El maestro Juan Martínez que estaba allí, de Manuel Chaves Nogales

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Sorprende de El maestro Juan Martínez que estaba allí la multitud de elementos a los que debe su contemporaneidad. El primero, quizá el más importante, es la recurrencia con que su carácter pseudotestimonial incide en el ánimo del lector. Recordemos que es el relato de las peripecias de un bailarín flamenco que, huyendo de la Primera Guerra Mundial, llega por Turquía a Rusia poco antes de que comience la revolución y se ve forzado a vivir seis años en el infierno de la instauración soviética. Evidentemente, Chaves Nogales, destacado periodista republicano, supo transformar lo (supuestamente) contado en París por el verdadero maestro Martínez en una de esas historias en las que constantemente acudimos a la contraportada para cerciorarnos de que se trata de una historia real. Y es esta mezcla de lo testimonial y lo ficticio lo que acaba por encajar con nuestros tiempos, no por semejanza de modas literarias, sino por una verdadera sed de realidad (que no de realismo) que mueve a muchos públicos, no sólo el literario. Chaves Nogales, con un instinto afilado para la anécdota, el giro del lenguaje o el contraste significativos, construye una especie de historia mínima de los primeros años soviéticos cuyo punto de vista se sitúa en el escenario mismo. Es esa sensación de realidad la que va espoleando la narración y atando al lector al desarrollo de incidentes que parecen pesadillas puras o cuentos de Kafka.

Otra característica atractiva de esta novela es la manera en que se articula dentro de ella el despacho de guerra, quizá un sello más del estilo demócrata de Chaves Nogales: la entera disposición a contar la crueldad de los hechos sin importar de quién vengan. Entre los judíos decapitados por los cosacos y los ciudadanos ejecutados por la Checa parece que sólo median los colores que ostentan en el uniforme sus verdugos. Y para articular este discurso no va nada mal que Chaves Nogales se haya topado con un artista: ya se sabe que los artistas van, si pueden, de neutrales, salvando primero que nada el pellejo. El maestro Juan Martínez no sería una excepción, curiosea en ambos bandos pero siempre declara que no entiende de política, permitiendo que el autor exponga lo más sanguinario de cada uno. Y mejor si el artista en cuestión es un extranjero al que le importa un comino la revolución bolchevique o la preservación del imperio ruso, y cuyo único interés afectado es la libertad de movimiento y la de nutrición; sólo las anécdotas que giran alrededor de los mendrugos de pan ya hacen de esta una novela de excepción.

Los países que refleja la novela, tanto la Rusia blanca como la roja, cada uno persiguiendo su demencial sueño de nación a fuerza de sangre y fuego, son un extraño presagio de lo que se vendrá encima en España y en toda Europa, tan sólo unos años después de su escritura (1934), y hacen del relato un reflejo también del instinto político de su autor, que no en balde consideraba de importancia general exponer tanto los conflictos ideológicos como el verdadero surrealismo despiadado con que se imponían los dogmas de cada sistema, tanto el monárquico como el comunista. En este sentido, El maestro Juan Martínez que estaba allí se eleva por encima del mero testimonio y de la crónica de guerra para convertirse en un verdadero manifiesto antibélico que recuerda otras historias en que el espíritu primitivo de la guerra consume con su fiebre los cerebros de los protagonistas, como El puente sobre el río Kwai, El corazón de las tinieblas o El señor de las moscas. El mismo bailarín se ve forzado a entregarse a la corrupción para que no lo maten sus “amigos” o al mercado negro y la falsificación para sobrevivir.

Y como en todo relato bélico, al terror lo acompaña el humor fársico. Uno olvida el número de veces que los ejércitos rojo y blanco capturan y evacuan Kiev, dejando que la población se las apañe como mejor pueda (cuando llegan los blancos el protagonista se pone su frac y se va de croupier a cualquier garito improvisado y cuando llegan los rojos se vuelve a disfrazar, como toda la ciudad, de “pordiosero” y se va al sindicato de artistas para que le empleen en el circo y pueda cobrar el racionamiento), y es que la guerra no va realmente con él ni con nadie de los que ahí viven pues “la guerra no la hacen los hambrientos”, esos no pueden ni pensar claro ni cargar el fusil.

Finalmente, se vuelve necesario llamar la atención sobre la editorial, Libros del asteroide, que al lanzar el primer libro de un español en su colección lo ha hecho con un autor en plena recuperación y un título de indudable valor literario. Parece que la vocación de la editorial, comprometida con los textos y no con la fama de sus autores, continúa por el camino de la sensatez y el inconformismo. El prólogo de Andrés Trapiello (esa sí, la vuelta del prólogo, una moda que saludamos con gusto) coloca en perspectiva clara y breve tanto el contexto como la persona de Chaves Nogales y comunica a la lectura de la novela de un sentido de orientación histórica (al relacionar lo narrado con España y la situación personal de Chaves Nogales) que no dejará de agradecer el lector. Parece que es la hora de las editoriales pequeñas, las únicas que están apostando por los rescates de verdad. ~

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