“El pasado supone para mí un refugio”, escribe Max Morden, el narrador de la última novela de John Banville. “Allí voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro.” Pocas líneas atrás, el pasado ha sido “un rincón acogedor”; y, como si eso no fuera poco, el deseo de Max Morden es amadrigarse “en un lugar de calor uterino”. Para el lector de Banville, semejante bombardeo de amabilidades, semejante proliferación de sentimientos agradables con útero incluido, resulta por lo menos sorprendente, y nos obliga a cambiar la actitud frente al libro, a caminar con más cuidado, a revisar el terreno en busca de trampas o minas. Pues si algo había definido a los últimos narradores de Banville era una enemistad declarada frente al pasado, y frente a ese antipático mensajero del pasado que es la memoria. Desde el espía de El intocable, que recuerda sus traiciones políticas y también vitales, hasta el incómodo intelectual de Imposturas, que recuerda el proceso por el cual cambió de identidad y por lo tanto de vida, el estilo de Banville se había convertido en un instrumento con el cual el narrador podía enfrentarse a golpes con sus recuerdos (y donde se lee recuerdos, interprétese culpas, miedos, fantasmas). Algo ha cambiado en El mar. El cambio es sutil y subterráneo, apenas un desplazamiento de la perspectiva, pero imposible de pasar por alto. Y se resume en dos palabras: educación sentimental.
El mar es el relato de Max Morden, historiador de arte y anacoreta reciente. Al comenzar la novela, nos topamos, antes que nada, con su voz: las frases sinuosas de Banville, admirablemente dotadas para la nostalgia y a la vez para la ironía, funcionan maravillosamente en esta novela hecha de todo lo que hay de irónico en la nostalgia. Max se ha retirado a un pueblo costero con un triple propósito. Primero: evocar cierto verano trascendental de su infancia, los días en que, de mano de la familia Grace, conoció el deseo, luego el sexo, luego la muerte. Segundo: evocar la larga enfermedad de Anna, su esposa, y enfrentarse con su muerte. Y tercero: escribir sobre los dos momentos, y al hacerlo encontrar los vínculos secretos que los unen. Pues Max es un digno representante de esa raza literaria que descubre, en el proceso de contar su historia, lo que esa historia significa. Al contrario de lo que ocurría en El intocable o en Imposturas o aun en Eclipse, novelas que al fin y al cabo asumían sin reticencias y sin complejos el empaque de la confesión, Max Morden no está aquí para confesar nada: quiere saber. Saber por qué el fantasma de los gemelos Grace y de su madre y de su niñera lo ha asediado todo este tiempo. Saber cómo hace un hombre viudo (y un poco cínico) para enfrentarse a la soledad y al dolor de la pérdida. Saber, en fin, qué relación tienen en su vida los dos asuntos viejísimos del amor y la muerte. Pues uno de los logros más considerables de esta novela es la testarudez y la eficacia con que Banville se abre camino en esas emociones: en sus manos, el tópico del eros y el tánatos tiene, increíblemente, cosas nuevas que decir.
He dicho en sus manos, pero con más justicia debería decir en su estilo. La traducción de Damián Alou merece, por lo tanto, nuestra gratitud; pues Banville es todo estilo, con lo cual quiero decir que, igual que sucede siempre con los grandes novelistas, el tema mismo de sus novelas es resultado directo de la peculiar disposición de sus frases. “Soy un virtuoso de la culpa”, nos dice Max Morden en algún momento (y en eso se parece a Victor Maskell tanto como a Axel Vander, sus predecesores en el trabajo de narrar las novelas de Banville), pero su virtuosismo en realidad es esa curiosa habilidad para aunar reflexión y sensualidad, para construir mundos que son a la vez metafísicos y sensoriales. Banville sabe que su prosa ha dado un giro hacia la abstracción, y es sin duda por eso que sus páginas están trufadas de imágenes clarísimas, de sonidos, de olores que funcionan como polos a tierra. A Max Morden le gusta “el olor barroso del pelo de las mujeres cuando reclama un lavado”. De su hija nos dice que “generalmente no huele a nada”, al contrario que su mujer, “cuyo olor animal, para mí la fragancia a estofado de la vida misma, y que ni el perfume más fuerte podía disimular, fue lo primero que me atrajo de ella”. Así es: la crítica de un libro de Banville, se me ocurre a veces, podría hacerse mediante el mero inventario de sus olores en particular y de los sentidos en general. Banville, lector de Proust, sabe que en los sentidos están los caminos de la memoria.
El mar es, por lo demás, un nuevo eslabón en la cadena con que Banville ha venido azotando últimamente los problemas de la identidad personal. Poco antes del final, el narrador suelta la siguiente frase: “Desde el principio quise ser otra persona”. Lo dice casualmente, y luego pasa a un breve pasaje de psicología de salón (“yo me conocía, demasiado bien, y no me gustaba lo que conocía”, etcétera), pero la verdad es que la empresa novelística de Banville es ante todo una indagación sin concesiones en nuestra conciencia, en las maneras que tenemos de reinventarnos, de fingir para ocultarnos. Los narradores de El intocable, Eclipse e Imposturas son todos fingidores profesionales, enmascarados –uno de ellos, Alexander Cleave, se dedica literal y profesionalmente a representar papeles sobre un escenario–, y no es exagerado afirmar que esta ética de vida proporciona unidad y potencia al conjunto. Pero luego están las divergencias, que son las que dan renovado valor a la nueva novela. Pues, así como los otros narradores eran mentirosos compulsivos, así como Victor Maskell decía mentir por pura diversión, así como las mentiras eran para Axel Vander el anagrama de la vida, la vulnerabilidad de Max Morden es precisamente su carencia de máscaras. Desde el principio quiso ser otra persona, sí: pero el problema, el verdadero problema, es que nunca llegó a intentarlo. Estaba demasiado ocupado con el recuerdo de un beso remoto y de una muerte reciente, esos dos ritos de iniciación. ~
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