Un árbol de excepciónAlfonso D'Aquino, Basilisco, Ediciones Sin Nombre, México, 2001, 78 pp.Cuando una serpiente roba y empolla un huevo de gallina nace un basilisco. Su tamaño es el de un gato pero tiene semejanza con el ave y la serpiente. Su mirada es mortal y muere con el canto del gallo.
Cabe la sospecha de que Alfonso D'Aquino fue la serpiente que robó y empolló el huevo. No es una situación trágica: su Basilisco es una de las experiencias poéticas más sólidas en el contexto de nuestras letras.
Adivinanzas, rimas, rondas y juegos infantiles son los ritos a los que acude para apuntalar su propuesta. El mundo se convierte en ese paraíso donde nombrar y cantar convergen hasta ser uno: "Vi una vez un basilisco… bizco, bizco…/ Que estaba dentro de un frasco… rasco, rasco…/ Levantaba la cabeza… besa, besa…/ Y al aire miraba en vano… ano, ano".
Su estética alude a la reconciliación de la palabra con el tiempo de la imaginación infantil, y su ímpetu es el del jardinero y sus cultivos, deslumbrado siempre por esos pequeños sucesos en donde la vida se filtra por "el salto verde en el agua de los ríos" o en "una sola hoja roja que arde y arde". Para él la forma es garantía de que el paisaje se unifica; no importa que el camino sea agreste y pedregoso o, quizás, resbaladizo en un día de lluvia. El poeta se abre camino en la plenitud de la palabra y logra hacer estallar la sintaxis en la página aun cuando el lector vea muchas veces más agua que vida o escuche el derrumbe del lodo más que la música. Lo que fue, lo que pasó, es motivo de su delación. No importa que la vida encierre otros enigmas, él se abalanza en su tiempo personal, hurga dentro y muestra a veces una piedra o una hormiga, como si eso fuera la razón de su argumento. Cierto: porque su poesía es un elogio a la paciencia, una avidez por satisfacer cualquier situación donde se manifieste un atisbo de goce o una sospecha de que la vida se encuentra en la forma de un animal terrestre o de uno mitológico. De allí que él, y nosotros, caiga en el agujero, escarbe, meta una vara y cierre los ojos para ver.
D'Aquino cree que la vida es sencilla: por eso persiste en el dispendio de la letra y la tipografía. Más que estar frente a un texto poético parece que el autor nos muestra la taxonomía de las palabras. Así, el tiempo se inmoviliza, los límites se pierden e inevitablemente surge la pregunta: ¿quién canta? Su recurso es simple: trasladar nuestro sentido hasta escuchar al gato, a la perra, a la mosca o al mismo basilisco. Sus elementos adquieren significación porque se resisten a la inanidad perecedera. Con él podemos tocar el vidrio, cortar las hojas, aventarle la rama al perro o cortarlo, lamer las hojas y aventar el vidrio. Quizás por eso el verbo se conjuga en la violencia, como en el poema "Carnicería". "Constelación de moscas en un vidrio sucio", en donde "el carnicero a los muchachos que escondían/ un pedazo de carne:/ A mí podrán engañarme pero no al ojo que arde por debajo de la carne". Luego la voz del poeta: "¿Y por qué no fingir/ y meter una mano en el guante/ o guiñol de la verga y moverla/ dentro de la vitrina frente a ti/ eh?" Lo que parecen manchas de una acuarela en un lienzo sin propósito son la reconciliación de la vida: es allí donde el poder de la disposición tipográfica se manifiesta: pequeñas moscas cubren la página y se impacientan. Se trata de una poesía radicalmente peligrosa: si no vence por su pasión, se congela.
Las víboras son sinuosas: se extienden, se enroscan y yerguen para mostrar la esencia de su misterio y trazar su rumbo. Su percepción se pone al descubierto: una criatura de formación mitológica nos guiña el ojo: "A ver ojo ardentísimo/ Soberano ignipotente de los ofidios etíopes/ Salto verde en el agua de los ríos/ Devorador de tierra cruda/ Espejismo que corta la mirada". El poeta dice que lo que fue sigue siendo. No importa si las hojas de los árboles se habían desprendido, en los poemas de D'Aquino todo renace, incluso cuando la sangre se ha fermentado el autor sirve de nuevo un plato lleno de ella, de sangre fresca, y nos lo da a lamer. El cuerpo del poema (y el de la serpiente) da la impresión de estar en continuo movimiento de un libro al otro, de allí su fluidez, su capacidad de hacernos sentir que no hay margen para perderse en lo convencional. La poesía se postula como un ritmo donde jugar es estar siempre al acecho de nuestro cómplice, el que nos permite caer en la fascinación de ser otro, sea niño o gato, y en una proporción difícil de enunciar logra crear el ambiente para que podamos reaparecer en imágenes y sensaciones que se formulan lejos del olvido: "Cuando el gallo se quiere esconder/ sale el sapo y se pone a ver (bis)/ El sapo al gallo/ y el gallo al palo/ Cuando el gallo se quiere esconder…"
Veinte años después de la publicación de su primer libro, Prosfisia, D'Aquino lector de J.E. Cirlot, aunque no siga el sistema de analogía permutatoria, así como de e.e. cummings y Paz ha cultivado un extraño jardín en donde lo mismo crecen la yedra ponzoñosa, las plantas parásitas y los arbustos de flores pecioladas que un árbol de excepción, robusto y frondoso, de corteza firme. Si nos fijamos bien, en él hay una pequeña fisura donde se resguarda un basilisco. –
(1962) es poeta. Su último libro es Un leve aullido bajo la arena (Ediciones Monte Carmelo, 2023).