acudía con frecuencia y que formuló en conferencias y en libros como Elogio de historia en tiempo de memoria, es fácil de reconocer en su trabajo historiográfico, donde la pone en práctica ya sea hablando de los socialistas en la Segunda República, de la ciudad de Madrid, de la violencia en la Guerra Civil, de la transición como concepto y como proceso histórico o de su querido Manuel Azaña. Quizás esta manera de entender, defender y cultivar el oficio sea su mayor enseñanza como maestro historiador. Como decía en una entrevista publicada en Letras Libres, cuando se aborda una cuestión, “hay que definirla, apurarla, entrar en el núcleo”. Y él lo ha hecho con una lucidez poco habitual.

Esa entrevista de Letras Libres abría con una foto maravillosa, tan vívida y tan tal cual, que verla hoy estremece. También reconocible y real aparece en la mayoría de los vídeos que circulan por la red: entrevistas, conferencias, documentales históricos… En muchos de ellos aparece esa sonrisa tan suya, a veces con un puntito de sorna, a menudo llena de ternura. Es la sonrisa del buen hombre, del maestro, del amigo querido. El hueco que deja es tan grande que sus libros, sus palabras, sus recuerdos aún no sirven de consuelo.

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(Vigo, 1978) es historiadora y especialista en la Segunda República


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