Foto: Luis Alejandro Bernal Romero, Aztlek, CC BY-SA 2.0

La indignaciĆ³n virtuosa

Decƭa Raymond Aron que los errores mƔs graves han sido el resultado de nuestra incapacidad para admitir que los hechos son obcecados y la moral no es suficiente para someterlos.
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Hace unas semanas escuchĆ© una mesa de anĆ”lisis a propĆ³sito de la presunta inanidad de la oposiciĆ³n polĆ­tica en MĆ©xico. Una de las participantes, Denise Dresser, se horrorizaba ante la posibilidad de tener que elegir entre las opciones encabezadas por tres partidos: PRI, PAN y PRD, tan desacreditados todos que ni a cuĆ”l irle. En algĆŗn momento, la politĆ³loga desechĆ³ con desagrado la opciĆ³n polĆ­tica del mal menor pues, afirmĆ³, este tipo de ideas habĆ­an llevado al poder a Hitler, nada menos. 

La historia del mal menor se remonta a la tradiciĆ³n polĆ­tica clĆ”sica y, desde entonces, mantiene intacto su potencial moralmente problemĆ”tico: entre dos opciones cuyas consecuencias son negativas e inevitables en mĆ”s de un sentido, se debe elegir siempre el mal menor. La Ć©tica clĆ”sica desconfiaba de los valores morales absolutos y sugerĆ­a la prudente mesura, como la dorada medianĆ­a de AristĆ³teles, por ejemplo.

Contrariamente, en un clima de polarizaciĆ³n aguda como el que vivimos, cualquier aurea mediocritas nace muerta, sin seguidores. En la crisis de representatividad de las democracias contemporĆ”neas las clases polĆ­ticas estĆ”n marcadas por el desprestigio y, en consecuencia, los partidos tradicionales aceptan la necesidad del espectĆ”culo y la demagogia para hacer cara al descrĆ©dito atrayendo posibles votantes. AsĆ­, lo nuestro es la condena del enemigo y la mutua desconfianza, el blanco y negro del absoluto moral no negociable. Mediar con el mal acaba mal, necesariamente, sobre todo si se considera que una polĆ­tica correctamente entendida es la bĆŗsqueda del bien comĆŗn. ĀæQuĆ© otra cosa si no es el bien del pueblo con lo que sueƱa el buen polĆ­tico?

Sin embargo, hacer polĆ­tica no es solo hacer el bien, afirma un polĆ©mico Raymond Aron, puesto que nadie cuenta con un monopolio que le autorice a decidir en quĆ© consiste ese bien. Aron escribĆ­a pensando en momentos de definiciones como el que atravesamos. En su caso, el auge de los totalitarismos y las posteriores tensiones de la Guerra FrĆ­a; en el nuestro, la multiplicaciĆ³n de los populismos y la constante amenaza a las instituciones de representaciĆ³n democrĆ”tica mermadas desde el poder mismo.

Sin embargo, hacer polƭtica no es solo hacer el bien, afirma un polƩmico Raymond Aron, puesto que nadie cuenta con un monopolio que le autorice a decidir en quƩ consiste ese bien.

En efecto, tras 18 aƱos de incipiente pluralidad y puesta en duda la legitimidad de la transiciĆ³n, hoy contamos con un nuevo aspirante a la hegemonĆ­a polĆ­tica, un partido que reclama para sĆ­ el monopolio y (cĆ³mo no) el usufructo del bien. En un contexto de normalidad democrĆ”tica ese gesto serĆ­a eso, normal. De hecho, la carrera de su lĆ­der se construyĆ³ en buena medida sobre esa presunciĆ³n: un dirigente carismĆ”tico que, sin mayor capital que su ā€“al parecerā€“ inobjetable honestidad, hacĆ­a frente a la corrupciĆ³n generalizada. Mientras se tratĆ³ solo de una alternativa, jugĆ³ el rol de la competencia polĆ­tica entre otros mĆ”s. Pero una vez en el poder las cosas cambiaron. Con LĆ³pez Obrador, nuestra incipiente normalidad democrĆ”tica y laica fue reemplazada por la moralizaciĆ³n del discurso pĆŗblico, una suerte de teologĆ­a polĆ­tica ya muy comĆŗn entre los populismos de derecha e izquierda.

Raymond Aron describe este escenario mediante una figura a la que caracteriza como ā€œel confidente de la Providenciaā€, fenĆ³meno cuya importancia crece o disminuye segĆŗn nuestras cĆ­clicas crisis polĆ­ticas. ā€œEl confidente de la Providencia es quien se coloca del lado de los dominados, es aquel que denuncia el mal en nombre de una moral universal de la que es ā€“o se creeā€“ portador y desde la que anuncia el sentido de la historia y de la ā€˜buena sociedadā€™ por construirā€.

Aron fue uno de los mĆ”s agudos a la hora de advertir esta inusitada dimensiĆ³n religiosa de la polĆ­tica contemporĆ”nea, particularmente de los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX y su descendencia, de la posguerra al final de la Guerra FrĆ­a. Le inquietaba la ideologizaciĆ³n de la acciĆ³n polĆ­tica en la que advertĆ­a la creciente y pertinaz tensiĆ³n entre, por un lado, una Ć©tica secular fundada en leyes e instituciones y, por otro, la moral trascendente, absoluta y cuasi religiosa de los ideĆ³logos ungidos como profetas del bien. Evidentemente, el fenĆ³meno se extiende hasta nuestros dĆ­as con la descendencia tardĆ­a de aquellos totalitarismos, el populismo posmoderno de izquierda y derecha.

Las preocupaciones de Aron no son una jeremiada cualquiera. Por supuesto, no exhorta el destierro de la moral pero le parece que el recurso de cualquier supra realidad puede albergar tambiĆ©n una renuncia a la acciĆ³n polĆ­tica.  

Hacer coincidir moral y polĆ­tica o pensar la polĆ­tica como moral conduce fĆ”cilmente a la buena conciencia, a la indignaciĆ³n virtuosa, una visiĆ³n del mundo en blanco y negro y a la negativa a aceptar la polĆ­tica con su violencia, sus reveses, sus relaciones de fuerza, en fin, su amoralismo. Esto lleva menos al cinismo o al maquiavelismo que a la preocupaciĆ³n por pensar la actividad polĆ­tica en relaciĆ³n con sus propias categorĆ­as (Le spectateur engagĆ©). Ā 

Aron nunca se planteĆ³ ofrecer un tratado sobre las categorĆ­as propias de lo polĆ­tico. Lo que sĆ­ hizo fue insistir en que la ideologizaciĆ³n de la acciĆ³n polĆ­tica era, con demasiada frecuencia, la excusa para la antipolĆ­tica, esto es, una coartada infalible y muy redituable para evadir las soluciones concretas a problemas tambiĆ©n concretos. Una polĆ­tica que elude reiterada y metĆ³dicamente la realidad y sus hechos para ofrecer a cambio solo discurso, puede ser moral pero no es polĆ­tica. DespuĆ©s de cualquier estado de gracia la realidad se impone y no hay indignaciĆ³n virtuosa capaz de anular por sĆ­ misma los hechos. En este sentido, decĆ­a Aron que los errores mĆ”s graves han sido el resultado de nuestra incapacidad para admitir que los hechos son obcecados y la moral no es suficiente para someterlos.

Ya no es noticia seƱalar que, con el ā€œcambio verdaderoā€, en MĆ©xico se redujo todo a mero discurso en detrimento de la soluciĆ³n de problemas apremiantes como la salud y la educaciĆ³n, el combate a la pobreza o la inseguridad y los muchos etcĆ©teras que son deudas escandalosas del actual rĆ©gimen. Subrayar esto no esconde la ominosa intenciĆ³n de excluir lo moralmente justo sino, mĆ”s bien, la obligaciĆ³n de reconocer la especificidad de la acciĆ³n polĆ­tica. Es decir, la necesidad de no aplicarle categorĆ­as morales de la misma manera que a otras de nuestras actividades y la necesidad de confrontar aquella indignaciĆ³n virtuosa con las urgencias de la realidad en aras de un bien no tan menor: el futuro democrĆ”tico del paĆ­s. ~

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(ciudad de MĆ©xico, 1963) es poeta, ensayista y editor. Actualmente es editor-in-chief de la revista bilingĆ¼e Literal: Latin American Voices.


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