A este lado del estilo

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Rodrigo Fresán

La parte inventada

Barcelona, Mondadori, 2014, 576 pp.

Hace casi cien años, en 1919, un joven ansioso por publicar mezcló una serie de textos –el borrador de una novela, una obra de teatro, cuentos, poemas, cartas– para dar origen a su primer libro. La obra se llamaba A este lado del paraíso; el joven, Francis Scott Fitzgerald. Algo semejante, sospecho, sucedió con La parte inventada. No tanto por ser una combinación de diferentes géneros ni por la urgencia de darse a conocer, sino por fundir en una sola obra materiales heterogéneos (argumentos para varias novelas, tramas de cuentos, divagaciones, etc.). La analogía no molestará al autor, fitzgeraldiano confeso y que hace del escritor norteamericano uno de los temas de su novela. La parte inventada podría ser leída como varios libros: a) La historia del Escritor; b) La historia del Chico (aspirante a escritor, claro) y la Chica; c) La historia de Penélope, hermana del Escritor, y su familia política, los Karma; d) Una extraordinaria novela corta, “Algunas cosas que se te ocurren cuando solo deseas que nada te ocurra”, sobre un solitario escritor cincuentón confrontado con la enfermedad, la vejez y la muerte; e) Un ensayo en fragmentos sobre Suave es la noche; f) Unos “apuntes para una breve historia del rock progresivo y la ciencia ficción”. Todo esto (y más) integra de manera desigual la reciente y más ambiciosa obra de Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963). En última instancia, La parte inventada es la novela de una novela, una novela que trata de sí misma y, como el uróboros, se muerde la cola. El autor cumple así lo que debería ser el requisito de toda novela contemporánea (de aquella, al menos, que vale la pena leer y que no es la enésima repetición de una fórmula del realismo más ramplón): ser una reflexión sobre ella misma, cuestionar de manera crítica el género. El propósito final de Fresán (“un libro que se leyera del mismo modo en que se escribió”) es en rigor inalcanzable, pero su novela da una idea aproximada de esa meta.

Cualquiera que haya leído algo de Fresán –una novela, un cuento, su blog– sabe que es, ante todo, un estilo (como debe serlo, por lo demás, todo verdadero escritor). Al autor le gusta citar una frase que John Banville le dijo en una entrevista: “El estilo avanza dando zancadas triunfales y la trama va detrás arrastrando los pies.” Es cierto, pero cabría matizar: el estilo de estilistas consumados como Banville avanza dando zancadas triunfales, pero hay otros –pesados, redundantes, palabreros– que se arrastran aun peor que la más tediosa de las tramas. El de Fresán tiende a aquello que los manuales de retórica denominaban amplificatio y accumulatio, esto es, los procedimientos mediante los cuales se alarga el contenido de un texto y se suman elementos complementarios a lo ya expuesto. Un par de ejemplos. Primer capítulo, segunda parte: “Primeros planos y planos generales y acercamientos y distanciamientos en los que se alcanzan a leer títulos y no se alcanzan a leer apellidos. O viceversa. Aunque, claro, algunos títulos legibles activen automáticamente el apellido en letras más pequeñas. O al revés. Acción y reacción. Alfa y omega. Serpientes que se comen la propia cola o se estrangulan con ella. Estantes y más estantes. Y cabe preguntarse si son los estantes los que aguantan a los libros o si son los libros donde se apoyan los estantes. O ambas cosas”, etc. Antes, el Escritor, recordando su infancia, enlista una serie de enigmas: “¿Por qué Superman parece hacer el mismo esfuerzo […] a la hora de levantar un automóvil o alterar a empujones la órbita de todo un planeta? […] ¿Quién es el culpable de que haya tantos Sugus de color rojo y tan pocos Sugus de color verde?” Fresán acumula diecinueve ejemplos como estos, a los que luego agrega otros tantos surgidos después de la infancia. Como curándose en salud, el autor advierte desde el comienzo que los párrafos serán largos y el estilo, extenso, despidiendo “a los lectores electrocutados de ahora, acostumbrados a leer rápido y a leer breve en pantallas pequeñas”. El razonamiento parecería ser: si no te gusta mi estilo es que eres un lector superficial de ciento cuarenta caracteres. El asunto, me temo, no es tan sencillo. Un buen lector de novelas no se arredra frente a la extensión, se trate del Quijote, Guerra y paz o La montaña mágica, siempre y cuando esa extensión esté justificada y basada en una prosa depurada. La cuestión tampoco es el estilo moroso o digresivo (véase Proust o James), sino el dominio, en efecto arduo, de esa forma, o la falta de ese dominio. Fresán es capaz de páginas memorables (léase la mencionada nouvelle), pero también de muchas, demasiadas páginas vacuas y repetitivas. Acumular páginas vuelve a una obra más voluminosa, no necesariamente mejor y, con frecuencia, peor: hay sumas que restan.

En la cincuentena, Fresán parece irritado: contra los libros electrónicos (“–¡aleluya y eureka!– se ha conseguido hacer comulgar a la televisión con la impresión”); contra las redes sociales y sus usuarios (¡analfabetas, no saben leer ni escribir!); contra los jóvenes que escuchan Radiohead (¡ignorantes, en mis tiempos escuchábamos Pink Floyd!); contra los escritores de éxito (como IKEA, “alguien cuyo único objetivo era convertirse en escritor célebre y, para conseguirlo, estaba dispuesto incluso a escribir”); contra la etiqueta que le han endilgado de escritor pop. No es difícil compartir sus críticas; lo que llama la atención de algunas es que vengan precisamente de él. ¿El escritor enamorado de la ciencia ficción en contra de la tecnología?; ¿el que pone en el mismo párrafo los nombres de Bach y Bob Dylan, molesto porque un chico no hace distinciones entre Arcade Fire y Pink Floyd?; ¿el que saturó su obra de referencias pop, ahora cansado de la asociación? Parece, por lo menos, paradójico.

La parte inventada es una obra ambiciosa, de pretensiones monumentales. Sus defectos se originan, de un modo parcial, en su ambición. Sobra decirlo: preferible escribir y leer una obra así, aunque no esté por completo lograda, que alguna de las cientos de novelas banales que llenan las mesas de novedades. El título proviene de una cita de un amigo de Fitzgerald: “solo la parte inventada de nuestra historia –la parte más irreal– ha tenido alguna estructura, alguna belleza”. En el fondo, ¿cuál es la parte inventada? Para un auténtico escritor –y Fresán, más allá de excesos y contradicciones, lo es– la única que cuenta, la verdaderamente real. ~

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.


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