Adiós a la época de los grandes caracteres, de Abraham Gragera

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La rutina es lo contrario del poema. Si algo busca el lector de poesía es romper los hábitos de la lengua, malos o buenos, y encontrar nuevas formas de decir, encontrarlas en el habla o con el estilete del estilo, en fin, discernir los nombres de las emociones interiores, darles palabras que las diferencien. El poeta busca entre lo obvio, busca obviedades no bautizadas por el verbo y también busca lo no tan obvio. El problema consiste en que son pocos los que logran alguna de las dos cosas. La poesía que se publica se queda en lo contrario del poema, se queda en la rutina.

Por lo dicho –y por algunas otras cosas–, es grande el mérito de Adiós a la época de los grandes caracteres. Desde el título se adivina una voluntad de búsqueda y es explícita la cancelación de unos códigos que ahora son imprecisos y difusos. Es un “adiós”. Hay que inventarlo todo a partir de una nueva metafísica, tan limitada como personal y, si no personal, al menos íntima. Sí, eso, una metafísica íntima. Íntima y también intimista: no, la realidad no parece abarcable, no merece el esfuerzo, siempre se intentó y todos fracasaron, al menos para nuestras vidas, fracasaron. La realidad no es abarcable y apenas nos es dado, exiguo, un fragmento que se sustituye por otro, se modifica arrastrándonos, transcurre con un ritmo que aleja la posibilidad de certezas. Entonces el poema se sitúa en este espacio, en ese pliegue de fractales que no aparecen ante los sentidos sino mediante intuiciones sin heroísmo ni lucidez. Sí, adiós a cualquier heroísmo que rebase este preciso instante en que nos es dado el poema.

A tientas va el poeta inventando su pedazo de mundo. Requiere definiciones y las halla: “la soledad es todo lo que ocurre alrededor de ella”, descubre; y enseguida añade, con alegría: “las cosas nos enseñan cuánto amor se necesita para pasar desapercibidos”. Más adelante, en el mismo poema, “Casi demasiado serio”, refuerza esa alegría susurrada, aflorante: “lo que nos ocurre es siempre una liberación, un despertar”.

Sin embargo, despierto, alerta a su breve iluminación, el poeta renuncia a la estridencia. La ruptura es verbal pero viene desde adentro. Hay un imperativo ontológico que engendra el poema: se necesita otro vocabulario, se necesita ordenar de nuevo el verbo que heredamos. A veces de la visión del objeto nace la visión de la palabra, y no al revés, siguiendo la rutina escolástica: entonces, desde la grafía, el poeta nos deslumbra: “la orilla añora el roce de sus eles: mirar un río es también ahogarse”.

Es precisamente porque la ruptura proviene de una intuición metafísica, o mejor, porque se trata de una sensibilidad que abre una brecha propia –y apropiada– para estar en el mundo, que el verbo no se parece a nada. Quien ha dicho adiós a una época, requiere el lenguaje que le impone el nuevo instante sin grandes caracteres, ese nuevo instante en que apenas puede ver algunos objetos que lo sobrevivirán y que forman parte de él mismo. La percepción es tan efímera como lo indica el poema que abre el libro, a manera, conjeturo, de teoría del conocimiento, “Estrella fugaz”:

Aún es pronto, demasiado pronto

para el ojo

pero tarde, muy tarde ya para el

pensamiento

si veloz ilumina

esta árida extensión de la noche,

este manso terreno donde el

girasol

se despereza, se astilla, se equivoca.

El adiós no es estridente. Lo contrario: es deliberadamente silencioso. Se niega a todo concepto. La imagen o la idea vendrán después en un mundo construido con letras. Llegará el momento de “depurar ciertas palabras de su exceso de infinito”. Por ahora, no el poeta, sino “la telaraña dice adiós a la época de los grandes caracteres, mecida por el aire, la presa, el cazador…”. Entonces el pasado se cancela, aun los objetos son superfluos, y la única realidad es pequeña como una sábana, de todos y ninguno de los sentidos: “y aquí es donde entras tú, con tus ropas a medio poner, rodeada de tajantes precipicios. Las olas sonríen, desdentadas. Las venas restallan, emotivas, tensas en los violines del deseo cuando tañen”, como declara en el poema “Adiós a la época de los grandes caracteres”.

No es la salvación por el amor. Ni la condena. Es la definición del mundo desde la caricia, aunque me excedo, pues el poeta tan pronto desea que “la vida no sea más que el resumen de una exageración” como reconoce que “vivir es casi”.

Fundar el mundo es inútil. También es una mentira, pues las palabras vienen ya con su historia, cargadas de sentidos que escapan al que las pronuncie. Dice el poeta: “digamos que los vivos son palabras y los muertos la carne que les falta a las palabras de los vivos”. Por eso mismo dice en el poema siguiente “cuando las nubes pugnan por echar raíces / las palabras se reúnen para preguntarse / dónde se encuentran / los que desaparecen”.

Las definiciones son precarias, apenas momentáneas: “la luz/ que es lo que es / porque no cabe”, “las flores/ que siempre son el primer día”. En cierto momento, la metafísica impone un juicio que el poeta afronta en un poema que se limita a decir:

Ah la realidad

no se puede

permanecer en ella ni intentar ir

más lejos.

Aun así, el amor adquiere un nuevo horizonte, inquietante a la vez que consolador. Así dice el poema:

Amor que empobreces

al que recibe tanto

como al que no

aléjanos del reino

de las intenciones

permítenos dormir

así,

fetalmente abrazados

como dicen que duermen

las interrogaciones.

Adiós a la época de los grandes caracteres es un libro inquietante, un libro hermoso que se cierra con un poema memorable de donde saco una cita para cerrar yo también estos apuntes con una profecía: “tus huellas llegarán más lejos que tus pasos”. ~

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