Diré de Gombrowicz lo meramente esencial de su biografía para que esta reseña tenga alguna coherencia y dejaré de lado las presentaciones absurdas, primo, porque creo que Gombrowicz no requiere presentación y, secundo, porque veo a los críticos y periodistas, con justa razón tan odiados por el escritor, más dedicados a leerse entre sí que a leer al autor, repitiendo en sus reseñas y artículos lo que ya todos sabemos: Gombrowicz, joven escritor polaco, aristócrata rural y enemigo de la crítica, gracias a una extraña casualidad aborda un barco trasatlántico justo antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, misma que lo sorprende en la Argentina. El autor se queda ahí, sin dinero, en un país en el que no conoce a nadie y cuya lengua le es extraña. Su estancia dura 24 años. Por fin, regresa a Europa pero no a Polonia reconocido ya como un escritor esencial y pasa sus últimos años en Francia.
Fuera de este resumen telegráfico pero básicamente preciso, se extiende un espectro amplísimo que apenas se ha destacado en las apreciaciones sobre la obra del escritor polaco y sobre lo que hoy puede significar su Diario, a partir de la reedición, que incluye por primera vez el tomo que comprende el periodo que va de 1961 a 1969, año de la muerte del autor.
La idea de su escritura llega de Jerzy Giedroyc, editor de una de las más importantes revistas de la emigración polaca en París, Kultura, y que sería considerada un salvavidas de la cultura polaca durante los años del comunismo, quien invitaría a Gombrowicz a publicar ahí, por entregas, un diario.
Una pista para leer el Diario queda sembrada ahí. Ya desde las primeras páginas el autor nos lo sugiere: “Escribo este diario con desgana. Su insincera sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo? Si es para mí mismo, ¿por qué lo mando a la imprenta? Y si es para el lector, ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo? ¿Hablas a ti mismo de tal manera que te oigan los demás?”. Y seiscientas páginas después, mientras examina su ya concluida estancia en Argentina, se dice:
[…] percibía sin dificultad cierta arquitectura bastante bien dibujada, unas simetrías dignas de atención. Por ejemplo, podían distinguirse tres períodos, cada uno de ocho años: el primero, miseria, bohemia, despreocupación, ociosidad; el segundo, siete años y medio en el Banco, vida de oficinista; el tercero, existencia modesta pero independiente, prestigio literario creciente.
Entre un episodio y el otro hay, también, diez años de distancia, y la relación de gran parte de una vida que aún deberá encontrar su epílogo durante seis últimos años europeos. Y las simetrías no acaban ahí. Gombrowicz, escritor polaco, queda aislado de su mundo cuando el nazismo lo deja en Argentina, ahí sufre la miseria y el desconocimiento, y gracias a su voluntad férrea (y a la ayuda de algunos amigos) remonta su situación. Gracias a la consabida y alucinante traducción de Ferdydurke entre el autor, que apenas habla castellano, y sus compañeros que no hablan polaco, su vida cambia, consigue trabajo y llega el Diario. Y luego, sigue su ascenso. Gombrowicz se convierte, cada vez más, en ese señor que combate el comunismo dogmático lanzando dardos trasatlánticos (via el escaparate de París, que lo escucha, sí, con atención), que pone en su sitio a los literatos polacos, exiliados o no, que discute el ensimismado pequeñismo de la literatura argentina que no termina por despegar sin pensar en Europa, que es duro, crítico y mordaz con todo, comenzando por él mismo, porque si bien no toma muy en serio su persona, su literatura es sagrada; que fustiga a los críticos y se empeña en demostrar lo equivocados que han estado al juzgarlo desde perspectivas vetustas, oficialistas u obtusas. Y, sobre todo, que gracias a la fe en su arte logra salir del confín del mundo y de dos culturas orilleras (la polaca y la argentina) para finalmente ser reclamado (casi premiado) por una Europa que le ofrece un año de estancia artística en Berlín. Vaya simetría si las hay. En los mismos territorios en que se planeaba la destrucción y dominación de los polacos, estrategia que empuja a Gombrowicz al exilio, ahora se le ofrecen todo tipo de facilidades (y de disculpas no dichas) para crear. La gloria literaria se abre ante él, pero los tiempos cambian y la Europa de hoy en día le parece incomprensible, ruidosa, amable hasta excesos sospechosos. Y el resultado final es su traslado a Vence, su residencia final, enclave de multimillonarios, cerca de Niza. Parece que algo se redondea, pero no del todo, el autor no puede regresar a su Polonia natal.
¿No nos resulta familiar y sospechoso este tipo de relato? ¿No se parece demasiado a una novela? Gombrowicz se vuelve algo más que un escritor frente a su diario: el narrador no fiable de un género literario en que se combinan el ensayo, la epístola, el cuaderno de viajes, la viñeta… casi todo cabe en este tipo de ¿novela? que mezcla la autobiografía con la ficción. Gombrowicz alcanza aquí la perfección del género autobiográfico por medio de los procedimientos propios de la ficción. Y la perfección de la novela o, mejor aún, del “libro” literario, por medio de la narración de una vida.
Gombrowicz mortifica el “yo” para afirmarlo. Lo examina por todos sus ángulos para criticarlo y darle mucha importancia, principalmente porque se sabe que el “yo” es la materia, la fábrica y la plantilla de obreros con los que se manufactura la obra. Y aquí se abre el drama de la resistencia que caracteriza al Diario, porque toda su aventura vital está supeditada a la literatura, que no trata, finalmente, más que de una necedad reiterada hasta el vértigo: resistir. Pasar por encima de las penurias, de la crítica, pero también de los halagos y las alianzas, todo es tentación. En el mundo de Gombrowicz la masa coquetea con el escritor para que éste se conforme, se calle, no critique, es decir, no ejerza la literatura. Y todo en la más completa soledad. El Diario, visto como un nuevo tipo de novela, sería la historia de una voluntad rebelde y tenaz que logra imponerse en los otros, metáfora gombrowicziana del triunfo literario.
Como dije en un principio, Gombrowicz creía necesario explicarse, llegaba al punto de corregir a los críticos y guiarlos para interpretar sus obras (ante la pasmosa incapacidad que éstos mostraban para hacer bien su trabajo). Esta necesidad de explicación cobra alturas de verdadero arte en el Diario, una necesidad cuyo motor bien podríamos cifrar con una frase del autor: “No me han comprendido del todo.” –